martes, 31 de julio de 2012

Impenetrable - Sergio Gaut vel Hartman


Mal día para Ramón. Lo que no venía torcido de fábrica se torcía cuando él lo tocaba. A la mañana había sido una llamada de Juancito, su asistente, que le informó que la reunión de la comisión se haría a la cuatro, justo a la hora en que él se iba a encontrar con Fregues para cerrar el negocio de los puestos de artesanos en la plaza. Al mediodía fue su ex mujer, Lydia, reclamando como loca la plata de la mensualidad. Y ahora esto: la cuatro por cuatro que se negaba a arrancar. Todo estaba saliendo mal, sin duda. Llamó al auxilio, porque él no quería meter las manos y ensuciarse sin la certeza de que sabría arreglar el desperfecto, y supo que tendría que esperar una buena media hora, seguramente hasta que los vagos terminaran la ronda de mate que acababan de empezar.
Ramón Chamorro, pequeño agricultor devenido concejal por obra y gracia de las manos amigas que sabían que él devolvía los favores recibidos, empezó a impacientarse. Se sentía acosado por un malestar indefinible, como si de pronto hubiera comprendido que el puesto, que tan generosamente le habían regalado para que él fuera funcional a sus patrones, le quedaba grande. Era un hombre que se había hecho trabajando duramente y que gracias a eso pudo sostener a su familia, darse ciertos lujos… Pero en algún momento quiso más. Observó a su alrededor y comprobó que muchos de sus amigos “habían pegado buena”, sin preocuparse demasiado si en el camino se ganaban algunos raspones y menos todavía si eran los otros los que quedaban lastimados o heridos. No soy un idiota, pensó en aquel momento Ramón, tengo que hacer algo por mí. Por entonces las cosas empezaron a estropearse con Lydia y luego de la separación descubrió un mundo nuevo, la libertad de conocer mujeres, ir a fiestas, viajar. Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero.
El auxilio demoró una buena hora y media. Cuando llegó la chata destartalada de Galíndez y el mecánico bajó sin apuro, seguido por su ayudante, un indio andrajoso y feo, Ramón apretó los puños, y solo la necesidad de que le repararan el vehículo hizo que no empezara a los gritos.
—¿Qué le anda pasando a su camioneta, don Ramón? —dijo Galíndez, sobrándolo, como siempre.
—Está enfermita, Galíndez —replicó este con ironía—. ¿Me la puede curar, doctor?
—Usted siempre tan chistoso —dijo el mecánico. Y sin hacer más comentarios levantó el capó, puso las manos aquí y allá y le dio órdenes a su asistente en voz tan baja que Ramón no tardó en volver a sumirse en sus pensamientos. Sin embargo, algo lo empujaba en dirección al indio. Calculó que tendría unos veinte años, tal vez poco más, pero parecía un hombre de cincuenta, gastado y enfermo. Lo que no te mata te hace fuerte, pensó Ramón en algún momento, y se arrepintió de inmediato. Por uno de esos que llegaba a la edad adulta, docenas se morían como moscas. ¿Y a mí qué me importa? Yo no puedo resolver los problemas de esta gente. Eso es asunto de los de arriba…
—Don Ramón. —Galíndez interrumpió el flujo de pensamientos del concejal—. No es grave. Se estropeó el inyector electrónico de combustible. Ya está. Son quinientos pesos.
—¿Quinientos pesos por arreglar un inyector? —Ramón silbó—. ¿Lo cambiaste? ¿De dónde sacaste otro?
—Llevo en la chata los repuestos necesarios, don Ramón. —El mecánico parecía divertido por la situación.
Uno puede manejar a la gente como si fueran muñecos de miga de pan, pensó Ramón, pero a los mecánicos no, a los mecánicos, definitivamente, no. Y todo porque él no había sabido arreglar el desperfecto… Seguía siendo un mal día.
Galíndez agarró la plata y le hizo una seña con la cabeza a su ayudante. El indio, por un instante, miró a Ramón, y en esa mirada hubo algo filoso que al concejal no le pasó inadvertido.
Corajudo el indiecito, reflexionó mientras veía alejarse la chata. Me miró los ojos, como si no hubiera ninguna distancia entre nosotros. Alejó esa idea. No quería pensar en esa gente. El Impenetrable está lleno de asentamientos en los que vivían indios como el ayudante de Galíndez. Pero él no podía hacer nada. Si tratara de hacer algo, por ejemplo, los amigos le bajarían el pulgar. ¿Le daban pena? ¿Y qué? Con la pena no vamos a ninguna parte.
Arrancó el vehículo y se dispuso a empezar de una buena vez con las cosas del día.

Pero no mejoró. La reunión se prolongó hasta las seis y tuvo que decirle a Fregues que lo de los artesanos debía postergarse. La bronca del otro fue audible, y le dijo un par de groserías. Él no se quedó atrás y terminaron a los insultos. 
No le fue mejor con Lydia. Estaba hecha una fiera y lo amenazó con dejar todo en manos de un abogado. Y ya se sabe que cuando los abogados se meten con los asuntos de un concejal encuentran lo que no deben. ¿Será posible, se dijo Ramón, que hoy no me salga una bien? 
Detuvo el vehículo en medio de la ruta y trató de pensar. Anochecía. Lo único que podía salvar el día era verla a Fabiana. Un rato con ella tal vez... No lo esperaba, era cierto, pero le daría una sorpresa. Nada de flores o bombones, le caería de improviso y ella estaría encantada.
Un poco más calmo, puso en marcha el motor y enfiló hacia Santa Isabel. Nadie sabía de su asunto con Fabiana, o por lo menos eso creía. Aceleró y antes de que las sombras cayeran sobre el campo estuvo frente a la casa de su amante… para descubrir que alguien se le había adelantado. Reconoció la camioneta de Fregues. ¿Fregues? ¿Así que esa alimaña no solo le arruinaba los negocios sino que además le soplaba las mujeres? Ramón apretó el puño y lo golpeó contra el volante, pero reprimió la fuerza del impacto, se mordió el labio y resopló. ¿Qué estaba pidiendo? ¿Qué Fabiana le fuera “fiel”? Él sabía por qué la había buscado. 
Puso el vehículo en marcha de nuevo y enfiló hacia la ruta. Todo, todo estaba mal. De pronto, sin saber por qué, se le cruzó la imagen del indio, el ayudante de Galíndez que lo había mirado a los ojos. ¿Había sido una mirada de reproche? ¿Qué le estaba reclamando? ¿Qué hiciera algo por sus hermanos del Impenetrable? Hacer algo era lo mismo que nada. Esa gente estaba condenada. Aceleró. La ruta estaba despejada. Igual se morían de dengue, paludismo, chagas, tuberculosis y cuanta peste anduviera suelta. Se iban a extinguir. En una o dos generaciones no quedaría ni uno. ¿Él tenía que sacrificar su posición y arriesgarse a que le dieran una buena patada en el culo para salvarlos? Aceleró más. Encendió la radio. No tenía sentido. Su vida y sus problemas estaban primero. Pero no paraban de acosarlo, de hacerle la sangre vinagre. Lo único que le faltaba era agregar un asunto más a la larga lista. ¡Indios! ¡Qué me importan a mí los indios! Subió el volumen de la radio. A los costados de la ruta, como gigantescos fantasmas oscuros, se alzaban amenazantes los macizos vegetales, el bosque en el que latían esas criaturas desgraciadas por las que nada podía hacer. Y entre los árboles, como si los indios estuvieran celebrando algo, vio el fuego de una hoguera, y muchas siluetas rodeando el fuego. Subió el volumen de la radio una vez más. Quería aturdirse, no pensar. ¿Quién era la que cantaba? Prestó atención a la letra para no pensar en Lydia, en Fregues, en Fabiana, en el mecánico, en los indios.

…cuantos caminos andados, cuanta y ninguna ciudad; mi soledad para qué, alguna noche se fue… Y te amaré...

No me vendría nada mal, pensó Ramón, que alguien me amara, ¿no? A ellos, agregó, como hablando con la selva, a ellos tampoco les vendría nada mal que alguien los amara. Y por primera vez en muchas horas se sintió mucho mejor, como si de alguna manera tortuosa y extraña, hubiera producido un acto noble y positivo, un cambio, una marca, una señal en algún recodo invisible de la realidad. Disminuyó la marcha, bajó el volumen de la radio y se dejó arrullar por el final de la canción.


La chamana dejó caer los brazos a los costados del cuerpo. Había logrado que el mensaje de la canción emitida por la radio de un auto o una camioneta que pasaba velozmente por la ruta penetrara en la mente de su pueblo. Ignoraba si produciría el efecto adecuado —de hecho, ella había empezado a desconfiar del poder de las fuerzas invisibles en tanto y en cuanto jamás se ponían al servicio de su gente—, pero no debía desperdiciar ninguna oportunidad por pequeña que fuera. Aquella voz, prometiendo amor, era bastante más de lo que nunca hubieran obtenido. Ahora empezaría la aventura de hacer contacto con la dueña de la voz. Se puso en marcha. 


No sabía por qué, en realidad no había ninguna razón para pensar eso, pero Ramón sintió, por un momento, que un mal día puede no serlo del todo. Inexplicable, verdaderamente inexplicable. Detuvo el motor y encendió un cigarrillo. La noche le regaló una sabrosa mezcla de aromas, el brillo de la luna y las estrellas tenía una nitidez desacostumbrada y él, por primera vez en mucho tiempo, se sentía bien, increíblemente bien.

