martes, 7 de agosto de 2012

La entrevista (las alas caídas) – Stefano Valente


—Los vagones se desplazaban a una velocidad alucinante, furibunda, flechas sin contacto sobre los duros rieles. Eran duros, sí que lo eran. Durísimos. Y fríos. Se podía sentir el frío del hierro mientras se deslizaba por encima; como si hubiera sido agua, o sueño.
El anciano deglutió con dificultad. Tenía la garganta seca, drenada. Aureliano le llenó otra vez la copa de vino —un vino rojo anónimo, una botella olvidada en la redacción—, y esperó.
—Luchábamos contra el sueño. Parecíamos boxeadores trastornados por los puños que resistíamos hasta el último asalto. Debíamos permanecer de pie, llegar hasta la última campana. No debíamos perdernos nada: ni un rayo de luz, ni un susurro; ni siquiera un crujido...
—¿Porque era... el final?—, dijo Aureliano.
—Oiga, doctor —dijo el viejo rápidamente, irritado—, usted debe escribir su historia, su artículo. Me produce placer (en el sentido de que no me jode nada... No me jode nada de lo que usted ni todos los muchachitos como usted puedan pensar). Saque su... conclusión.
—Excúseme —dijo Aureliano—. Excúseme, de verdad. No pretendía...
—No —respondió el viejo chasqueando un sorbo de vino—. Al contrario, es usted el que debe excusarme. Como si nosotros (aquellos que tenemos un pie en la tumba, quiero decir) tuviéramos el derecho de hacer, deshacer e insultar todo y a todos. El respeto. El respeto. Es la vida la que te lo da, aquello que haces. Los años no tienen nada qué ver, puesto que a algunos les pasan por encima, son realmente impermeables.
Una larga pausa. Las yemas rugosas de los dedos, áridas, sobre el borde del vaso. Seguían el círculo del borde adelante y atrás, con un chirrido agudo de violín atormentado.
—Pero sí —retomó el anciano—. Quizás era porque sentíamos el fin. Como un aliento sobre el cuello, gélido, inevitable. Y entonces nos agarrábamos por cada migaja (bocado de existencia, con seguridad uno de los últimos) que no lográbamos ni tragar ni devolver...”
Se secó una línea de sudor en la frente. Aureliano imaginó que debía estar frío y, sin embargo, sintió, sobre la punta de los dedos, la membrana sutil de las arrugas adheridas a los huesos del viejo. Estaba vivo, aquel hombre delante de él, pero era como si hace tiempo estuviera muerto y sepultado. Bajo el peso de los recuerdos.
—Algunos rezaban (¡qué fantasía!). Las madres apretaban sobre el pecho los niños adormecidos, los niños son los primeros en ceder al sueño y los últimos en abandonar las ilusiones: ¿nunca lo ha pensado, doctor?
Aureliano sacudió la cabeza, sin tener el coraje de mirar al viejo directamente a los ojos, de cruzar su mirada destrozada.
—Una pareja de gitanos húngaros hacía el amor, con desesperación. ¡Perros, eso eran! ¡Perros en calor! Si alguno de nosotros se había dado cuento no se atrevía a hablar, no decía nada. Los mirábamos con odio y con envidia. Se sacudían en la oscuridad, en un ángulo oscuro que en algunas partes del trayecto, como golpes de puñal, las luces de la tarde alrededor del tren cortaban y señalaban rápidamente. Se lamentaban (oh, sí) y el pobre Jossi, que estaba a un costado de ellos, se había encogido sobre sí mismo y se tapaba las orejas. “¡Malditos! ¡Malditos!”, dijo un hombre que no conocíamos, quizás de un barrio vecino al nuestro. Lo hicimos callar inmediatamente, con rabia. Él no comprendía, imprecaba. “¡Vergüenza! ¡Vergüenza!”, pero todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, querían escuchar completamente el placer. Duró poco. Con todos aquellos sobresaltos del tren y la furia que tenía en el cuerpo, el gitano no se demoró. O más bien se sentía sobre un escenario, en medio de aquella fosa común de Hebreos amontonados y mansos como terneros que van al matadero; los gitanos son exhibicionistas...
Se detuvo. Rodeó el vaso, el fondo de vino polvoriento. “Le debía recordar la sangre”, pensó Aureliano. Aureliano abrió completamente la ventana. Quizás el Ángel se habría volado por allí mismo.
—De acuerdo, señor Cohen —dijo el periodista dirigiéndose hacia la ventana—. ¿Es hora de hablar de Brückner?
—Ni ahora ni nunca —se rió burlonamente el viejo—. A pesar de todo, como dice el Eclesiastés, “hay un tiempo para reír y hay un tiempo para llorar”.
—Hans Brückner. Sturmbannführer. El cráneo del SS era una metáfora de su cabeza. Se levantaba el sombrero y fumaba cigarrillos largos con una boquilla de plata y marfil, con voluptuosidad. Parecía el Ángel de la Muerte sentado en un trono. Un cráneo lúcido, una copa llena de horror pero cerrada, por encima, con los cabellos blancos a ras. Nadie lograba ver dentro de aquella copa, afortunadamente. Venenos. Quizás estaba llena de venenos. Y cuando esté muerto (si el Ángel de la Muerte puede morir) los venenos, negros, se escurrirán por la boca y por la nariz. Y por los ojos. ¿Es un contrasentido? —continuó Cohen.
Aureliano lo miró interrogativo: —Que el Ángel de la Muerte pueda morir. ¿Es un contrasentido, según usted?
—Un cigarrillo —dijo el viejo—. ¿Tiene un cigarrillo, doctor?”
—No, no fumo. Y tampoco usted, me pare...
—Tiene razón. ¿Y sabe también por qué?
—...
