domingo, 22 de septiembre de 2013

Ellos están allí - Daniel Frini


Sé que están allí. Nunca saldré de esta cocina maldita.
¿Cuántas veces me dije «Sos un hombre grande, no podés creer en esas cosas»? Tengo cincuenta y cinco años, una esposa, dos hijos y cuatro nietos. No puedo ―no admito― estar pasando por esto. 
Cuando mis hijos, Alejandro y Verónica, eran niños, le temían a la oscuridad. Mi esposa los dejaba dormir con la luz encendida; y yo la sermoneaba:
―¡Dale! ¿Sabés lo que vamos a pagar de luz cuando venga la factura? ¡No los malcríes, caramba!
Pero ella me miraba, suplicante; y luego dirigía la vista a nuestros hijos dormidos; y, con ternura, me decía:
―Miralos, Alberto ¡Se ven tan indefensos! Van a tener miedo si se despiertan y se encuentran a oscuras. Sé comprensivo. Tené un poco de compasión…
―¡Dejate de joder! ¡No hay nada a que temerle; y a nosotros no nos sobra la plata! Afuera luz y a otra cosa.
―Alberto…―intentaba convencerme.
―Basta, mujer ―decía yo mientras accionaba el interruptor ―. La luz se apaga. A la larga o a la corta se acostumbrarán; y por nuestros bolsillos, más vale que sea temprano.
¡Qué daría ahora por tener una luz encendida! 
Viene a mi memoria un episodio que parecía borrado adrede: el de Verónica gimiendo en la negrura de su cuarto cierta vez que, en la madrugada, pasé frente a la puerta de su habitación rumbo al baño; y recuerdo mi sonrisa sardónica ¡Me arrepiento tanto! Quisiera poder entrar en su cuarto, acostarme a su lado y abrazarla, y pedirle que me proteja ¡Que ella me proteja a mí! Dios mío, por favor, haz que ellos se vayan.
Diez días atrás dieron su primera señal, de manera violenta. Fue la noche de la última tormenta. Nuestra perra, Dulce, acostumbraba dormir afuera, en el patio de casa;  pero cuando arreciaban relámpagos y truenos se desesperaba, aullaba de terror y rasgaba la puerta de nuestra cocina hasta que, algunas veces, le sangraban las patas. Esa noche, conscientes de lo que se avecinaba, la hicimos entrar y dispusimos un trapo para ella en la parte superior de la escalera que lleva al sótano. Más tarde, cuando la tormenta desató su furia, la oímos gemir y chillar entre la furia del viento y el traqueteo del agua en los ventanales. Alguna puerta golpeó en la planta baja al cerrarse de repente, y alguna otra dejó escapar, durante un buen rato, un chirrido agudo de bisagras secas (con la incongruencia de los pensamientos inoportunos, recuerdo ahora, mientras me orino de miedo, que después olvidé aceitarla). Pasada la media noche, el temporal perdió vehemencia y dejamos de oír los lamentos de Dulce. La supusimos, por fin, dormida. Sin embargo, a la mañana siguiente, temprano, me despertó un grito de mi mujer llamándome desde la planta baja:
―¡Alberto! ¡Vení por Dios! ¡Bajá rápido!
Nuestra perra yacía en medio de un charco de su propia sangre, junto a la puerta del sótano, en la base de la escalera, con su cuello abierto de oreja a oreja. En medio de nuestro estupor imaginamos cien explicaciones distintas y nos hicimos mil preguntas: ¿Había entrado alguien? ¿un ladrón, un animal? ¿Faltaba alguna cosa de nuestro hogar? ¿no? Al final, decidimos e intentamos convencernos de que, quizá, el viento abrió la puerta del sótano y la perra, aterrada y huyendo del estruendo de los truenos decidió refugiarse, sin prestar atención a la escalera, cayó y, tal vez, rozó alguna saliente de la pared con cierto filo, que cercenó su garganta. Aún cuando revisé todo una y otra vez, no encontré ninguna otra cosa extraña y, ante la posibilidad de que hubiese entrado alguien por algún inhallable resquicio del sótano, cerré y clausuré la puerta ¡Iluso de mi! Ahora sé que fueron ellos.
Debería haber prestado más atención a los otros indicios: ramas rotas en los árboles alrededor de la pileta, en el patio; flores cortadas y plantas arrancadas de los canteros del jardín, una horquilla que dejé apoyada en la pared que pareció tirada en el césped… 