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martes, 24 de julio de 2012

El bandoneón – Héctor Ranea


Ergesto Limabue se preparaba para salir al teatro. Esta noche la obra sería “El bandoneón” de Miró Hernando, una dramaturga excepcional que, además, era su amiga sempiterna. Mientras se pulía las uñas, Ergesto miraba que sus zapatos estuvieran decentes e imaginaba qué corbata se pondría al terminar la tarea. En ese momento, sonó el celular con un mensaje de su tía Clovis: “murió Helgio”, decía lacónicamente. Helgio había sido el primer marido de la prima Esías, hija de Clovis y no había muerto de muerte natural o, para decirlo menos amablemente, lo habían matado de dos tiros en la nuca. O para decirlo claramente: lo habían ejecutado los mafiosos. Helgio era conocido en el mundillo de los actores por revender droga de esa que ahora se llama recreativa. Pero algo, además de eso, había hecho mal. O para decirlo directamente: en alguna forma, la cagó. Un mensaje de texto era lo peor para Ergesto, sobre todo en casos como estos. ¿Qué podría contestar? ¿Qué debería escribir? ¿Dónde lo velarían? ¿Tendría que ir? Por otra parte, hablar por teléfono, con el tiempo justo que tenía para llegar al teatro y encontrarse con Miró, era imposible. Se quedó mirando la pantalla hasta que se apagó. Pensó: “mejor le digo mañana que había apagado el celular”. Después de todo, ése era el riesgo de enviar estos mensajes, confirmó. Dió media vuelta, sin apagar el celu y se dispuso a ponerse la corbata con botellas de Chianti. Craso error. Sonó el celular de nuevo. Mensaje de texto: “mataron a Helgio. Tía Clovis”. Estaba subiendo el tono. Desde que murió mamá Nendia, Clovis se tomó en serio lo de madre sustituta. Pero ya no era niño, ni mucho menos. El mensaje era perentorio; la escalada en el tono revelaba que ella misma estaba más angustiada por algo que no podía decir que por el mensaje que transmitía. Sólo si lograra desprenderse de ella en cinco minutos, le hablaría. Pero no. Apagó el celular, terminó de ajustar el nudo de la corbata y salió de la casa poniéndose el sombrero al tono con el sobretodo. En el auto, recordó el tiempo feliz con Helgio. Habían sido amigos toda la infancia. De hecho, era el único testigo de algunas cosas que sólo él recordaba de su infancia y, de no ser por él, las hubiera considerado pura imaginación retrospectiva. Ahora no podría hacer nada. Se preguntó: “¿por qué habrá Helgio elegido semejante modo de vida?” En el viaje de ida, que le pareció inusualmente largo, tuvo tiempo de revisar un poco esa última pregunta. El auto parecía viajar en subida todo el tiempo, pero eso le dio la oportunidad para descubrir que entre los dos hubo una fisura el día que Ergesto viajó fuera del país, del otro lado del mar. A partir de entonces las noticias sobre Helgio fueron haciéndose más raras, menos claras, mucho más confusas que de costumbre, hasta que llegó la certeza con la del casamiento con Esías. Por supuesto que sabía que él quería a Esías desde niños. Alguna vez llegó a sospechar que su amistad era una fachada para poder estar con ella sin despertar sospechas. “¡Qué largo es el camino al teatro!”, pensó Ergesto. Vió que había equivocado una calle, dio vuelta a la manzana y ya el teatro estaba cerca, miró la hora. Había tiempo. Al volver la vista al camino, se atravesó una persona a la que casi atropella y que lo puteó enojadísima. Trató de disculparse, más menuda sorpresa se llevó al darse cuenta de que el teatro ahora aparecía lejano. Decidió, de todas formas, estacionarse ahí para caminar. En un fugaz instante, la figura de Helgio le obnubiló al hacer las maniobras y estuvo a punto de chocar al auto de atrás, que se había acercado sin que él lo percibiera. Mientras, aunque él no lo viera, el teatro ya se había acercado. De hecho, estaba estacionando frente a él. Se acercó uno de la seguridad: —Míster. Acá no puede, le digo por tercera vez —casi amenazó. —¿No me reconoce, Aza? —contestó jovialmente Ergesto. —Perdón, señor Limabue —se ruborizó Aza—. Lo vi tan flaco... disculpe. —¿Flaco? —dijo Ergesto sin esperar respuesta, pero pensó lo que le había costado ponerse el pantalón. Se lo diría a Miró. —¡Querido Ergie! —dijo Miró casi sin mirarlo o, para decirlo mejor, mirando para otro lado—. Te esperamos hasta que pudimos, pero ya comenzamos. Lo siento. Ergesto miró el reloj. Nada tenía sentido. —Mataron a un pariente. —¡Oh! ¿Era muy querido? —se apiadó Miró y dulcemente le acarició el rostro. —En un tiempo... —comenzó a decir, pero ya Miró estaba hablando con el jefe de máquinas por no sé qué aparato que estaba echando humo como si ya estuviera funcionando. —¡C'est pas possible! ¿Dejá? —se desesperó Miró—. Pas question! Se volvió a Ergesto a quien en ese movimiento se le dio vuelta la cabeza mientras seguía mirando la obra. —¿Señor Limabue? Lo llaman por teléfono —oyó en el fondo de la habitación iluminada a día. Era Aza, que le acercaba su celular. Miró el número: Esías. —¡Hola, Ergesto? —clamó la voz—. Hace horas que trato de ubicarte. Murió mamá. —¿Cómo mamá? ¡Mamá está muerta desde hace cinco años! —¡Mi mamá, pelotudo! —la voz parecía patear desde adentro del aparatito. —Perdón, es que estaba desmayado. Murió después de pasarme la noticia de Helgio. —¿Como Helgio? ¿También murió Helgio? ¡Puta madre! —lloró Esías. —Calmate, Esías. Me llegó un mensaje de tu vieja. Dos mensajes. —¿De cuándo son? —No sé... de esta noche. —Imposible, ¡loco de mierda!. Murió ayer, mi vieja. Ergesto Limabue se quedó mirando cómo las paredes de la habitación se alejaban. Pensó rápido. —Entonces alguien le usa el celular, Esías. —¿Celular? ¡Pará un poco! ¡Si ella no tiene celular! ¿Vos no habrás vuelto a drogarte, hijo de puta! —Nunca me drogué. ¿De qué carajo estás hablando? —¡Vamos, Helgio! —¿Cómo Helgio, qué tomaste? —contestó airado Ergesio. Mientras él hablaba con su prima, Miró entró en la sala, blanca de tan pálida. Se la notaba en un estado mixto. Angustiada por él, pero contenta con el éxito de su obra. —¡Mi querido Ergesio! —se abalanzó sobre él. —¡Por favor, Miró, decíselo a Esías! —dijo él, pasándole el teléfono. —Aló. ¿Esías? Miró te habla. —Miró. Murió mamá. —¡Oh, lo siento tanto, querida! ¿Cuándo fue? —Hace unos minutos. Se fue. Tuvo una crisis. No pudo llamar a nadie. Y eso que usaba bien su celular. Ergesio escuchó todo eso e indignado le gritó —¡Bruja, me acabás de decir todo lo contrario! ¿A qué estás jugando, loca! —¿Qué decís, drogón! Miró no podía creer cómo estaba poniéndose Ergesio. Se había inflado, rojo. Después de haber pasado por una flacura extrema. Mientras los primos seguían discutiendo, reflexionó. Pensó en el jefe de máquinas del teatro y saltó a su celular, lo llamó —Manuel, por favor apaga la máquina del bandoneón. ¡Apágala! —gritó. Pero llegó tarde, Ergesio, convertido en un fideo, desapareció como una sonrisa.

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domingo, 22 de julio de 2012

Las verdades de la fe - Daniel Frini


Recuperó el conocimiento. En la milésima de segundo transcurrida entre el momento en que despertó y el instante en que abrió sus ojos, notó que estaba en una situación curiosa. Primero estiró sus piernas intentando hacer pié, pero no encontró nada; luego movió sus brazos para asirse de algo, y sólo logró rotar sobre su tronco. Notó que escuchaba cómo sus extremidades agitaban el aire frío en el silencio más absoluto. 
¿Estaba muerto? Oyó, lejano, un «tum-tum, tum-tum» apagado. ¿tambores? No. Su corazón. ¿Y ese otro sonido, un silbido agudo y sordo? Ah. Su respiración. Los ojos abiertos no servían porque la oscuridad era total. Y dolía.
¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí? Se palpó el torax, las piernas, la ingle. Estaba desnudo ¿Porqué?
—¿Hola? ―interrogó en un susurro quedo. Su voz le pareció un grito y le dejó un zumbido en sus oídos, que tardó en apagarse.
«Debo ir hacia abajo» se dijo, sin saber porqué. Pero, ¿dónde era abajo? ¿dónde arriba? Estaba Flotando. Entonces lo supo: estaba en una cámara de privación sensorial. 
En Capri(1) solían castigarlo así. Había, claro, diferencias, En la Academia de Astronautas Doménico Modugno(2), donde había estudiado, la cámara estaba llena de agua y aquí había…aire. Allá era muy parecida a un ataúd y aquí era muy grande, aunque no había el más mínimo eco que le diese una idea de sus dimensiones.
De repente, asustado, llevó su mano al cuello. No estaba el talismán. Ahora sí se sintió realmente desnudo. Gimió, con ganas de llorar, pero no se animó ¿Porqué lo sancionaron, ahora? Es más ¿era una penitencia? No recordaba nada desde que viera, a través de la ventanilla del zarandeador, los restos de Nueva Ricky Martin(3), arrasados por la bomba H, cuando junto a Jol’inkomo(4), abandonaron Spears. 
Entonces, estalló la voz:
―En el principio…
El Astronauta de Segunda Domínguez(5) gritó sobresaltado, reprimió una arcada, lloró y se tapó los oídos en un movimiento tan brusco que lo hizo girar sobre los tres ejes. La voz trepanaba su cerebro.
―En el principio todo estaba desconectado. El que Todo lo Enchufa, antes de conectar, verificó la correcta Puesta a Tierra de los elementos y que todos los Interruptores de Comando estuviesen en la posición de apagado.
¡Eso era! ¡Ahora lo recordaba! ¡Jol’inkomo dijo que iba a iniciarlo en la doctrina somorguja(6)! ¡Estaba en gravedad cero en la mítica Doris Day(7)! Y la voz estaba recitando pasajes del Así Empezó Todo del Texto(8).
―Luego ―continuó la voz ―, accionó la Llave Principal, verificó que la luz del Indicador de Tensión estuviese encendida, controló la presión en el Manómetro rotulado como Pistón Principal y presionó el Botón Sacrosanto, indicado como «Arranque». Desde ese momento, el Universo fue.
Recordó la conversación con el Sumo Sacerdote, como si la tuviese grabada en un rampollo. Cuando iban de camino al zarandeador, después de haber escapado del Centro Ted Bundy para Reeducación e Inserción entre los Libres de Personas Socialmente Inestables, él le había dicho:
—Ya tendrás las respuestas que necesites ¿Eres de los nuestros? He visto tu talismán.
―¿Zomorgujo? Sí, soy creyente, pero no seguidor. No soy de ir a los sacrificios.
—Haces mal, haces mal. Ahora apura el paso. Debemos irnos rápido antes que reaccionen los hombres de la Oscuridad.
—¿Quiénes?
―Los hombres del gobierno.
—¿Pero usted no era aliado del Gran Dictador Amigable?
―Ya lo dice el Texto: «En la Vieja Tierra el Bien y el Mal eran uno solo; y el Mal, envidioso, quiso anular al Bien para quedarse él solo con el Negocio»
—No entiendo
―No hay nada que entender. El Texto también dice «El saber está cada vez más lejos del que lo busca. El ignorante es el idiota indicado para hacer el trabajo». 
Un rayo surcó el aire. Ahora todo se hizo brillante por un segundo y una violenta descarga eléctrica lo paralizo.
―No se distraiga ―dijo la voz con un tono severo ―. Preste atención a lo que estamos diciendo.
―Gjrd ―contestó Domínguez, en un graznido que quiso significar un «si», aún temblando, mientras volvía la oscuridad.
―El que Todo lo Verifica Dos Veces ―dijo la voz retornando a la monotonía anterior ―nos dio los Quince Memos para que viviésemos según su Deseo. Primer Memo: Al que madruga, El que Contempla las Estrellas de Cerca y sin Anteojos lo ayuda.
―¿Y eso que tiene que ver? ―aventuró Domínguez.
―¡Cállese! ―ordenó la voz, mientras un nuevo rayo golpeaba al astronauta― ¡El neófito debe escuchar sin interrumpir!
La voz siguió, sin inflexiones. Pasaron horas. O días. No tenía forma de saberlo. Cuando, cansado, no podía sostener sus párpados y caía en la inconsciencia de un semisueño, lo golpeaba un rayo. Cuando intentaba rascarse una comezón en la mejilla (su barba estaba creciendo), lo golpeaba un rayo. Cuando necesitó orinar y habló para pedir una pausa, lo golpeó un rayo y se vació su vejiga. Dos, o diez, o mil vueltas después (aún giraba sobre sus ejes y en gravedad cero) su mejilla rozó las esféricas gotas de su orina que también flotaban, Cuando su estómago gruñó de hambre, lo golpeó un rayo. Imploró por agua y lo golpeó un rayo. Por momentos (imposible saber cuánto pasaba entre uno y otro), escuchaba lo que la voz decía:
―¡Los enterraré a todos! ―dijo Emily, la abuela de San Bukowsky
―…pero todavía siguió corriendo con el chaleco de oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar…
―Entre las figuras penales referidas media un concurso material, ya que el apoderamiento de la tarjeta de crédito, cosa mueble ajena en el sentido del artículo ciento sesenta y dos del Código Penal y del artículo dos mil trenscientos once del Código Civil, guarda eficacia autonómica en el plano jurídico, más allá del destino ilícito dado, que se reflejó en su espuria utilización en las sucesivas defraudaciones llevadas a cabo por el imputado…


Eventualmente, la voz calló.