—Bueno, una vez mi esposa dijo: ‘No deberías, y no lo harás más’. Una mujer autoritaria aquella, sí señor. Coge el paquete y sacude los cigarrillos por fuera de la ventana. Corro a detenerla y ella, sádica, me devuelve en la cara el paquete vacío. Me asomo a la calle. Un trío de mocosos mastica mis colillas. ‘Tonto’ (es mi esposa, siempre ella). ‘Míralos. Parecen aquellas ratas llenas de costillas que se arrastraban junto a ti. Los habrías asesinado (a todos) por una de esos. Por un cigarrillo solamente. Como si se hubiera convertido en algo distinto por aquel humo en la boca. Y en vez de eso el piyama de rayas y la estrella amarilla con el triángulo rojo... ellos eran todos iguales. Todos iguales.’ Quería decirme que la vida es preciosa. Que nadie tiene el derecho de quitártela, ni siquiera tú mismo. Y quería repetirme que el Campo de Concentración tampoco me había enseñado nada.
Aureliano volvió a cerrar la ventana, delicadamente, sin hacer ruido. —¿Por eso dejaste de fumar?
—En verdad no me acuerdo de eso —respondió el viejo—. Pero en este momento quisiera volver a comenzar. Quisiera convertirme en una chimenea y ojalá morir de cáncer en los pulmones: como el Ángel de la Muerte. Como Brückner.”
—El jefe del campo, del Lagerkommandant, era un asunto político. Era también el modo de hacer figurar un traslado como una promoción. Brückner era demasiado malvado, una hiena. Incluso para ellos mismos. De él se perdió toda huella, no se sabe nada. Es verdad, no es el primer caso entre los criminales nazis. Nunca fue procesado. En esto pensamos nosotros. Ojo por ojo, diente por diente. Pero no lo sé; no sé si fue suficiente...
—Hans Brückner había estudiado en Tubinga. ¿Es correcto? —Aureliano revisó sus apuntes—. Y se especializó en Berlín. Ginecología, obstetricia (eugenésica).
El periodista miró al viejo Cohen sin expresión, a la espera. Estaban acercándose, lentamente.
—Martha casi tenía dieciocho años; los cumplía en marzo —retomó el anciano extendiéndose sobre el espaldar de la silla, sin fijarse en su interlocutor. Los ojos amarillentos vagaban en una niebla indistinta, lejana. Ofuscados por los rayos de atrocidad, reapareciendo del caos vaporoso que habitaba dentro de sus vísceras—. Estaba en el cuarto o quinto mes, no estoy seguro: lo olvidé. Lo único que sé es que el profesor Brückner le hizo una incisión y la abrió en su matadero científico. Después expuso el útero con el feto adentro, en alcohol, entre los dormitorios masculinos y femeninos, para que todos, hombres y mujeres, comprendieran que una subespecie podía hacer de todo, incluso intentar reproducirse. Pero todo era inútil.
Silencio. Los ruidos de la redacción, detrás de la puerta cerrada, eran un trasfondo al cual aferrarse con las uñas para no despeñarse en la cavidad abismal del pasado. Se abrían, una después de la otra, debajo de la mesa, entre las patas de las sillas. Pestañas heridas que se abrían repentinamente de par en par, rodeadas de sangre.
—Una vez se lo dije —continuó el viejo, levantándose y arrastrando la silla—. El médico apenas había pasado por la visita de las 10. ‘Bien, procedamos bien, señor Kauffmann’, le había susurrado al oído, entre el ruido de su respiración agonizante. Kauffmann. Se hacía llamar Kauffmann. Un hijo de puta lleno de ironía. Casi treinta años de ironía, escondido como un topo gordo y tranquilo en este ángulo del mundo donde nosotros debíamos recomenzar todo, como emigrantes—. Era una mañana llena de sol, aire de perlas derretidas como a veces sucede también en Buenos Aires. En ese momento se lo dije. Y lo susurré también. No obstante, me desagradaba porque no habría respondido: ya no hablaba más en esos días. Cerré suave, muy suave la puerta (obviamente tenía una habitación para él solo). Un rayo de luz agujereaba el polvillo, recogido hasta el punto exacto donde las alas se replegaban y se escondían detrás de la espalda. Las alas del Ángel de la Muerte, distendidas como un buitre derrotado. No dije ni ‘por fin’ ni lo insulté (sin embargo Dios me habría comprendido). Sólo dos frases: “Esa era mi hija. Martha era mi hija.” El terror. El terror dentro de sus ojos (aquellas dos piedras grisáceas incrustadas en la copa del cráneo): esto lo puede escribir, doctor. El resto no. El resto no. Porque podría no haber ocurrido...
—¿Qué? ¿Qué no sucedió? —preguntó Aureliano sin una gota de saliva, con la lengua que se le pegaba al paladar.
—Nada. Los trenes lanzados en la noche hacia los campos. La habitación inundada de sangre donde se deslizaban unas botas negras y guantes de goma hurgando en los vientres de los judíos. Las duchas. Las chimeneas de los hornos. El velo de la ceniza de los hijos sobre las cabezas de los padres. Y el SS Sturmbannführer Hans Brückner (el señor Kauffmann, más bien) al cual el enfermero profesional Cohen, a un palmo exacto de la costura del cirujano, inyectó cuatro jeringas de 50 cc. de solución fisiológica en el trozo del único pulmón atrófico que le quedaba. Cuatro intercostales de 50 (preste atención), no una sola de 200. Ojo por ojo, diente por diente... No lo sé. No sé si fue suficiente. De verdad. Esto no lo escriba, doctor. Sólo estoy seguro de una cosa. Que las alas sobre el hombro, detrás de la espalda, no estaban. Ya no estaban. Se le habían caído, sí...

Traducción de Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia)

Acerca del autor:
Stefano Valente