Sin embargo, todo se desencadenó anoche: Alejandro y su esposa nos dejaron a sus hijos Claudito, César y la pequeña Beatriz a dormir en casa. Creo recordar que hablaron sobre una cena en casa de los jefes de Sandra, nuestra nuera. Los varones estaban en el living viendo algún programa para niños en la televisión, y mi esposa había acostado a Beatriz, que sólo tiene un año, en la habitación de la planta alta, que solía ser de su padre. Me desespero, ahora, al recordar que le insistí a mi esposa en que apagase la luz del cuarto. Siento un nudo de angustia en la garganta cuando imagino lo que podría haber pasado si yo no hubiese subido a buscar mi libro, para leer un rato mientras tomaba una taza de té, antes de acostar a mis nietos. Caminé por el pasillo rumbo a mi habitación, cuando al pasar frente al cuarto en el que dormía Beatriz, percibí el movimiento de una sombra. Fue como esas veces en que uno cree ver algo con el rabillo del ojo, pero cuando enfoca la mirada se encuentra con que no hay nada. Por las dudas, entré a revisar, despreocupado. La garra me golpeó de lleno en el rostro.
Pareció salir de la nada. No hubo ruido. Solo una explosión muda de pelos estallando en mi cara y tirándome al piso, fuera de la habitación. La puerta intentó cerrarse con fuerza, pero mi pierna había quedado entre ella y el marco. El dolor fue punzante e intenso y fue acompañado por una inyección de adrenalina ¡Mi nieta en el cuarto, con una bestia que intentaba secuestrarla! A sabiendas de que mi pierna bloqueando la puerta era la única garantía para la niña, me incorporé, grité con furia, y entré a la habitación oscura. Con el tenue rayo de luz vi a la abominación inclinada sobre la cama de mi Beatriz, y me abalancé sobre ella. Oía llorar a la niña. Algo me empujó hacia un costado: ¡eran dos! Por fortuna impacté en la pared cerca de la puerta. Instintivamente, dirigí mi brazo hacia el interruptor cercano y encendí la luz: no había nadie, además de mi nieta y yo.
Entendí todo de repente. Mi esposa subía las escaleras, alertada por el alboroto y  mis gritos. Corrí a su encuentro a la vez que encendía las luces a mi paso: gritando:
―¡Fuego, fuego! ¡Sacá a los chicos de casa, que yo llevo a Beatriz!
Ella bajó a la carrera, ―tomó a los niños y salió a la calle. Apenas trasnpuso la puerta, la cerré con llave y me dediqué, meticulosamente, a trabar todas las ventanas y puertas con los muebles. Al menos, ellos quedaron fuera y a salvo de todo. 
Encendí todas las luces y me acurruqué, abrazando a mi nieta, en el piso de la cocina. Desde afuera, mi mujer gritaba y lloraba, Claudito y César también. Escuché cómo, primero, venían vecinos y curiosos, más tarde la policía (uno de ellos me hablaba a través de un megáfono), luego mis hijos y mi nuera, en medio de una crisis de nervios, suplicándome que abriese las puertas y dejase salir a Beatriz; más tarde alguien llamado Roberto que dijo ser psicólogo y negociador. No hablé en ningún momento, absolutamente consciente de la necesidad de reservar energía para pelear con ellos 
¡No van a hacerle daño a mi nieta!
Con las horas, la policía cortó el cable de la televisión, luego el gas y, finalmente, la luz. La oscuridad volvió y falta mucho para la mañana.
Dios mío, haz que se vayan.
Sé que están allí, y en cualquier momento van a entrar para llevarse a la niña. 
Me repito, como un mantra, «No existen. No existen. Los monstruos no existen.» Pero allí están sus leves sombras para contradecirme.
Sé que quieren llevársela. Pero no la tendrán. En cualquier momento entrarán y van a llevarse una sorpresa. No les daré tiempo a que desaparezcan.
Cuando estén cerca, con un leve movimiento de mis dedos activaré el encendedor y los quemaré con los veinte litros de gasolina que vertí alrededor mío y de la niña, en el piso de la cocina. 