Ahora, dolía el silencio. Sin ningún ruido, las luces se encendieron y lo dejaron ciego por un momento. En algún lado alguien conectó la gravedad y el Astronauta de Segunda Domínguez cayó pesadamente sobre lo que debería ser el piso de ese recinto. Una pequeña corriente de aire le indicó que se abrió una puerta. La cruzó arrastrándose.


―¿Aún sostiene que usted es el Escogido(9), astronauta? ―dijo alguien, con sorna. Reconoció la voz de Jol’inkomo.


―S-i-i ―tartamudeó despacio, con los labios resecos. Le dolía la garganta.
―Qué puede decirme de lo que ha escuchado.
―N-o en…enten-dí n-nada.
―Deberá aprender a mentir ―dijo el Sumo Sacerdote, con una inflexión endurecida. Llévenlo otra vez a adoctrinamiento.
Domínguez gimió. Dos Servidores del Templo que se le antojaron dos veces más grandes que él, con sus armas en bandolera, lo tomaron por sus axilas, lo arrastraron y lo empujaron a través de la puerta. Alcanzó a leer algo escrito en el dintel, en galáctico antiguo.
«Sala de Catecismo», decía.
Dentro, ya habían quitado la gravedad.
Se apagaron las luces. La voz empezó su relato:
―En el principio todo estaba desconectado. El que Todo lo Enchufa, antes de conectar, verificó la correcta Puesta a Tierra de los elementos…


(1) Peppino di Capri. Vigésimo tercer planeta del sistema Richard Clayderman, en la constelación de la Olla a Presión. Coloquialmente llamado Capri.
(2) Los nombres utilizados para denominar a ciudades, edificios públicos y demás son tradicionales, y no tienen significado alguno para nosotros. El mito dice que se corresponden a los apelativos con que se conocía a algunos animales autóctonos de la Vieja Tierra. Por supuesto, no hay manera de comprobarlo. Algunos pseudocientíficos dicen estudiar su origen mediante una disciplina conocida como nombrología. En realidad, practican la adivinación.
(3) Para los que no viven en esta zona de la galaxia, Nueva Ricky Martin es la capital del planeta Britney Spears —normalmente llamado Spears—, virtual asiento del poder administrativo de la Benévola Dictadura de Este Lado de la Galaxia; uno de los veintiún planetas menores que junto a treinta y seis mayores y las dos estrellas (una gigante naranja, Lena Katina, y una enana blanca, Yulia Vólkova) forman Saloth Sar, el segundo sistema solar en importancia en la constelación del Bidet.
(4) Jol’inkomo: Supremo Sacerdote y Siervo de los Siervos de la Leyenda de la Vieja Tierra.
(5) Por supuesto, el oficio de astronauta no es el mismo de hace unos cuantos milenios atrás. Hoy todos los niños sueñancon llegar a ser Administradores de Recursos o Turistas Diplomados; pero, de seguro, la mayoría termina como Domínguez, asignado al Departamento de Provisión de Refrigerios o a cualquier otra oscura repartición de alguna  de las incontables oficinas que mantenían funcionando al Benemérito Sistema. En el principio la cosa había sido muy distinta. Según era tradición entre los zomorgujos, los primeros astronautas, los pioneros, sólo se habían aventurado a visitar los vecindarios de la Vieja Tierra; y, sin embargo, habían sido héroes. Cuando la humanidad se aventuró más allá del Sistema Madre, la profesión se tornó más mundana y terminó siendo lo que era en la actualidad: un repositorio de fracasados.
(6) Religión Somorguja: (por extensión, a los practicantes se los conoce como zomorgujos o somorgujos, también llamados zomores). Sistema de dogmas y prácticas asociadas al mito de la «Vieja Tierra», la creencia en la existencia real de un planeta madre de la humanidad. Usan como talismán una botellita o frasquito de vidrio sostenido por un collar, que en su interior y según profesan, contiene tierra de la Tierra. Se identifican entre ellos con una señal en la que (colocando los dedos índice y medio de la mano derecha extendidos mientras el pulgar sostiene o aprisiona los dedos anular y menor) con los dos dedos mayores se tocan la mejilla izquierda. Una vieja tradición según la cual recuerdan el lunar con forma de hongo que tenía en esa mejilla un respetado patriarca de la antigüedad y maestro del zomorgujismo conocido como Yetento Tizaleni. Varias de sus enseñanzas chocan abiertamente con el sistema de leyes impuesto por el Supremo Benefactor, Dictador Amigable y Presidente Eterno, el Teniente General Brigadier Mayor Lakutshm Ilanga ―con quien se inició la Benévola Dictadura de Este Lado de la Galaxia—, hace trece mil quinientos años.
(7) Doris Day es el nombre de la legendaria nave-casino-monasterio zomorguja. Para los seguidores es una especie de paraíso del conocimiento. Para los opositores a la doctrina zomora es sinónimo de un lugar lúgubre donde se sufren los peores tormentos. Es común oír a los padres retar a sus hijos diciéndoles «Si no tomás la sopa te interno un año en la Doris Day». Algunos lo han hecho.
(8) El Texto, también conocido como Libro del Texto es una colección de lecturas que sirve de base a la liturgia zomorguja. Está compuesto por varios libros independientes: «La senda del perdedor, según San Bukowsky», «La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, según San Márquez», «Manual de Taller del Sistema Eléctrico de la Excavadora Caterpillar 345B», «El Código Vinci, según San Brown», «La Tautología Darwinista según San Vallejo», «Harry Potter y las reliquias de la muerte, según San Rowling», «Anuario Hustler 1997 / 1998», «Ciudad de San Luis contra Minetto, Sixto Claudio sobre estafas reiteradas», «Los records Guinnes 2002», «Predicciones del Horóscopo Chino para el año 2004», «Malignant B-Cell Lymphoma  in  patient with  primary  Sjgren  síndrome, según San Varga y San Kiss». El primer libro, comúnmente llamado «Así Empezó Todo» lleva por título original «Manual de Instalación de la Prensa Neumática ‘El Galeón’ JR200 con PLC»
(9) El Escogido es, en la liturgia zomorguja, aquel que según las profecías del Texto será el encargado de encontrar el planeta de origen. Las diversas corrientes dentro de la doctrina zomora difieren en la misión y la identidad del Escogido. Algunos dicen que no se habla de una persona, si no de la misma religión; otros hablan de «los escogidos» como los conversos al zomorgujismo. Algunos dicen que ya nació y encontró la Vieja Tierra hace muchos años, pero la clase sacerdotal oculta este hecho para conservar sus privilegios; otros creen que es la esperanza del futuro. Los más, lo consideran una farsa.


Acerca del autor:

El amor y la araña - Héctor Ranea


Tengo unas pocas obsesiones, nada para preocuparse, creo. No me molestan las arañas, por ejemplo. Es más, dejo que habiten mi casa, siempre que hagan su tarea. Hacen sus telas entre el sillón y las rosas, en los discos que no uso, entre los libros y las plumas de pavo real y en los intersticios de mampostería que nunca faltan. A veces las veo trabajar y me da cierto grado de felicidad, si se puede llamar así. No son las únicas que trabajan, acá. No puede decirse que me deslomo, yo, pero tampoco soy un vago. Limpio mis zapatos con la crema sintética o, si faltare, con el viejo y querido betún que conservo de mis años de Facultad. Y ni hablar de planchar. Plancho todo lo que se me cruce. No tolero las arrugas y las mías, lamentablemente, no puedo hacer nada por sacarlas que, si pudiera, no necesito decirles qué haría. Así que, todos los días, plancho las sábanas, las cortinas, las alfombritas del baño después de ducharme. Eso. También me ducho todos los días y eso me obliga a sacar a las arañas que tejieron su tela entre la ducha y la canilla. No me da pena, pero me parece poco amigable destruirles su trabajo. Un amigo me dijo que no era para tanto, que en la naturaleza ocurre eso o peor. Debo confesar que alguna vez he matado arañas, hormigas, moscas, cucarachas y puse veneno para roedores y otras tareas poco edificantes de mantenimiento del orden de la casa. Porque sin orden, no existe el desarrollo, imagínense la araña tejiendo sin ton ni son, qué clase de objeto o insecto atraparía, sin ir más lejos. ¿Cómo sería un hormiguero en el que no hubiera un orden estricto? En ese sistema he sido criado y a él me someto con rigor, eso sí, sin empañarle su parte honesta, vital. Las arañas no sé si son conscientes de su libertad o si pueden comparar el tratamiento que les doy con el que recibirían en otra casa, con litros y litros de insecticida destinados sólo a eliminarlas de la faz de ese cubil. Pero que lo hagan o no, no me preocupa tanto como el de la existencia de esa araña alfa que todos temen, en el fondo. Una de esas pocas capaces de mantener a raya no sólo a las moscas sino a toda la población de arañas, incluso a los humanos. Dice mi amigo que, en contados pero bien documentados casos, estas arañas aparecen y sólo en casas “spider-friendly”, como la mía, porque en ésas es donde desarrollan cierta idea de comunidad. Eso es lo que me preocupa más, aparte de aprender a planchar de algún modo la cortina plástica del baño. Las arañas alfa a veces mandan sicarios a tratar de asesinarme, como hace tres o cuatro días, con una araña que bien pude confundir con una semilla de kiwi, a la que aplasté con el anular de la mano derecha casi sin pensarlo, ya que estaba posada sobre una página del diario que me costaba leer porque ella se movía. Estuve un par de días con el dedo inmovilizado, ya que el veneno poderosísimo, que evidentemente portaba para eliminarme, había logrado de algún modo meterse en mi dedo. Otra vez, en la comida para el gato, apareció una saltarina amarilla, una especie casi bella, que saltó, con tanta mala suerte para ella, al cristal de mis anteojos (muerden en la esclerótica) y logré neutralizarla con agua (arruiné algo de la comida del gato) y procedí a matarla según los manuales de sabiduría imprescriptible. El haberme enviado una araña tan bella me hizo sospechar que la araña alfa era macho, pero eso, según mi amigo, es imposible. Las arañas macho son esencialmente sociópatas y sólo buscan sexo sin demasiado rigor, sólo impulsados por algunas pocas moléculas de hormonas y mucha osadía. Con eso en mente, decidí que no me preocuparía del sexo de las arañas, que bastante tenía con sacar los pelos del gato de la alacena. El tercer ataque documentado de una araña es el de la viuda negra. ¿Cómo fue? Tocan el timbre. Seis de la tarde, noche cerrada. Hora poco recomendable para arañas. Ella era hermosa. Venía a venderme una suscripción a una revista de jardinería a la que alguna vez había contactado por Internet, más por compulsión que por legítimo deseo, pero ahí estaba esa bella joven ofreciéndome todo a un costo bastante accesible, con un suplemento especial dedicado a lirios, mi locura, literalmente. Y no va que tenía una muestra de rizomas de una variedad que yo no conocía, el “Viuda de la noche” que, según mostraba la foto era de un tono de azul asombrosamente profundo, de alta mar, como los ojos de esa muchacha que me miraba y me hacía que la desnudara con mis pupilas. Y el lirio tenía una pelusa de estambres rojos de ese rojo que suelen tener diferentes tipos de sangre. Un rojo que se perfumaba solo, como el escote de esa señorita que venía con las manos abiertas y palmas arriba a mi encuentro. No esperó ni siquiera que la invitase a pasar: entró como convocada por un postre irresistible y ni bien lo hizo dio una vuelta sobre sí misma, diciendo: —¡Qué hermosura de casa! ¡Y qué perfume! Se nota que usted debe saber tratar a los animales domésticos, porque estos aromas denotan un equilibrio en la energía. —Y, con cierta picardía dibujándosele en sus ojos: —¡Usted es como yo!—. Y siguió dando vueltas, haciéndome girar a mí, ya sin entendederas. De más está decir que no pude contestar sino con balbuceos y cerré la puerta, aparentemente ya tarde, porque los sicarios habían entrado. La señorita se quedó a tomar un té que ofrecí sin saber cómo decirle que se fuera, aunque con mis ojos estoy seguro de haberle dicho cientos de veces cómo la amaba. Y después, como quien no quiere la cosa, la invité a quedarse a cenar; pediría que nos enviasen comida de un restaurante que unos chinos habían inaugurado cerca, a lo que accedió. ¡Y sabía usar los palitos para comer! (Eso sí, al modo vietnamita). Reconoció que no había arrugas y vio, estoy seguro de eso, las telas de dos o tres arañas, ya que una cuarta hube de romperla para cederle un lugar en la mesa que no tenía ocupante desde que se fuera mi última esposa, que en paz descanse. Abrí una botella de vino blanco. Me gusta el Torrontés, claro. Comimos charlando de jardinería y arañas. Después, ella me pidió pasar al baño y debe haber sido ahí que me atacó su pupila: una ágil zancuda de bastante desarrollo abdominal, con unos pocos pelos verdes. Cuando Dafne (así se llamaba) salió del baño, seguramente creyó que me encontraría en coma, porque salió desnuda diciendo: —¡Espero que hayas cumplido tu tarea!,— pero, en cuanto me vio y a pesar de que aún faltaba comer el postre, cambió su actitud e improvisó esas palabras que llevan a la perdición a cualquier tipo, medio obsesivo como yo, o no: —¡No puedo más, llévame a tu cama! Ni qué decir que lo hice porque el ataque de la zancuda, en realidad, me pasó inadvertido ya que la estólida o corta de vista se arrojó al vaso de vino, muriendo casi instantáneamente. Lo recuerdo bien, porque tiré el contenido y me serví más, justo antes de la aparición de esa mujer tan hermosa y desnuda que me secó, literalmente, toda capacidad de pensar, me eliminó los neurotransmisores y me entregué a ella, creyéndome su historia de desesperación por privación de sexo durante muchos meses. Una mujer como ella, me dije luego, con cierta capacidad mental recuperada, no se hubiera metido con un tipo como yo si no formara parte de un plan superior. Y lo cierto es que tenía razón. No sé qué habrá pensado de mí, en tanto capacidad sexual y desenvolvimiento amatorio. Nunca me comparé con nadie. En el gimnasio o la pileta nunca me quedaba a mirar a mis congéneres ni nunca tuve otro amigo que el mencionado, con quien nunca hablamos de sexo por elección ya que su pulsión sexual era diferente a la mía, así que no podría compararme yo con nadie, aunque pienso que ella sería más experimentada que yo, mas lo cierto es que una cosa me llamó la atención y fue cómo, en diferentes oportunidades, sentí durante el acto (o los actos, si se extiende esa noche a las siguientes en las que se produjeron hechos similares) como si me tratara de abrazar con más de dos piernas y dos brazos, como si intentase devorarme, no sólo besarme o morderme, si bien durante esas semanas fue inútil tratar de hilvanar pensamientos: yo era una araña borracha. Es más, dejé de planchar cortinas y alfombritas. Fui dos veces con los botines sin brillar. Algunos compañeros de trabajo notaron el fallo en mi vestidura y no faltaron las cargadas, las risas. Estaba en boca de todos en la gran tienda. Un vendedor que no podía ver el nudo de la corbata en la capellada del botín era como una araña blanca flotando en un vaso de Merlot. Sacando esto, la relación con Dafne fue bellísima y sólo después tuve poder de racionalizar los diferentes ataques que había sufrido. En efecto, después de hallar la araña ahogada en Torrontés, había encontrado en la almohada de ella una de esas que yo llamo Brillosa puntuada, porque son negras brillantes casi como si fueran lustradas con betún, hechas de una queratina esmaltada a fuego y con dos manchas blancas en la parte trasera del abdomen que parecían ojos brillantes en la negrura del fondo de un lago. Cuando la vi, la aparté con un manotón enérgico pero nada violento; sin embargo, la araña se resistió y me atacó la mano. Gracias a mis reflejos, su salto la llevó a caer en un hornillo con ceras calientes que Dafne había querido para su sesión de aromaterapia. Ahí pataleó unos segundos y no pude hacer nada por ella. El siguiente ataque fue una especie de Tarántula, pero más pequeña, a las que siempre les acerco moscas que cazo, de modo que las trato bien y me caen simpáticas. Pero ésta me tiró un tarascón avieso que pegó en una de mis uñas, sin consecuencias, salvo la percusión, que la sentí durante todo el día. Ella se aturdió más, evidentemente, porque salió haciendo mutis por un zócalo. Dafne me observó cuando me tocaba el dedo golpeado y me lo pidió para mordérmelo. Ése fue un lindo comienzo para un coito profundamente amoroso. Si me lo pidieran, hubiera jurado que esos días ella me amaba. Yo también, claro, hasta el más allá la amaba, si hubiera podido. Cuando se fue, se llevó el catálogo de lirios, creo que equivocadamente, porque me tocaba a mí. Planté esos rizomas entre el segundo y el tercer ataque, para octubre comenzaron a florecer y ahí me di cuenta de todo: hasta mi amigo, que vino a visitarme después de bastante tiempo me dijo: —Si es cierto que tenía los ojos como esos pétalos, ¡hasta yo me hubiera enamorado de esa mujer, hombre! En efecto, esos lirios, que llamo Dafne de la noche, tienen todas las características que menciona el catálogo pero, además, los pétalos laterales, justo cerca de donde tienen los estambres rojo sangre, tienen dibujados los ojos de Dafne de modo que mis arañas, el gato y yo, entre octubre y el comienzo de noviembre estamos como perdidos de angustia. Las arañas pierden orientación, mi gato el sentido común y yo, para qué les voy a contar, ni las sábanas he vuelto a planchar.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Estación de enlace - Sergio Gaut vel Hartman


Por un perturbador instante creyó que estaba perdido, como en el cincuenta y dos, en la terraza de Ezeiza, cuando el tío Miguel regresó de Brooklyn en un avión de Panagra. Se golpeó la cabeza con la palma de la mano. Tenía ochenta y tres, no cinco. Ezeiza ya no existe, se dijo. Esto es una estación de enlace; nuestra familia en pleno emigra a la colonia Burroughs, en Marte.
Contempló la anodina efervescencia, similar a la de todas las estaciones de enlace del planeta y se sobresaltó cuando Bodylan se puso a llorar.
—¿Qué le pasa al niño? —dijo el abuelo.
Samila hizo una mueca de disgusto y se limitó a señalar el holo de noticias que flotaba sobre sus cabezas. “El Vaticano condena enérgicamente la clonación humana”.
—Otra vez —dijo García, el padre Uno del niño—. No paran de hacerlo.
—Pobre criatura —dijo, Igor, el padre Dos.
—Se precipitaron —dijo el abuelo—. ¿Qué necesidad había de decirle? Solo tiene tres años. ¿No podían esperar?
Nadie hacía caso a las ideas prehistóricas del abuelo. Pero Samila no pudo evitar la queja habitual. —Maldita sea la hora en que se inventó el Gerozac —murmuró.
—¡Si fuera solo el Gerozac! —dijo Lila-lo, diecisiete recién cumplidos. Usaba una corona Telepac que además de permitirle captar los pensamientos ajenos emitía un flujo aleatorio de partículas que se derramaban por su cuerpo y la hacían parecer vestida—. ¡Miren eso!
Eso era un Modificado, listo para viajar a Titán y respirar su atmósfera de metano. 
—Es feo —dijo el abuelo. Era feo, sin lugar a dudas; parecía una cruza de mandril y cortadora de césped. Pero eso era lo que se necesitaba en el satélite de Saturno y así lo habían fabricado.
Mientras el abuelo se preguntaba si era lícito llamar tipo a eso, Bodylan se puso a llorar de nuevo. 
—¿Ahora qué le pasa? —dijo el abuelo.
—Tiene miedo —dijo Igor— de que lo modifiquen para vivir en Titán.
Al abuelo le caía mal el padre Dos, pero no podía decir nada porque la Ley Universal de Matrimonios Temporales autorizaba a las personas formar tantas parejas legales como su apetito sexual les reclamara, y su hija Samila era una máquina insaciable.
De pronto, con urgencia fatal, sonaron las alarmas. Había un tono para cada amenaza y esa, sin lugar a dudas, era la que correspondía a un ataque químico.
—Sikhs —dijo el abuelo.
—Zapotecas —dijo Samila.
—Hutu —dijo Igor.
—Vascos —dijo García.
Nunca se sabía qué grupo terrorista estaba perpetrando el ataque. Pero de todos modos se pusieron las máscaras, activaron las exodermas y se calzaron los cascos antizyklónicos. Algunas cosas nunca pasan de moda...
—Una noticia buena y una mala —dijo Lila-lo que se había dejado la corona Telepac debajo del casco—. La buena es que BBC, Goosoft, y Al-Jazeera dicen que fue un ataque menor; solo tres muertos y una docena de intoxicados. La mala —agregó la muchacha antes de que nadie se lo preguntara— es que se trata de un grupo nuevo, los blang azules, que se quieren separar de China para unirse a Myalandia.
—Espero que en Marte no haya terrorismo —dijo Samila.
—Las agencias exageran —dijo García.
Bodylan reanudó su sesión de llanto desconsolado.
—¿Y ahora qué? —dijo el abuelo.
—Se le atascó el casco —dijo Samila—. No había de su medida.
La estación de enlace reanudó las rutinas habituales. Los empleados de Transolar y Ultra Órbita trataban de recuperar el tiempo perdido, aunque las discusiones con los pasajeros estaban a la orden del día. El abuelo se distrajo mirando a una Modificada que seguramente iría a vivir a la Franja, en Mercurio. La chica o chico o lo que fuera usaba una corona como la de Lila-lo, pero no la había activado.
—¿Será posible?
Samila estuvo a punto de hacer otro comentario relacionado con el Gerozac, pero se contuvo. En Marte todo sería peor.
—No te quejes, ma —dijo Lila-lo que había pasado la sintonía de su Telepac a la Red de Iglesias—: el gran Pastor Adámico Universal acaba de anunciar que unos científicos en Kazán resucitaron a un muerto. Está que trina. Dice que eso no se hace. Que eso es peor que el Gerozac y que Dios está muy enojado.
Por fin les llegó el turno. La empleada de Martian Air estaba con un humor de perros porque no había llegado el relevo y los trató como basura. Para empezar hizo llorar de nuevo a Bodylan cuando rechazó el pasaporte del niño.
—En Marte están prohibidos los clonados.
García sacó un flamante disco de mil créditos respaldado por el Banco de Shanghai y la empleada se convirtió en una vehemente defensora de la ingeniería genética.
Pero casi de inmediato el carácter se le volvió a agriar.
—El anciano —dijo señalando al abuelo y haciendo una mueca de asco— debe demostrar que posee conocimientos que serán útiles en la colonia. Marte es para los jóvenes.
—¿No les dije que el Gerozac nos daría un disgusto? —dijo Samila.
García miró consternado a su esposa temporal. —Pero no quisiste pagarle a ese señor tan gentil de camisa negra y corbata caribeña que se ofreció a... solucionar el problema.
Lila-lo captó los pensamientos pecaminosos de Igor en la banda lateral del Telepac. No sería mala idea, reflexionaba su padrastro Dos, que hubiera una boca menos que alimentar, allá en Burroughs. O dos bocas, y se veía arrojando a Bodylan al espacio por el eyector de materia superflua.
—Soy una persona apta —dijo el abuelo— y mucho más lúcida, a mis ochenta y tres, que la mayoría de estos inútiles. Si me lo propusiera podría llegar a ser presidente de Marte.
—¡Maldito Gerozac! —exclamó Samila—. La civilización se hunde por el peso de los viejos. —Tomó la caja de doce pastillas, que mantenía vivo a alguien como el abuelo durante un año y era más cara que un tanque israelí en el mercado negro, y la arrojó al paso de una carreta de equipajes. El abuelo dio un chillido y se sintió succionado por una tromba gigante que lo arrojó a la terraza del aeropuerto de Ezeiza, una fría tarde de 1952, el día en que el tío Miguel regresaba de Brooklyn en un avión de Panagra.
Se sintió perdido y se puso a llorar.

