A decir verdad, me molestan estos
brazos, ni siquiera sé si tengo estos brazos. Desde que ella me dijo
que tenía que irse, me sobran. Me sobran tanto que quisiera
cortarlos. Lo estoy pensando, ahora, más precisamente. Si me corto
el brazo izquierdo (con el derecho, es fácil aun para un zurdo) me
queda cortarme el derecho, pero ahí me tropiezo con una dificultad.
Podría pasar por un lugar que corten brazos, pero no conozco. Es
terrible. ¿Para qué quiero los brazos que no podré usar al
abrazarte? Es más, el verbo abrazar pierde sentido. Si nos
encendíamos al abrazarnos, ¿qué quedaría de nosotros sin el
calor? Algo así te pregunté, creo, el día que me dejaste en el
andén, mirando las ruedas del tren para cortarme en dos, cosa de la
que desistí porque sería doble mi dolor de no tenerte. Decía del
diálogo
—¿Qué quedará sin nuestro calor?
—Amor, no sé. Esto es necesario
—dijiste—. Nos acostumbraremos, supongo.
—No subas así los hombros. Parece
que no te doliera.
—Es cierto, no me duelen los hombros
—reíste.
—¿Me dejás en el andén y pensás
en tus hombros? ¿Justo ahora que tomarás el primer tren después
del 909 me dejás con esa sensación?
—Hace tiempo debimos tomar este tren
nosotros dos. Pero algo te lo impidió y nunca lo supe.
—Lo que yo no sabía —le dije—
tampoco lo sabrás ahora. ¿Quedará para algo el calor de mis brazos
si no te abrazo?
—Eso es lo que nos separa, amor. No
nos separa ningún espanto, nos queremos, nos amamos, e igual nos
separamos —dijiste.
—¿Pero por qué? —dijeron mis
manos, mis brazos, locos de entrar en tanto llanto.
Nadie oyó el desesperado clamor de las
extremidades; ni yo, acostumbrado como estoy a escuchar tantas cosas
diminutas y, sin embargo, tan aturdido estaba que dejé pasar ese
momento y desde entonces ellos quieren separarse de mí.
El tren huyó con ella. Lo miré, como
dije, con la perspectiva de un suicida que quisiera ser cortado, pero
ni la opción sagital ni la transversa me convencieron; ya, para
cuando tomé la decisión, afortunadamente, el primer tren después
del 909 se había ido, como siempre, con destino a las nieblas y los
paisajes desesperados. Los ideales para nuestro amor: pero ahora ella
iba sola. Como un reflejo incorrecto, comencé a correr tras el tren
que se perdía, probablemente, en la primera curva. No me dejaron
bajar del andén.
Una actitud que rechacé enfáticamente
pero ante la decisión de esos señores acepté resignarme a cortarme
en dos con otro tren aunque luego reflexioné que no sería lo mismo.
Era ese el tren justo y lo había perdido, como hacía tiempo había
perdido el otro, pero con ella. Al menos viajamos en otro tren a la
isla del paisaje de la neblina y el horizonte desesperado.
¡Caramba, si habremos discutido sobre
eso! Y no llevo nada en esta situación. Me dejó, llorando un tren
que en este momento no sé si existe.
Quise esperar a que regresaras. Esperé
durante días y noches. Calor, escarcha, lluvia, viento norte, lo que
pidas yo aguanté mientras esperaba. Iba a las paradas de las putas
para tomar notas de sus epítetos y sus propuestas, fui a tomar café
al bar de los taxistas para aprenderme todas las calles con sus
problemas y desgracias, acústicas mal construidas y baches
legendarios, pero nada sirvió para no esperarte. Nada te esperaba,
todo quería que estuvieras ahí, ya, en ese instante. Sólo tu
ausencia me convenció de que no estabas.
—¿Querés estar conmigo? —tu voz
me decía las mil y una cosas que hubiera querido oír, a pesar de
ser la del telefonito monstruoso.
—¡Claro! —exclamé casi en un
grito.
—Veníte al andén, estoy por tomar
el primero que salga después del 909.
—¿El 9-0-9? ¡No llego! Esperame
más. ¡Que sea el segundo!
—Espero que llegues —dijiste casi
sin escucharme—. Hoy te necesito más que nunca; el tren no espera:
no puede esperarte.
Mis brazos se hicieron ruedas de una
bicicleta gigante, mis piernas bielas de locomotoras de vapor de
volcanes explosivos, me puse en la cabeza un casco de vuelo para
llegar en el globo que construían mis ojos mientras crecían con
estrépito rompiendo mis lentes y mis pupilas. Crecí hasta ser el
globo que me llevaría a tu andén. Yo sabía todo sobre el tren, no
lo perdería. Bajo ningún aspecto lo perdería. No podría perder un
mero tren con todo el equipo de traslado que tenía. Sólo me faltaba
un avión, entonces hice con mis brazos las alas de un avión y volé,
juro que volé en el colectivo que me llevaba a la estación de donde
salían los trenes que partían después del 909. Y sin embargo, lo
perdí. Cuando llegué vi el furgón de cola, sonriendo casi como a
sabiendas de hacer una travesura. Decía: “primero después del
9-0-9”. Miré el horario. Habías protestado que la locomotora
partiese anticipada pero no pudiste evitarlo. Tu condición de
conocedora de la red ferroviaria no impidió que la ciudad me jugara
una mala pasada al hacer que el bus se detuviera en un lugar para que
compráramos los anteojos que se necesitan para ver a la persona
amada, cosa que no hice, porque te veo sin necesidad de ellos. Ahora,
aunque me compre uno más que cien, tampoco la veré, porque sé que
sos mi persona amada y que nunca más te veré.