Acerca del autor: 
Daniel Frini

lunes, 22 de julio de 2013

Palermo Viejo - Mario Farber


Pedro deambula por las calles de Palermo. Acostumbra hacerlo cuando se le presenta un problema, y lo hace convencido de que caminar ayuda a pensar. Tiene que tomar una decisión y es de las más difíciles que le han tocado en la vida.
De pronto se detiene a mirar a un abuelo que arroja al aire a su nieto y lo agarra inmediatamente. El chico ríe a carcajadas. Pedro se conmueve viendo disfrutar al anciano y no sigue su camino hasta que el viejo toma a la criatura en brazos y se va. Después de dar algunas vueltas aspirando el verde del Jardín Japonés, toma la avenida Sarmiento. Un taxi tras otro marcha hacia plaza Italia. Uno de los taxistas disminuye la velocidad y mira a Pedro como a un potencial pasajero mientras le señala el cartel encendido de “Libre”. Pero el viento suave de septiembre es lo suficientemente persuasivo como para hacer que Pedro siga caminando. “Total, no tengo ningún apuro en llegar”, piensa. La verdad es que no tiene ganas de llegar adonde va. Delante de él, y con el mismo paso lento, camina una pareja tomada de la mano. El muchacho, con pantalón gris y saco azul, y la chica, con camisa blanca y pollera tableada azul. Están disfrutando juntos de un adelanto del Día del Estudiante en lugar de aburrirse en clase, y por separado.
Llega a plaza Italia y cruza la avenida Santa Fe. Si esta mañana quiere olvidarse de algunas cosas, el cartel que indica el nombre de la calle Thames no se lo permite. Sobre Thames su padre había tenido un taller de confecciones. El olor de las piezas de género lo sigue por la avenida Santa Fe hasta que dobla en la primera esquina. Esta calle ahora se llama Jorge Luis Borges. Baja diez cuadras, sin contarlas, para encontrarse con Julio Cortázar, una plaza tan rejuvenecida como la gente que pasea por ahí. Los restaurantes que rodean la placita y que ahora están de última moda eran casas tipo chorizo donde funcionaban talleres de confección. En uno de esos talleres trabajaba Eva. Pedro se ve a sí mismo cuando era adolescente cruzando la vieja placita con una caja de botones en la mano. Le lleva el paquete a Eva por pedido de su padre. Aquella mujer había dejado una marca indeleble en su vida. Aunque ella lo duplicaba en edad se convirtió primero en su amiga, después en confidente y por último en su primera amante. Pedro cruza la plaza llena de recuerdos y la calle Borges vuelve a ser Serrano, como había sido siempre, como había sido antes de que Pedro abandonara el barrio y la ciudad. 
Después de caminar tres cuadras por Serrano, llega a donde iba. Se lo indica un enorme cartel con la palabra Serranía sobre el edificio, que no existía cuando era un adolescente. Toca el único botón del portero eléctrico y una mujer rubia, alta y muy bien vestida abre la puerta.
—Soy Alicia, mucho gusto —dice la elegante mujer.
—El gusto es mío —replica Pedro extendiendo su mano.
Aunque ya habían hablado por teléfono, en este momento se encuentran personalmente por primera vez. Como ella está acostumbrada a mostrar las comodidades del edificio a los familiares de los potenciales huéspedes, sabe que es mejor empezar por los pisos de arriba. Allí están alojados los residentes con mejor estado de salud, sobre todo los que tienen autonomía. Como Alicia quiere que la primera impresión sea la mejor, lleva a Pedro al salón de entretenimientos. Ahí hay una docena de mesas, todas ocupadas. Dos mujeres comparten una de ellas pero el resto tiene un solo ocupante. Pedro mira y asiente con la cabeza mientras trata de sondear en sí mismo por qué un grupo de ancianos en un salón le produce una sensación opuesta a la que le había producido el anciano al que vio en Palermo con su nieto hacia unos minutos. Alicia, intuyendo una vacilación de Pedro, se apura en comentar que por las noches este mismo salón se colma de gente jugando al bingo. Cruza el pasillo indicando el camino y abre la puerta de otro salón, esta vez lleno de aparatos: bicicletas fijas, cintas para correr y colchonetas en el piso. Las paredes tienen espejos y en uno de los rincones cuelga un televisor. La mujer se esmera en mostrar lo nuevos que son los aparatos y dar detalles de su funcionamiento, pero Pedro la interrumpe con una pregunta.
—¿Por qué no hay nadie en el gimnasio?
—Es que a la mayoría le gusta dormir hasta tarde —explica ella mostrando el camino al ascensor. A Pedro no le resulta convincente que ella justifique la ausencia total de personas entrenando por lo temprano de la hora; los ancianos no duermen demasiado. Pero Alicia no parece registrar el desliz y sigue con su rutina—. Este es el área de descanso —indica cuando llegan a otro piso—. Hay uno solo dormitorio disponible —aclara mientras abre la puerta que está en el fondo del pasillo. Es una habitación preparada para recibir familiares de potenciales residentes. La mujer entra con confianza al lugar donde ella misma se encargó de los detalles. Sobre la mesita de luz hay un portarretratos con la foto de una pareja joven, la mujer sostiene a un bebé en sus brazos. Parecen ser los hijos de quien fuera huésped de esa habitación. Al lado de la foto hay un libro y anteojos de lectura. Pedro toma el libro y lee en voz alta:
—Cómo vivir mejor, de Claudio María Domínguez —y agrega con tono reflexivo—: parece que alguien vive en este cuarto. Alicia le contesta solamente con una sonrisa, pero ella sabe muy bien la mala impresión que causa una habitación sin vida. Justamente por eso decora así los cuartos vacíos.
El ascensor los lleva a la realidad de la planta baja, cuanto más cerca de la salida a la calle más real. Allí no hay gimnasio sino una sala de terapia intensiva que Alicia nombra con un eufemismo: “de cuidados intensivos”. Por el estado del paciente que va a traer Pedro, se ve obligada a mostrar ese lugar pero no quiere hacerlo por respeto a quienes lo ocupan. Se adelanta unos pasos, abre apenas la puerta y mete la cabeza para espiar que pasa ahí. Por suerte, piensa, están todos durmiendo. Invita a Pedro a seguirla mientras se lleva el dedo índice a los labios.
En una de las camas un hombre de cara alargada duerme apaciblemente. Cuando Alicia llegó al trabajo, la enfermera le informó que ese paciente, otra vez, había pasado la noche pidiendo plata a los gritos. Cree que la familia lo abandonó en la indigencia. La enfermera le había dado un billete de dos pesos, él lo dobló prolijamente, lo escondió en el forro de la almohada y se calmó. Esta hilera de camas está separada de otra por una cortina celeste. Del otro lado de la cortina hay varias camas vacías, pero una sola está deshecha. Esa cama es la de una señora de ochenta años que había llegado del Hospital Italiano, tras una fallida operación de cadera. Nunca más pudo caminar, ni siquiera sentarse. Al estar acostada todo el tiempo corre el riesgo de producir escaras en la espalda. Todo el personal de cuidados intensivos sabe lo delicado del caso.
Pedro sigue a Alicia, que sale disparada de la sala como si se hubiera olvidado de él. En la habitación contigua encuentran a la señora en una camilla reprimiendo el dolor, mordiéndose los labios. Dándole la espalda a la sufrida anciana, la médica de guardia le está mostrando a una enfermera unas botas de cuero que acaba de comprar. Alicia clava la mirada en la joven médica, que como respuesta se encoge de hombros.
—Ya no hay nada que podamos hacer —le susurra—. Estamos esperando la ambulancia que la va a llevar al Italiano, de donde seguramente no va a volver. Hizo una septicemia —concluye secamente la doctora.
—¿No había que rotar todo el tiempo el cuerpo de esta señora? —Alicia respira hondo después de hacer la pregunta.
—Sí, pero yo no puedo estar aquí todo el tiempo —rebate la médica todavía con una bota en la mano. Alicia no le responde, da media vuelta y sale del lugar escoltada por Pedro, quien la sigue hasta su oficina. Se sientan uno de cada lado del escritorio, sobre el que hay solamente un papel: el formulario de admisión.