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Los faros hermanos - Héctor Ranea


Tres soldados conscriptos hacen guardia en el faro de Cabo Vírgenes. Vigilan que funcione, ponen en hora los relojes. Gervasio, además, marca las mareas por cuenta suya. El gauchito Villa es correntino, tiene una novia en Río Gallegos, es de Mar del Plata. Fernando es cabo. Él dice que viene del Sur, pero ya no hay más Sur que ése, a menos que sea chileno. Claro. Viene de Tohuil, Tierra del Fuego. Está castigado y tiene que llevar la bitácora, porque el Jeep que llega de Güer Aike con las provisiones, las deja contra entrega del cuaderno y el lápiz.
Los tres soldados, cuando se quedan sin trabajo, que es casi siempre, miran el faro de Punta Dungeness y la guarnición que allí mantienen los chilenos. A veces los invitan a comer un asadito, otras veces ellos los invitan pero para matear.
El viento no se sabe de dónde llega. El medidor dirá del Sur, pero en la superficie un desprevenido diría que llega de cualquier lado. No se ven los vientos, diría Gervasio. Es cierto, porque la playa es de cantos rodados. El viento no levanta cantos rodados.
Y está, claro, el mar. Gigante, negro grisáceo, azul como las plumas negras de las gaviotas caceroleras. Lleno de olas, no ondulado. Las olas llegan de cualquier lado, como el viento, y en el arrastre de los cantos rodados, en eso coinciden los chilenos, suenan a monedas de oro arrastradas dentro de bolsas de cota de malla.
Aparte de los chilenos está el hombre del puma. Le dicen Chul porque así dice llamarse. Habla poco y en una lengua resbaladiza. Fernando cree que es alemán porque se crió en Villa Belgrano y ahí está lleno de alemanes, dice convencido porque nadie le cree.
De los chilenos, Karrill es el más amable y el que mejor prepara el asadito. Sabe, y le enseñó a Gervasio, cómo encontrar los mejores mejillones. Cuando hacen el curanto en olla, los argentinos casi corren hacia el puesto, a menos que vean las banderitas en los autos y descubran que están los oficiales almorzando.
Chul dice que nunca tuvo un puma, pero el gauchito Villa asegura que su choza está hecha de dos tercios de tela encerada y un tercio con piel de puma. Xul, claro, busca oro. Él dice que el oro de los náufragos del Sancti Spiritu, un navío español que zarpó, dice él, de Puerto Hambre en mayo de 1665 y pretendían llegar a las colonias de Santa Cruz pero nunca llegó. Traía oro de la Capitanía de Valdivia que nunca llegó a ningún lado. Villa, como hombre de mar, decía que tal vez el Capitán del SS se las tomó para África o para la Australia. Pero Chul decía que había que estar loco, que al cruzar el estrecho se había abierto una vía con los conchales de la zona y no pudo navegar. Que seguro que el capitán murió y entonces nadie sabía leer las cartas o en las cartas no tendría cómo indicar el camino por tierra.
Chul había recorrido hasta Potrok Aike, muchas leguas al Norte. Y si bien encontró telas antiguas, sogas de esparto quemado y algunas evidencias de que caminaron en dirección al territorio, no podía decir que no hubieran vuelto. Ciertamente, algunos huesos de chulengos quemados, conchas de cholgas y quemaderos de leña, avisaban que algo terrible había sucedido ahí. Pero nada se podía concluir con el tema del oro.
Los chilenos eran menos ilusos. No creían en el oro y mucho menos que el Chul estuviera en su sano juicio. Por suerte tenían pisco y guitarras y, a veces, los mates argentinos. Todo estaba bien hasta que llegaban las banderitas. Ahí empezaba de nuevo la moserga del enemigo argentino o del vil chileno o de los extranjeros que quieren que nuestra bandera sea un trapo rojo. Los soldados reían. En eso tenían algo en común las banderitas, decían siempre que había banderas rojas acechando, y de los dos lados.
Así que Gervasio hablaba con Chul, Karrill también lo invitaba al alemán a comer cuando tenían con qué y Fernando trataba de escribir la bitácora con el lápiz poco apretado, para poder seguir sus cuentos en el cuaderno que le robó en Gallegos cuando lo trasladaban para el Cabo. Así no sospechaban en el regimiento que usaba el lápiz para otra cosa.
Llevaba escrito el cuaderno casi completo cuando empezó a ponerse jodida la cosa. Los banderitas venían demasiado seguido, pedían demasiadas cosas, apenas si tomaban un mate y miraban con largavistas al otro faro. Los hicieron tender un alambrado de siete hilos con alambre de púa por varios kilómetros, siguiendo por la costa el pretendido límite, continuando por él hasta pasar la barda, y luego meterse a campo traviesa hasta alcanzar el camino de acceso, donde vinieron con un camión a poner un guardaganado especial.
Se suponía que en todo ese perímetro, si veían evolucionar al enemigo, lo tenían que informar, abrir fuego y mantener la posición. Naturalmente, esto vino acompañado de la construcción de un galpón y la llegada de siete soldados más y un oficial. Ahí se pudrió todo.
El alemán se alejó, aunque a veces se veía su silueta por la barda, cazando piche o mara con su escopeta del siglo de ñaupa.
Se terminaron los asados.
El oficial dormía en un catre con matras. El resto en camastros. Los tres del faro siguieron su rutina en lo posible.
Una tarde de mayo, Gervasio se quedó dormido y al levantarse salió corriendo para no perder la costa de la bajamar, pero al pasar delante del oficial Gurruchuga no lo saludó. Al volver de la costa, Gurruchuga lo estaba esperando con dos de los soldados recién llegados. Le abrió ahí nomás una corte marcial y lo condenó a 24 horas de estaca pampa. Lo ataron con lonjas húmedas a cuatro estacas que estaban ya clavadas en el piso, esperándolo, le pusieron una capa engrasada y ahí estuvo, sobre los cantos rodados, con el abrigo que había salido.
Para la noche, el soldado que lo custodiaba tenía congelado el meñique de la mano izquierda, Gervasio estaba muerto.
Fernando y el gauchito se juramentaron matar al oficial, pero tenían que hacerlo de modo tal que no se les vinieran todos en contra. La pensaron bien. Lo llevaron al Gurruchuga a recolectar cholgas e hicieron que se metiera por las grietas profundas del lecho y como quien no quiere la cosa se fueron hacia la costa cuando la marea comenzó a subir. El oficial se enganchó la pierna en una grieta al tratar de correr ante los gritos de alarma de los conscriptos y el mar lo tapó. Justicia poética, porque si ellos sabían eso del mar fue por Gervasio, muerto de frío.
Pero la cosa no terminó ahí, porque el cabo tuvo que reportar la muerte del oficial, que en el cuartel de Gallegos interpretaron, por esas cosas de la radio en malas condiciones, que había sido culpa de una maniobra chilena (las cholgas chilenas tiene la culpa, parece, convenientemente deformada por la radio) y enviaron un avión que descargó unas bombas en el puesto enemigo. Claramente, al zarpar el avión de Gallegos, en Punta Arenas detectaron movimiento y enviaron sus aviones a reacción, que llegaron unos minutos después del desastre que provocó el Morane Sournier en la zona y sus aviones completaron la faena destruyendo el faro argentino.
Punta Dungeness y Cabo Vírgenes quedaron a ciegas, sin faros y sin guarnición ni galpón. Dos muertos, uno por bando y las radios destruidas, sin antenas, sin energía. Lo bueno fue que el alambrado desapareció y pudo volver el alemán.
Karrill no era el muerto así que pudo cocinar algo de curanto en olla con las cosas del lugar. Después cazarían un cordero, merino para más datos, y con eso tiraron un tiempo interesante. Mientras, todos miraban de noche, enmarcados en los fuegos de venteo de gas de Cerro Redondo, los bombardeos a las ciudades argentinas y chilenas que estaban cerca, a las estancias con depósitos de combustible y otras cuestiones que desde ahí no se entendía. Parecía que la muerte de Gurruchuga había provocado la guerra, pero en realidad la guerra ya estaba desde antes, sólo que a los soldados no se los había informado.
Mejor así, distendidos, tomando lo que quedaba de mate, los argentinos invitaban a los chilenos a matear y los chilenos a las comilonas. Entre todos reconstruyeron parte de los faros. Para cuando desenterraron los equipos de radio y pudieron poner en marcha los equipos electrógenos, ya nadie les respondía, ni Gallegos a los argentinos, ni Punta Arenas a los chilenos.
Chul encontró oro. En la zona de los huesos de los hambreados aparecieron unos cuantos cadáveres de marinos, algunos chilenos, algunos argentinos y hasta un inglés. Algunos tenían dientes de oro.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Acacio, bibliotecario, inventor de la nada (El décimo signo) - Daniel Frini