—¿Por qué no llegaste? — ahora
llamabas desde la tercera estación después del largo silencio del
adiós que no pudimos darnos.
—Te llegué a ver, pero partiste
antes. Y me morí otro poco.
—No te quiero si mueres.
—No sé qué hacer para vivir. Tengo
apego por la vida acompañándote, no puedo seguirte a esa velocidad
de tren que tenés.
—¿Te parece que partí antes? No
tengo un horario más que para esperarte. Hoy no parto. Vení.
Fui. Llegué antes. Ella aún no me
esperaba y leía la espuma en el café, los caminos de los caracoles
en las plantas del andén. Las pelusas que brillan en los geranios al
Sol le decían cosas, según ella, que yo no me atrevía a creer ni a
refutar. Levantó la vista y sonrió cerrando un poco los ojos para
hacerme vibrar de alegría. Alegría. Cuando la veía todo era
alegría. Alegría en mis brazos y piernas, en toda la longitud de
las piernas, desde mi sexo a los dedos, uno por uno, que me los
hubiera cortado por besarle una uña y ella se hubiera cortado el
pelo para verme llorar en el centro del ojo.
La vi y no dije nada. Ella me vio y no
dijo nada. Me mandó un beso frunciendo sus labios. Me amaba. Pero
esa vez me dijo que no quería seguir conmigo. Y yo dije que sí,
porque nunca pude decirle que no. Y me dijo que me seguía amando,
cosa a la que asentí, porque yo amaba a esa mujer con los ojos
fruncidos, que me había mandado un beso y que partió días atrás
en un tren que se marchó antes aunque ella quiso detenerlo. “Pero
el tren está más allá de nuestras voluntades”, creo que dijo. O
tal vez lo dejó en un mensaje en mi telefonito.
Sé que tus palabras son siempre las
últimas palabras si dicen ser las últimas palabras, por eso tomé a
mi vez un tren, creo que el quinto después del 9-0-9, el que llega a
la laguna gigante de los pájaros. Allí vi que las garzas seguían
volando como antes de que me dijeras de separarnos. Vi que los
chajáes tenían que seguir desde lejos a los ñandúes y que los
chimangos se comían murciélagos pensando que eran aves, seguramente
porque nadie les enseñó que no vuelan por ser aves sino porque
comen insectos voladores. Y me quedé todas las horas que hubiera
podido estar mirándote y fue entonces que mis brazos comenzaron a
cosquillearme y a pedirme que los suelte de mi prisión porque,
meditaron correctamente, ella (lo decían por vos) tal vez te olvidó,
pero a vos, no a nosotros. No quiere verte a vos, pero sí a
nosotros. Así que todo mi cuerpo interpretó, mientras yo veía
navegar dos familias de patos, que a quien vos no querías era a mí,
no a todos mis órganos. Confieso que quise abordar un bote y
perderme en la laguna infinita, porque tenía una tristeza que se
parecía a la laguna. No sé cómo explicártelo; sé que no lo
lograría. Tendría que traerte hasta acá.
Al atardecer descubrí que había
pasado el último tren, que no habría otro hasta el día siguiente y
nadie en el pueblo de la laguna me ofreció su certeza de que habría
un día siguiente. Así que fui comiendo lo que conseguía a medida
que se acercaba el día siguiente.
Y como hubo día siguiente, regresé.
Te busqué en el andén. Estabas sola. Tan sola que me diste más
amor. Te amé en silencio mientras estabas por ahí amándome en
silencio vos también. El tren se retrasó. Nunca se retrasa. Miraste
por encima de tu hombro y para atrás. Nos vimos y el Sol no frunció
ninguno de tus ojos, porque estaba detrás de vos. Tragué un poco de
mis certezas. Tal vez las últimas palabras no son siempre las
últimas palabras que uno quiere decir. Ella me mira, me sonríe.
Estamos en el andén del tren que se retrasa. Mis labios se
ensanchan, mis brazos extienden el abrazo para abrazarte a los tuyos.
Cuando estamos más cerca culpo a los
brazos, a mis brazos, pero vos decís
—Mentiroso —con vos dulce— ¡para
qué crees que me quedé con tus brazos!
Y ahí recién caí en la cuenta de que
sus brazos no eran los de ella sino los míos y que los míos no eran
los míos sino los de ella. El primer tren después del 909 partió
esta vez a horario y estábamos en él los dos, brazo con brazo,
abrazados.
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