La ambulancia avanza por Serrano hasta rodear la plaza Julio Cortázar para tomar Thames. A los jóvenes que están almorzando en los reciclados restaurantes de moda les inquieta por un segundo la sirena. Ese sonido no sorprende a nadie en la avenida Corrientes y menos en Pringles donde doblan todos los que van al Hospital Italiano.
—¿Vendrá por mí? —se pregunta un hombre sentado en su cama, mientras mira por la ventana como dos enfermeros trasladan la camilla recién llegada.
Una enfermera interrumpe esos interrogantes al entrar con la bandeja del almuerzo. Le acerca una cuchara a la boca, pero el paciente la rechaza con gemidos y usando la mano izquierda, la única que puede mover. Había estado unos minutos dentro de una niebla, durmió por veinte días y solamente una mitad de él despertó. No puede hablar pero entiende y recuerda todo. Se siente prisionero dentro de un cuerpo que no responde más a sus órdenes. Apenas puede manotear la cuchara para demostrar que todavía puede comer solo. Quiere irse a su casa, pero nadie lo escucha porque no le salen las palabras enteras, solo sílabas sueltas. Piensa que en su casa, entre sus cosa, va a poder hilvanarlas mejor. “¿Dónde está mi hijo?” Se pregunta mientras le chorrea sopa de la boca al mentón y le arranca la servilleta a la enfermera. “Si en lugar de llevarme a mi casa me lleva a otro lado, dejo de comer para siempre”. Piensa, afligido, por no poder habérselo dicho a Pedro… por no poder hablar. 