El silencio domina la tarde calurosa en el monasterio eutiquiano de Deir Mar Takla, a orillas del Éufrates, en un día del año que siglos más tarde será conocido como setecientos cuarenta después del natalicio de Jesús el Cristo. Acacio es un hombre inteligente y lector ávido de los antiguos textos griegos y árabes que enriquecen la biblioteca a su cargo, lo que le ha conferido un merecido prestigio de hombre sabio y santo. Pasó los últimos meses abstraído en una idea apasionante, sugerida por los libros, que lo sobresalta y emociona. Hace semanas que duerme poco y nada, descuida las oraciones, apenas come y se muestra distraído y ausente. Sólo esta mañana compartió su razonamiento con los otros diez monjes, mientras comían unos mendrugos de pan ácimo, y agitó la atmósfera tranquila y centenaria de los claustros ganados a la roca. La respuesta, tal como lo esperaba, ha sido de duda, en el mejor de los casos, y de escándalo en la mayoría. Sólo el abad se mantuvo callado y meditando las palabras del bibliotecario. Ahora, en el tiempo quieto que sigue al mediodía, Acacio decide que una buena manera de ordenar sus pensamientos es ponerlos por escrito. Está en su kalbbia y, por el ventanuco abierto en la piedra, mira sin ver el horizonte árido, más allá del río. En un gesto mecánico, con su mano, limpia el palimpsesto sobre el que va a trabajar. Hunde el kálamos en el recipiente con tinta —hecha por el hermano especiero con leño de espino, nuez de agalla, piedra negra, miel, vino y vitriolo azul—, escurre el sobrante y lo dirige a la superficie, detiene su mano en el aire durante un segundo, dudando, y finalmente escribe: «¿Porqué, mi Señor y Dios, me es dado hacerme esta pregunta? ¿Es el Gran Enemigo quien quiere hacerme pecar dudando de Tu Sabiduría? ¿Me he dejado ganar por la soberbia? Si has querido que algunos conocimientos permanezcan vedados a los hombres, ¿porqué encuentro que mi reflexión no es equivocada? He conocido el ingenio sutilísimo que poseen los sabios de la India, con el que superan a los demás pueblos en aritmética y geometría, el mismo que heredaron los infieles muslimes: un valioso método de calcular, que sobrepasa toda imaginación, de manera tal que parece cosa de magos o demonios; y que manifiestan mediante nueve signos, con los que pueden indicar cualquier grado de magnitud, desde Tu Unicidad hasta la cantidad total de días de la Eternidad». Un carraspeo lo detiene. Acacio gira la cabeza y se encuentra con la figura diminuta y encorvada del abad que se recorta en la puerta baja de la kalbbia. ―Bendiciones, hermano bibliotecario. ―Bendiciones, hermano abad.Acacio baja la cabeza en señal de sumisión y, aunque sabe porqué su superior está allí, pregunta con cortesía: ―¿A qué debo el honor de tu visita? ―Seré franco y directo, hermano. El Señor me ha dado la gracia inmerecida de una inteligencia que me permite apreciar el trabajo de hombres eruditos, como es el caso de los hombres del Panyab o de Bendosabora; o el tuyo propio, querido hermano. Me gratifico y sorprendo con la grandeza de Dios que ha negado Su Persona a los infieles, y sin embargo los ha iluminado para que con nueve trazos convenientemente ubicados resuelvan lo que ha sido un esfuerzo extraordinario para los latinos y nuestros padres griegos. Y está bien que así sea: nueve lunas necesita la madre para traer un niño a la vida, Parménides dice que el nueve es el número de las cosas absolutas, Porfirio dice, en sus Enneádes: «he tenido la alegría de hallar el producto del número perfecto, por el nueve»; nueve son las órdenes de los angeles, hay nueve clases de demonios y nueve piedras preciosas; nueve puertas permitían el acceso al kodesh ha-kodashim del Templo de Jerusalén; tres mundos hay―cielo, tierra e infierno— y en cada uno de ellos hay una tríada; por ello el nueve es el número que cierra el tercer ciclo a partir de la unidad, y con ello, la creación. Pero no entiendo, querido hermano, tu empecinamiento en decir que a los sabios que nos precedieron se les ha pasado algo por alto… ―Hermano abad, en mis meditaciones me he encontrado con cierta anomalía que es la raíz de mi desasosiego. Los Padres latinos enseñan que el Hijo de Dios volvió de entre los muertos al tercer día, y así lo aceptamos. Es nuestra fe que entregó su alma a la Misericordia del Hacedor el día viernes, que contamos como el primero; transcurrió el sábado, que es el segundo día, y resucitó para la Gloria del Padre y nuestra salvación eterna, el domingo, que contamos como el tercero. Sin embargo, tal forma de contar los días jamás me resultó clara y he dado con otra, que no hallo errónea: Jesús el Cristo murió a la hora nona del viernes. Y las horas transcurridas hasta la cuarta vigilia del domingo, cuando María de Magdala descubre el sepulcro vacío, hacen apenas un día y fracción; y no tres días como nos han enseñado nuestros Padres y profesamos en nuestro Símbolo de Fe, cuando decimos «Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Ahora, hagamos el mismo razonamiento contando al revés: partiendo de la última vigilia del domingo hasta la última vigilia del sábado, contamos un día; pero la cantidad de horas desde la última vigilia del sábado a la hora nona del viernes, no hacen un día. Esto quiere decir —y esta es la clave de mi agonía― que hubo un tiempo en que no hubo días. Los nueve signos de la India no contemplan este dilema ¿es necesario un signo nuevo? ―Ni los hindúes, ni los muslimes mencionan nada acerca de este acertijo. ―Es verdad. Y sólo en Ptolomeo, en el sexto tomo de su Hè Megalè Syntaxis, he encontrado un símbolo al final de una cantidad para indicar un centenar; y no puedo saber si él llegó a la misma conclusión a la que he arribado, pues nada aclara sobre el tema, y si así fuera, su notación no ha sido utilizada otra vez. ―Pero Acacio, hermano; si tal signo existiese, debería ser un signo ideado por el maligno y contrario a la Voluntad del Señor. ―Eso me inquieta, hermano abad. Tal signo representa la ausencia de cantidad. Cuando deseo adicionar a cualquier cifra la ausencia de cantidad, el resultado es la misma cifra; en cambio, cuando intento usar la tabla de Pitágoras para hacer el producto, agregando a ella el signo de la ausencia; transformo cualquier cantidad en nada. Aún cuando repetí innumerables veces éste procedimiento no encuentro equivocación en mi razonamiento… ―¿Te das cuenta, hermano, de lo que propones? De existir tal signo, Acacio, sería arquetipo de la ausencia y paradigma de la nada. Tendríamos a mano el Poder del Señor para destruir mundos mediante un simple signo. ―Lo he visto. Y me asusta este descubrimiento. Ruego por que la Sabiduría de Dios me guíe y me indique el camino. ¿Qué debo hacer? ¿dar a conocer mi descubrimiento a los sabios para que ellos también conozcan Su Poder y nos acerquemos a Él? ¿debo ocultar lo que me ha sido permitido vislumbrar? El Abad respeta la erudicción de Acacio y lo admira; y no puede más que asombrarse de la lógica del razonamiento del santo. Él ha recorrido todo el Oriente defendiendo la doctrina de Eutiques en disputas cristológicas desde Nicea hasta Antioquía. Es un hombre capaz y sabe reconocer el poder inmenso que ha descubierto Acacio en el décimo signo. Y esto lo asusta más que los daimones, diábolos y espíritus impuros a los que ha vencido; más que Asmodai, Choronzon o Jaldabaoth. Acacio, que aún no ha soltado el kálamos, baja su cabeza y cierra los ojos. El abad, veterano de mil batallas contra el Indigno, se mueve rápido. Toma el instrumento de caña de la mano del monje y lo clava, con todas sus fuerzas, en la garganta del bibliotecario que no alcanza, siquiera, a sorprenderse. Minutos después, Acacio muere. El Abad sabe que el peligro está aún latente: él mismo ha visto el fruto del Árbol del Conocimiento que le fue prohibido al Padre Adán y desea olvidar con toda la fuerza de su viejo corazón, pero entiendé que no podrá hacerlo. Sabe, también, que en el futuro podría ser engañado por el Oscuro y persuadido a revelar el misterio. Entonces, toma el recipiente de tinta  y bebe el contenido de un trago. Se acuesta en el suelo caliente del pequeño cuarto. Reza en voz inaudible pidiendo perdón. El calor de la tarde que se alarga hacia la noche lo adormece. Recuerda la melodía de una vieja canción que le cantaba su madre; y, aunque se empeña, no consigue recordar la letra. Luego, los venenos de la tinta apagan todo para él también. 