viernes, 4 de enero de 2013

La mujer que cantaba - Daniel Frini


Ocurrió cuando el Mandato Celeste bendecía a Shun Zhi, el segundo emperador Quing. 
Más allá de la Gran Muralla, y antes de llegar a las tierras manchúes de los ancestros del Hijo del Cielo, en la provincia de Kansu y en el desierto de Badnjinlin vivía Xiao Chen Sying, la Estrella del Amanecer. 
Por esos años, Sying era apenas una jovencita que habitaba junto a sus padres, míseros agricultores, una franja angosta de tierra, en la orilla meridional de uno de los Lagos Misteriosos. Apenas lograban subsistir, a base del poco maíz o trigo que podían arrancarle al suelo, y de la crianza de cinco o seis cabras. Vivían en una yurta que tenía más de choza o de cueva que de casa; a incontables días de viaje de cualquiera de los Cuatro Caminos del Emperador.
La familia era inculta y temían a los espíritus de la arena; que, según decían los shunshis, no soportaban la alegría del canto de las mujeres. Entonces, Xiao Chen cantaba. Y su voz era un milagro. 
Sus canciones volaban entre las dunas altísimas; y el eco rebotaba en la arena quieta y congelada del invierno, en las paredes de piedra de las altas montañas o en la superficie queda de los lagos. El desierto devolvía las mismas y hermosísimas canciones de Xiao Chen, días o semanas después de que ella las cantase. 
Eran los primeros días del Descenso de la Escarcha del año del Gato; y un guwai, mercader venido desde Ashkhabad en viaje a Loyang en busca de seda, perdió el camino luego de atravesar las montañas Tian. Mientras afrontaba un sinfín de penurias ―el acoso de ladrones nómades que diezmaron su caravana en gentes y bienes, el desconocimiento de los dialectos de los pueblos que encontraron, la falta de mapas y las puñaladas del hambre y el frío―, llegó a los bordes del desierto y acampó a orillas de una laguna. Una noche fría y de viento escaso, un vigía lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El guwai conocía, de los labios de un viejo contador de historias, que una duna dorada en el desierto del Tenggeli sonaba como campana cuando soplaba el viento frio del norte, pero esto era diferente: era una hermosa, dulce y embriagante canción de cuna, más bella y límpida que cualquier otra que hubiesen escuchado nunca los hombres de su caravana. En un momento, la voz parecía venir de muy cerca, al oriente y todos buscaban a alguien que se acercase, cantando, desde allí. Un segundo después, la canción sonaba lejos hacia occidente y la voz se callaba de a ratos; para renacer, otra vez, llegando desde la mismísima laguna. Sin embargo, nadie le temía, puesto que algo tan maravilloso sólo podía ser regalo de dioses y no engaño de los demonios. 
La voz los visitó varias veces, de día o de noche. Les traía historias en palabras que desconocían, pero que los hacía llorar recordando las familias queridas y los sabores lejanos; o reir, pintándoles aromas de primavera y de aventuras de niños. Algunas veces, las canciones eran alegres e invitaban al baile. Otras eran suaves, casi tristes y llevaban añoranzas que dolían. Unos días después, el guwai siguió viaje.
Mediando el Despertar de los Insectos del siguiente año del Dragón, la caravana entró en la provincia de Shanxi, gobernada, entonces, por Zheng Shikai, Señor de la Guerra, antiguo súbdito de los depuestos Ming, y ahora, su más ferviente exterminador. El guwai fue detenido, acusado de espionaje. Lo que quedaba de sus mercancías y animales fueron decomisados. Los hombres comenzaron a ser torturados en busca de informes sobre el enemigo. Uno de ellos, con la esperanza de salvar su vida, contó a los hombres de Zheng que en el viaje que acababan de hacer, en un desierto que estaba hacia occidente y hacia el norte, habían escuchado cantar a una joven; y su voz era capaz de acallar el piar de los pájaros o aquietar los vapores del dragón; y que al oir sus canciones de cuna los ejércitos se dormían. El Señor de la Guerra vislumbró un arma letal y un adecuado presente para el Emperador. Todos los hombres de la caravana, incluso el guwai, fueron interrogados en busca de más precisiones; y luego asesinados. 
Zheng envió al general Shen Li y a sus quinientos mejores hombres en busca de la mujer que cantaba. 
Así nació el Ejército de los Quinientos, y la Expedición. 
Suiguieron los años de la Serpiente, el Caballo y la Oveja; y los soldados iban de un desierto a otro, desgastándose y sin noticias en su búsqueda. Fueron al Taklimakan y al Kumtag, recorrieron el Lop Nor, atravesaron el Badnjinlin dos o tres veces e, incluso, llegaron hasta Zungaria. Decidieron volver hacia el sur, hacia el Mu Us y pasaron, una vez más, por el desierto en el que vivía Xiao Chen. Eran los días de la Germinación del Cereal del año del Mono y acamparon en una laguna similar a la que habían descripto los hombres del mercader. Y esa noche, la oyeron.
Los Quinientos lloraron con una canción que les hablaba de su madre anciana y rieron con otra que les contaba las aventuras de un camello loco. El único que permaneció inmutable, fue Shen Li. La voz venía desde no muy lejos al norte, cruzando la laguna. Ordenó a sus hombres que levantasen el campamento de inmediato, y encontrasen a la mujer. El ruido de los Quinientos marchando, calló la voz.
Después de un día de camino, El general ordenó un nuevo alto y el más absoluto silencio. Ahora la canción sonaba, lejana, hacia occidente. Otra vez la marcha, sin descanso y un nuevo alto que duró varios días hasta que escucharon otra canción, pero ahora desde el sur. 
Así pasó ese año, y el del Gallo, el del Lobo y el del Jabalí. Algunos de los Quinientos fueron muriendo y Shen Li los reemplazó con levas que hizo entre las gentes que encontraron a su paso. Fue otra vez el año del Gato y el orgulloso ejército se tranformó en una horda exasperada que arrasó aldeas en busca de información, primero, y por el simple saqueo, después. Cada cierto tiempo, escuhaban la voz que cantaba, cerca o lejos, a derecha o izquierda, tras las dunas o en el valle próximo. Shen Li y los suyos partían tras ella de inmediato, pero jamás la encontraron.
Hubo otro año del Gato y los Quinientos no eran más de cien, andrajosos, preocupados por llevar las riquezas de tantos años de rapiña, y no desertaban más que por el temor a la ira de su general, que era al único que le interesaba, aún, escontrar a la dueña de la hermosa voz. 
Más o menos una vez cada luna, oían cantar a Xiao Chen
Eventualmente, pasaron a la vista de las tierras que ella había habitado. Eran, ahora, un páramo con rastros apenas visibles de algún viejo asentamiento. Nadie, siquiera, miró las ruinas. 
La mujer que cantaba había sido dada en matrimonio a un hombre de la lejana Kashi en los tiempos del comienzo de la Expedición; y había muerto, hacía muchos años, al dar a luz a su primer hijo.
Cerca del amanecer de un día cercano al Solsticio de Invierno de un año del Tigre, Shen Li, casi ciego, oyó una canción que hablaba de gloriosos ejércitos con armaduras brillantes y banderas de seda, del honor del combate y la lealtad del enemigo; del filo de la espada, la punta de la lanza y la belleza de la flecha en el aire. Entonces, lloró. Vistió lo que imaginó eran sus mejores ropas de guerra y caminó hacia el sol, hacia la voz de Xiao Chen.
El Badnjinlin se tragó a los Quinientos. Nunca más, alguien supo algo de ellos.
Unos siete u ocho años después de la Segunda Guerra del Opio, un rico gentleman inglés con aspiraciones de arqueólogo, se internó en el desierto acicateado por leyendas populares, en busca de antiquísimas ciudades en ruinas que, por supuesto, no encontró. Sin embargo, a orillas de una pequeña laguna salada sus porteadores desenterraron algunos huesos de camellos. A falta de nada mejor que hacer, el caballero ordenó un alto, acampó y se dedicó durante tres días a estudiar esos huesos. Para su sorpresa, encontró dos alforjas llenas de piezas de porcelana, algunas telas raídas, una estatuilla, no más alta que un pulgar, de un Buda de oro; y dos vasos de plata impura; junto a tres esqueletos humanos que parecían de soldados. Las pocas armas y unas monedas sueltas le permitieron aventurar que esos cadáveres tenían más de doscientos años. 
La noche antes de partir, fría y de viento escaso, un porteador lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El inglés no le dio importancia.

Acerca del autor:
Daniel Frini