Acerca del autor:
Daniel Frini

La maraca en la muñeca - Héctor Ranea


—¿Me parece a mí o la nena tiene un sonajero colgado de una muñeca? —dijo el pardo Tenobrio mirando para afuera del boliche.
—No, Don —le dice el gallego Seminunte con aire de dueño del bar, que al final lo era —es una maraca. Tiene colgada la maraca para sonar en el corso…
—¡Más maraca será tu abuela, ésa es la sobrina de Dora, no es un hombre disfrazado, che! ¡No jodas!
Un silencio sepulcral cubrió, llenó, inundó el Bar Tridente. Los parroquianos se ponían nervioso cuando el pardo se encabritaba y parece que verla a la sobrina de Dora lo ponía en ese temible estado. El joven Zanabria, de los dueños del campo La Flor Gastada, preguntó a su compañero de mus
—¿Siempre se pone así o es que hoy le cayó fuerte la caña? Me parece que se confundió.
—¡Sh! —chistó Antonioni, el tano de la fábrica de estufas, a la sazón compañero del joven—. No hay que hablar mucho. Se pone como una fiera salvaje cuando ve esta juventud desperdiciando su tiempo. Siempre cuenta que de joven nunca tuvo para andar paveando por ahí y que ahora que tiene un poco de tiempo y moneda para la caña, le vienen con esta juventud perdida. Es una historia larga y triste, pero mejor se la cuento en otro lado.
—¡Perdónenme si me entrometo! —gritó el pardo—. Pero acá nadie me enmienda la plana, ¿entendido? Bastante tengo con ver esta gente preparándose para ir de juerga para que encima hablen de mí a la espalda —tiró dardos para el lado del tano con los ojos inyectados en alcohol y lágrimas—. Me tendrán que disculpar si grito y lloro. Es que en mis tiempos… ¡Y éste encima —señaló al gallego— me le dice maraca a la nena!
Nadie, ni el gallego, osó contradecirlo. Se decía que el último en hacerlo había corrido peor suerte que un ñandú petiso en estampida de caballos.
—¡Ni piense eso! —gritó Tenobrio al autor—. ¿Quién vio un ñandú petiso en medio de una estampida de caballos? ¡¿Será posible que hoy los autores no sepan nada del campo?¡ Hablan de caballos y no deben haber visto ni uno de verdad. Y si lo vieron fue por la televisión.
—Perdóneme —dijo el autor, a metros de él, acodado en el estaño —sé más de campo que usted, si me permite. Soy de la pampa del Río Salado Casiseco, partido de Octubre, en la región de Asamblea, pueblo pampero si los hay. ¡Si habré visto avestruces, que allá los llamamos así! Ustedes los de la pampa serrana se creen los únicos que saben portar cuchillo.
—¡Ahijuna! —gritó la novia del cuete Velásquez, a la sazón comiendo un chorizo empanado del apetito que le abrió la boda de la amiga del alma, la morocha Clave, de los Clave del barrio de Reconquista— ¡Si ahora se desgracia el Tenobrio, vamos a tener para hablar todo el verano, chamigo (porque era correntina la moza). Eso sí, va a dejar sangre hasta dentro de las empanadas. Mejor váiganse para afuera.
Los hombres del bar la miraron con bastante falta de respeto. No les gustaba que las mujeres metieran el pico en asuntos de su exclusiva incumbencia. Pero por otro lado rogaban que no tuvieran que lamentar víctimas de que la sobrina de Dora usara las maracas en las muñecas para imitar a la Clovilda Marengo, la actriz brasileña del momento que había venido con la Escola do Samba “Os mineiros do Avril” y había dejado el tendal de hombres enamorados de sus caderas, de sus hombros, de sus mejillas, de sus ojos y, por qué no, de sus tetas; aunque también dejara el tendal de hombres con eso que el tano llamaría “lo scolo” que se curaba con unas dosis de antibióticos que el Doctor Marguette daba a los poseedores de tal vergüenza en secreto en el bar de Antonio, el más chico de los Álvear Pálas. Bar oscuro aún de noche, no como el del gallego que abría a las seis para que los paisanos se tomaran su ginebra bien temprano y no extrañaran más a la caballada que antes ataban en el aro de fierro del cordón de la vereda. En resumen, la sobrina de la Dora, Eduviges se llamaba aunque le decían para más datos comprometedores, la Edu, usaba las maracas en las muñecas, lo que no se sabía era si era portadora o no de la blenorragia, para decirlo en criollo.
Mientras, el duelo de ojos continuaba entre el autor de este cuento y el pardo Tenobrio que, no hay por qué tener empacho en comentarlo, era ceceoso, como muchos paisanos de la zona, pero no lo ocultaba evitando palabras con ce o con zeta o con ese, que quedan pocas, sino que miraba tan fijo como carancho hambriento y al que insinuaba una sonrisa lo amenazaba a punta de faca y sanseacabó.
El autor contaba que en Asamblea tenían bar de fondo y bar de matadero. En el último se producían peleas de mozos de a caballo hasta por un par de chorizos mal cortados. Pero se lo contaba al galés Jones, que estaba a su derecha, mientras que el pardo estaba a su izquierda. Entonces le tuvo que dar la espalda al chinchudo, que aprovechó para reírse
—¡Veanló, tan autorcito que se cree, huyendo la vista de un jubilado indefenso! Le podría apoyar los ojos en la nuca y lo dejo sin piernas, lo dejo. ¡Cómo me río yo de esos supuestos taitas que me amenazan y después se arrugan como par de medias sin elástico!
Para esto, la mujer del gallego Seminunte se aproximó al estaño con evidente aire de mandona, para parar la pelea de miradas.
—Mire don Endimión (era la única que se atrevía a llamarlo así, cuando en realidad se llamaba José) usted la vendrá de compadrito, y no dudo que lo sea, lo único que le pido es que no lo mate a este hombre —y señaló al autor— porque es mi amante. Además, me mancha el piso, tiene sangre bastante verde.
No se puede explicar el aire de sorpresa que invadió, llenó, colmó toda la medida del bar. Fue insostenible la angustia del gallego, que veía a su mujer rogar por la vida de un hombre que no era él, pero no con argumentos humanitarios genéricos sino con evidente connotación venérea.
Hasta el pardo Tenobrio tragó saliva haciendo más ruido que un gaznate de pollo partido al medio por la abuela Menesunda. ¡La pucha que era un delirio las cosas que le pasaron a cada uno por el melón:
Al joven Zanabria le pasó una fugaz desnudez de la mujer de Seminunte, que entrevió con sus amigos una noche de circo de los hermanos Melles, cuando la vio con el domador de perros caniches.
Al gallego Seminunte le pasó una carta breve que comenzaba: al autor de mis preferencias, que ella no le dejó seguir leyendo.
A Eduviges, que justo había entrado para recoger a Tenobrio, le pasó una sonrisa extraña que desde un tiempo a esta parte cubría el rostro de la mujer de Seminunte.
Al galés Jones le pasó una entrepierna vastísima en una noche de luna, dueña de la misma (la entrepierna, claro) esa misma mujer que ahora rogaba por la vida del autor del cuento.
Al tano le pasó por la mente una tarde en la peluquería de Sanata, cuando entró la mujer de Seminunte y le dijo algo al oído al ayudante de peluquería y salieron juntos.
A la novia del cuete Velásquez se le escapó un chiflido pero no por los labios.
Y perdón si hay olvido de otro personaje, pero al autor no le pasó más nada por la cabeza. Pagó en silencio seis cañas de durazno, dos ginebras, un café diluido, los tres vasitos de anís para los del trío “El portal”, un poco de maní, el alquiler de un mazo de naipes para el truco y otro para una partidita rápida de mus, un kilo de papas, dos de cebolla y tres tomates. Faltaba un poco de carnaza y se haría un guisito con las alverjas de la tía. Esa noche la veía venir fría, la cerveza la compraría en otro lado, claro está.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Vuelos - Sergio Gaut vel Hartman


Después de la muerte de Jorge anduve un tiempo juntando recuerdos por todos los rincones de la casa, como si fueran ropa sucia, y guardándolos en un canasto con la esperanza de sacarlos algún día, lavarlos, tenderlos al sol, plancharlos y tal vez usarlos… como se hace con una vieja camisa, gastada pero cómoda. Pero fue una falsa esperanza; no funcionó. 
La tristeza que me impregnaba era tan fuerte que la casa se convirtió en una prisión, y cada minuto empezó a parecerse a los que miden una condena a reclusión perpetua, instantes tan sórdidos que sumados te hacen desear la pena máxima, el final del suplicio. Deambulaba por las habitaciones arrastrando los pies, levantando un objeto para dejarlo de inmediato en su sitio, procurando que no cambiara de posición ni siquiera un milímetro. Hice varios inútiles inventarios y descubrí que las cerámicas y marfiles pueden tener más vida que un ser humano, en especial si ese ser humano está lastimado, si el dolor enquistado en su carne actúa como un veneno que lo paraliza.
Pero algo tenía que hacer para no hundirme por completo, por lo que me obligué a actuar, aconsejada por parientes y amigos, y adquirí la costumbre de caminar por el barrio todos los días, peregrinando por las calles que Jorge y yo habíamos recorrido juntos tantas veces. Caminaba y caminaba contemplando distraída los jardines y fachadas; bares, parques, negocios, monumentos. Pero no obtenía ningún placer haciéndolo. Era agradable, suave, pero no tardé en descubrir que era menos peligroso permanecer encerrada, ya que cada esquina terminaba siendo un puñetazo en la mandíbula propinado por los recuerdos, los benditos y malditos recuerdos…
Así que renuncié a los paseos para quedarme las mañanas, las tardes y las noches mirando televisión, con la mente en blanco, sin el menor interés en lo que estaba viendo. ¿Qué hacer? ¿Mudarme? Me inhibía por completo la sola idea de embalar los objetos y sentir que cada uno de ellos era un pasaje de ida a la nostalgia, una invitación a la melancolía. Una querida amiga sugirió que fuera a un lugar de encuentros, que allí podría conocer a un hombre con el que rehacer mi vida. ¿Rehacer mi vida? Mi vida no estaba deshecha, solo había dejado de existir, era una nulidad, un enorme agujero vacío.


El otoño fue tétrico y el invierno espantoso. Creo que leí una veintena de novelas, aburrida de la televisión y vi mil programas idiotas, harta de las ficciones ridículas en las que la gente padecía problemas más vastos y lacerantes que los míos, pero los resolvía con una facilidad que me aterraba. Sin problemas económicos ni hijos que me requirieran ni nietos a los que amar, seguí hundiéndome en la ciénaga, olvidada en medio de un territorio inhóspito que nadie atravesaba.
¿Preguntan si lloré? Lloré hasta secarme, hasta que me convencí de que llorar no serviría de nada, que Jorge no iba a regresar y que yo no poseía el valor suficiente como para ir en su busca. El peso aplastante de mi falta de fe se hizo sentir en ese momento. Si por lo menos pudiera fantasear con un lugar más allá de la vida, en el que él me estuviera esperando.
Septiembre no fue mejor que agosto y octubre mucho peor que cualquier mes de cualquier año. Las horas, elásticas, se estiraban con una perversidad digna de monstruos de ficción, y mi ansiedad por abandonar la casa empezó a mezclarse con la imposibilidad de poner un pie fuera de ella. Oscilaba como un péndulo, bipolar, perpleja, aturdida como una liebre encandilada en medio de la ruta. ¿No hay salida? No la hay, respondí a la pregunta que no necesitaba ser contestada.
De todos modos, poco antes de Navidad cerré la casa y partí hacia la playa. Al principio ignoraba mis motivos para hacerlo, aunque tal vez imaginé, refugiada en un cuarto cerrado de mi mente, que poner distancia con los objetos y lugares cotidianos me ofrecería una oportunidad de ver las cosas desde otra perspectiva. 
No era cierto. Lo que estaba buscando era recuperar un momento vivido junto a Jorge, tres años atrás. Iba en busca de aquel instante de mágica zozobra, cuando sentados en las gradas de un improvisado anfiteatro, asistimos a las evoluciones de una joven pareja de acróbatas. Aquel verano, acunados por la música perfecta y desolada del Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, aquellos chicos giraban y volaban en torno a un armazón metálico, enredándose en lienzos de colores, cayendo hacia los abismos y ascendiendo de nuevo, como pájaros neuróticos. Durante todo el tiempo que duraba la actuación, Jorge y yo permanecíamos tomados de la mano, angustiados, con el corazón en la boca, mientras imaginábamos una historia de amor signada por privaciones y desencuentros, vida de artistas trashumantes, dijimos. Íbamos a verlos todas las noches de aquel, nuestro último verano en la playa, aunque en ese momento no supiéramos que la muerte nos acechaba, gestando el obsequio que nos entregaría tras muchos meses de sufrimiento. Íbamos a presenciar ese espectáculo porque ambos nos enamoramos un poco de aquellos acróbatas, rozando con los dedos casi cincuenta años destejidos de la trama del tiempo. Díganme masoquista, si lo desean, y lo aceptaré sin enojo. Quería volver a verlos y así recuperar un fragmento del pasado vivido junto a Jorge.
Tampoco funcionó. En la plaza había payasos, idiotas con guitarras y armónicas, jugadores de ajedrez, titiriteros, pero ellos no estaban. Tonta de mí, pensé. ¿Qué me hizo suponer que estarían en ese mismo lugar, tres años después, volando y girando en el aire, acunados por la sublime música de Mahler? ¡Hay tantas playas!
Abandoné la plaza y caminé hacia el mar. El verano declinaba. Pronto comenzaría el éxodo; el desierto y el silencio ganarían la batalla. Los muelles, en los que se movían unos pocos pescadores, se hacían eco de mi desolación. Me dirigí por la rambla hacia el puerto, alejándome del centro, tratando de hurgar en la penumbra para hallar a mi fantasma perdido. Pero Jorge no estaba, por supuesto. Mis fantasías seguirían siendo eso, sombras condenadas a permanecer en sus cofres, collares de nada, pájaros de espuma que se disuelven en la noche.
Me acodé en la balaustrada de la rambla y dejé que mis lágrimas corrieran sin ningún pudor. De todos modos, nadie podía verme, y si alguien me viera, me dije… ¿a quién le importa una vieja que llora a su amado muerto? Lo irrecuperable de la situación me tomó por asalto una vez más, pero no me resistí. Así sería hasta el final, y por primera vez deseé que ese final no se demorara demasiado.
Tardé un momento en advertir que, a unos metros de donde yo estaba, un malabarista revoleaba sus clavas con pericia pero sin voluntad. Nadie observaba su acto, y me pareció raro que siguiera lanzando y recogiendo, lanzando y recogiendo, en una repetición mecánica de la rutina. Pero de pronto se detuvo, recogió las clavas y me encaró directamente.
—La estaba esperando —dijo.
—¿A mí? —Mi perplejidad era genuina. Era aquel acróbata, el muchacho que, colgado de un armazón metálico, lanzaba a su pareja entre lienzos rojos y amarillos, le sujetaba la mano o se la soltaba para que se precipitara al abismo; la alzaba y la volvía a soltar, formando una coreografía demente que no parecía tener fin. Era él, por cierto. Pero ¿me estaba esperando? Nunca habíamos cruzado una palabra, no podía recordarme, yo era una sombra más, perdida entre el público, hipnotizada por los giros y la música.
—Sí, a usted —dijo—. ¿Por qué no? Mahler quedó en silencio, ¿sabe? La música se extinguió. Ya no hay un Adagietto sonando en la plaza. No logré sujetarla y ella cayó desde siete metros. —Me tapé la boca con la mano y reprimí un sollozo. No supe qué decir, pero él sí supo—. Yo también me quedé solo, ¿se da cuenta?
Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

El abuelo del gordo César quizo tocar el cielo con las manos, para lo cual construyó una catapulta que te la voglio dire - Daniel Frini


—Los muertos pueden bajar del cielo —interrumpió el gordo César —. 
Cuando mi abuelo murió se fue al cielo y después bajó.
—No, gordo, tu abuelo se fue al cielo y por eso se murió. 
Y eso que le avisamos que no era buena idea querer ser catapultado por los aires pero no, el viejo cabeza dura se emperró en tocar el cielo y ahí lo tenés.

Más sería vicio, Saurio

No logro explicarme por qué razón éste párrafo quedó en mi memoria y, con los años, llegó a transformarse en una obsesión un tanto molesta; algo así como cuando una melodía pegadiza nos acosa y la tarareamos en cualquier momento y llega a incomodarnos; o, en mi caso, el octosílabo picaresco de Marco Valerio Marcial que dice: 

No hubo en toda la ciudad 
quien de balde a tu mujer 
la quisiese pretender 
mientras tuvo libertad. 
Pero tu curiosidad 
de poner a su reposo 
guardas y hacerte celoso, 
Vergenal, ha despertado 
más de mil que la han gozado. 
Eres un hombre ingenioso. 

y que me valiera la expulsión del Círculo de Ajedrez Martín Fierro, cuando tuve el mal tino―deben creerme, lo hice sin darme cuenta. Daba lo mismo que hubiese silbado «La cumparsita»— de recitarlo en el velorio de su extinto presidente y en presencia de los más conspicuos socios y de su viuda, quien, de manera curiosa, no era hermosa ni fiel. 
Mi psicólogo decidió por mí que debía enfrentarme a ese que llamó episodio incordioso de la memoria. 
Así empecé una búsqueda que ha ocupado los últimos cincuenta y cinco años de mi vida. No viene al caso contar ahora cómo encontré los pagos de Noles, o lo que me costó sortear los ataques de las ovejas carnívoras del Cholo, ganarme la confianza de los lugareños —algo comparable, les aseguro, a los trabajos de Hércules―; o, finalmente, bucear en la memoria de los más viejos hasta dar con las hilachas de la historia del hombre que quiso tocar el cielo: don Eulalio Medina, abuelo materno del gordo César. 

Cuando don Eulalio contaba con unos veinte años, supo noviar con la Pelada Saravia —algunas matronas de Noles cuentan que ella tenía una hermosa cabellera negra, con un mechón blanco en la frente, pero carecía de pelos en la zona baja, aparentemente por efecto de tanta fricción y durante tanto tiempo―, y cierto mediodía la llevó al campito que está al otro lado de las vías. Parece que al final de aquel encuentro, la Pelada le dijo: 
—Me hiciste tocar el cielo con las manos. 
 Eulalio le miró las manos, como queriendo encontrar alguna hilacha de nube enredada entre los dedos, pero no vio nada. Entonces, miró al cielo, que se le antojó muy lejano; y además, no le pareció que la Pelada se hubiese ido de abajo suyo en los últimos cuarenta minutos, así que fue en ese momento cuando decidió dos cosas: en primer lugar, que las mujeres eran unas mentirosas; y luego, que él sí tocaría el cielo. 
A la madrugada del día siguiente, comenzó el ascenso a la montaña, llevando al hombro la escalera tijera, de madera y de tres metros, del Pepón Carnota; que, por aquel entonces era el pintor de brocha gorda del pueblo (esto pasó muchos años antes de que al Pepón se los comieran los caníbales). El ascenso; entre horcomolles, guayacanes, cinacinas y mistoles ―con una escalera a cuestas— fue penoso. Hacia el mediodía había llegado a la zona de los pastos duros y los cactus, a mitad de camino. Sobre la hora de la puesta del sol, alcanzó la cumbre. Hizo noche allí y casi muere congelado. Cuando el sol del próximo día aflojó el hielo que lo aprisionaba, se puso en puntas de pié y estiró sus manos. Sin embargo, el cielo se le antojó tan lejos como lo estaba si se miraba desde el campito de atrás de las vías. Dispuso de la escalera y se subió hasta lo más alto, resistiendo el embate del viento que venía desde el océano. El cielo seguía lejos. «Necesito ir más arriba», se dijo. Miró hacia el horizonte, pero no vió nada más alto. 
Bajó de la montaña, casi derrotado y cabizbajo. 
Pensó en un avión. Viajó a la capital de la provincia en el acoplado del camión del Zorrino Saravia (el mismo que se fue secuestrado en el Zepelín alemán, durante el gobierno de Pereira) y que lo acercó, gentilmente, al aeroclub. Luego de regatear el precio, subió a un viejo Bristol Fighter, reliquia de la Gran Guerra, usado para vuelos de bautismo. Nadie sabe, a ciencia cierta, qué pasó allá arriba; aunque no es difícil de imaginar. Nuevamente en tierra, los mecánicos del aeroclub debieron usar destornilladores y barretas de hierro para abrir los dedos y lograr que quitase las manos de la manija de hierro del asiento del acompañante. Ya en el taller, les llevó un porrón y medio de ginabra «La llave» lograr que aflojase los músculos y abandonase la posición de sentado, 
Pensó en una gomera. Le pidió a la Señorita Aurora, la maestra (que murió tres años después, con ciento quince cumplidos), algún libro en el que pudiera ver cómo hacer para llegar más alto. Ella le dio un ejemplar de Física Elemental (Primer Tomo; José Fernández y Ernesto Galloni, Primera Edición, Buenos Aires, 1939) que —la verdad sea dicha― no le sirvió de nada; aunque algo entendió acerca de la observación y experimentación de los fenómenos físicos. Durante dos días estudió, libreta en mano, a los changos que cazaban chuñas y bichofeos en el bosquecito de talas cercano al cementerio. Después, le encargó al Turco Jamim, novecientos setenta y tres metros de elástico para ropa interior, que éste le trajo desde la capital. De un árbol de palo blanco sacó una gran horqueta, que clavó en el campo del viejo Vilchez. Plegó y replegó el elástico y usó dos matungos para tensarlo. Se acomodó en el cuero que usó a manera de bolsa; y su compadre, el Chirino Azcuénaga —algunos me contaron, en cambio, que fue el Tape Valenzuela―, cortó la soga con la que tiraban los caballos. Al contrario de lo esperado, el tiro salió rasante y don Eulalio recorrió apenas cinco metros a unos setenta centímetros del suelo. Quiso la providencia que su pié quedase enganchado en el elástico que, sin que tocara el suelo, lo llevó de regreso hacia la horqueta. 
Según dijeron algunos viejos, aún convaleciente de sus quebraduras, vio por primera vez una catapulta cierto verano que llegó a Noles un cinematógrafo ambulante. Instalaron una sábana vieja y manchada, a modo de pantalla, frente a la Sociedad de Fomento, y proyectaron una de Juana de Arco, en blanco y negro y «sin ruidos». 
Entonces, decidió construir una. 
Volvió a pedirle ayuda a la Señorita Aurora, que esta vez no pudo socorrerlo. Buscó en los libros del cura, en la biblioteca del Juez de Paz y en la del doctor Seismandi. En ésta encontró un libro sin tapas que mostraba algunos grabados viejos, pero bastante claros. En uno de ellos representaba el asedio del castillo de Stirling, durante la rebelión escosesa de William Wallace y mostraba un tipo de catapulta al que los franceses llamaron «trebuchet», con un gran cajón de madera lleno de piedras, que actuaba como contrapeso. 
Hizo una copia del grabado, a mano alzada, en su libreta y empezó a construir algunos modelos a escala. Tuvo varios fracasos, pero con perseverancia aprendió de los modelos previos, corrigió errores, probó materiales y, finalmente, decidió construir «La Gauchita». 
A esa altura de su vida ya había nacido el gordo César y él acompañó a su abuelo al monte para buscar las mejores maderas, le ayudó a robar ovejas del Cholo y algunas cabras de Ña Encarnación, a las que descuartizaron para sacarles los tendones y tripas, y construir las cuerdas elásticas. 
La primera prueba satisfactoria se hizo con piedras, luego probaron con una oveja cuyo balido de terror se perdió en la distancia. Finalemente, todo estuvo listo para el gran vuelo. 
Fue un día de verano, apenas salió el sol. El mismo gordo César tiró del pestillo y su abuelo voló y se perdió más allá de la montaña, del otro lado del horizonte. 
Aquí se acabó la historia. 
Por un lado, la policía de Noles incautó La Gauchita, le pegó varios papeles en los que decía «secuestrada», que se decoloraron con el tiempo; y quedó guardada en los fondos de la comisaría, Diez años después, los policías usaron la base para hacer una carroza alegórica del terremoto del año quince, para los carnavales de Santa Antonieta (los mismos en que voló por el aire el auto del Coronel Piesetti). Treinta y siete años más tarde, se usaron los restos de la madera reseca para hacer un gran asado cierta vez que un político con aspiraciones tan grandes como sus patillas, visitó Noles. 
En tanto, don Eulalio apareció a los diez días de su viaje, en la villa de Las Piedritas, a sesenta y tres kilómetros de Noles, enredado en los tunales cercanos al campo de Don Emeterio Canosa (el que después ganó la lotería, pero el Reverendo Soriano le robó el boleto). Alguien me contó que la punta de los dedos de la mano derecha de Don Eulalio Medina estaban manchados de celeste.

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