viernes, 4 de enero de 2013

La mujer que cantaba - Daniel Frini


Ocurrió cuando el Mandato Celeste bendecía a Shun Zhi, el segundo emperador Quing. 
Más allá de la Gran Muralla, y antes de llegar a las tierras manchúes de los ancestros del Hijo del Cielo, en la provincia de Kansu y en el desierto de Badnjinlin vivía Xiao Chen Sying, la Estrella del Amanecer. 
Por esos años, Sying era apenas una jovencita que habitaba junto a sus padres, míseros agricultores, una franja angosta de tierra, en la orilla meridional de uno de los Lagos Misteriosos. Apenas lograban subsistir, a base del poco maíz o trigo que podían arrancarle al suelo, y de la crianza de cinco o seis cabras. Vivían en una yurta que tenía más de choza o de cueva que de casa; a incontables días de viaje de cualquiera de los Cuatro Caminos del Emperador.
La familia era inculta y temían a los espíritus de la arena; que, según decían los shunshis, no soportaban la alegría del canto de las mujeres. Entonces, Xiao Chen cantaba. Y su voz era un milagro. 
Sus canciones volaban entre las dunas altísimas; y el eco rebotaba en la arena quieta y congelada del invierno, en las paredes de piedra de las altas montañas o en la superficie queda de los lagos. El desierto devolvía las mismas y hermosísimas canciones de Xiao Chen, días o semanas después de que ella las cantase. 
Eran los primeros días del Descenso de la Escarcha del año del Gato; y un guwai, mercader venido desde Ashkhabad en viaje a Loyang en busca de seda, perdió el camino luego de atravesar las montañas Tian. Mientras afrontaba un sinfín de penurias ―el acoso de ladrones nómades que diezmaron su caravana en gentes y bienes, el desconocimiento de los dialectos de los pueblos que encontraron, la falta de mapas y las puñaladas del hambre y el frío―, llegó a los bordes del desierto y acampó a orillas de una laguna. Una noche fría y de viento escaso, un vigía lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El guwai conocía, de los labios de un viejo contador de historias, que una duna dorada en el desierto del Tenggeli sonaba como campana cuando soplaba el viento frio del norte, pero esto era diferente: era una hermosa, dulce y embriagante canción de cuna, más bella y límpida que cualquier otra que hubiesen escuchado nunca los hombres de su caravana. En un momento, la voz parecía venir de muy cerca, al oriente y todos buscaban a alguien que se acercase, cantando, desde allí. Un segundo después, la canción sonaba lejos hacia occidente y la voz se callaba de a ratos; para renacer, otra vez, llegando desde la mismísima laguna. Sin embargo, nadie le temía, puesto que algo tan maravilloso sólo podía ser regalo de dioses y no engaño de los demonios. 
La voz los visitó varias veces, de día o de noche. Les traía historias en palabras que desconocían, pero que los hacía llorar recordando las familias queridas y los sabores lejanos; o reir, pintándoles aromas de primavera y de aventuras de niños. Algunas veces, las canciones eran alegres e invitaban al baile. Otras eran suaves, casi tristes y llevaban añoranzas que dolían. Unos días después, el guwai siguió viaje.
Mediando el Despertar de los Insectos del siguiente año del Dragón, la caravana entró en la provincia de Shanxi, gobernada, entonces, por Zheng Shikai, Señor de la Guerra, antiguo súbdito de los depuestos Ming, y ahora, su más ferviente exterminador. El guwai fue detenido, acusado de espionaje. Lo que quedaba de sus mercancías y animales fueron decomisados. Los hombres comenzaron a ser torturados en busca de informes sobre el enemigo. Uno de ellos, con la esperanza de salvar su vida, contó a los hombres de Zheng que en el viaje que acababan de hacer, en un desierto que estaba hacia occidente y hacia el norte, habían escuchado cantar a una joven; y su voz era capaz de acallar el piar de los pájaros o aquietar los vapores del dragón; y que al oir sus canciones de cuna los ejércitos se dormían. El Señor de la Guerra vislumbró un arma letal y un adecuado presente para el Emperador. Todos los hombres de la caravana, incluso el guwai, fueron interrogados en busca de más precisiones; y luego asesinados. 
Zheng envió al general Shen Li y a sus quinientos mejores hombres en busca de la mujer que cantaba. 
Así nació el Ejército de los Quinientos, y la Expedición. 
Suiguieron los años de la Serpiente, el Caballo y la Oveja; y los soldados iban de un desierto a otro, desgastándose y sin noticias en su búsqueda. Fueron al Taklimakan y al Kumtag, recorrieron el Lop Nor, atravesaron el Badnjinlin dos o tres veces e, incluso, llegaron hasta Zungaria. Decidieron volver hacia el sur, hacia el Mu Us y pasaron, una vez más, por el desierto en el que vivía Xiao Chen. Eran los días de la Germinación del Cereal del año del Mono y acamparon en una laguna similar a la que habían descripto los hombres del mercader. Y esa noche, la oyeron.
Los Quinientos lloraron con una canción que les hablaba de su madre anciana y rieron con otra que les contaba las aventuras de un camello loco. El único que permaneció inmutable, fue Shen Li. La voz venía desde no muy lejos al norte, cruzando la laguna. Ordenó a sus hombres que levantasen el campamento de inmediato, y encontrasen a la mujer. El ruido de los Quinientos marchando, calló la voz.
Después de un día de camino, El general ordenó un nuevo alto y el más absoluto silencio. Ahora la canción sonaba, lejana, hacia occidente. Otra vez la marcha, sin descanso y un nuevo alto que duró varios días hasta que escucharon otra canción, pero ahora desde el sur. 
Así pasó ese año, y el del Gallo, el del Lobo y el del Jabalí. Algunos de los Quinientos fueron muriendo y Shen Li los reemplazó con levas que hizo entre las gentes que encontraron a su paso. Fue otra vez el año del Gato y el orgulloso ejército se tranformó en una horda exasperada que arrasó aldeas en busca de información, primero, y por el simple saqueo, después. Cada cierto tiempo, escuhaban la voz que cantaba, cerca o lejos, a derecha o izquierda, tras las dunas o en el valle próximo. Shen Li y los suyos partían tras ella de inmediato, pero jamás la encontraron.
Hubo otro año del Gato y los Quinientos no eran más de cien, andrajosos, preocupados por llevar las riquezas de tantos años de rapiña, y no desertaban más que por el temor a la ira de su general, que era al único que le interesaba, aún, escontrar a la dueña de la hermosa voz. 
Más o menos una vez cada luna, oían cantar a Xiao Chen
Eventualmente, pasaron a la vista de las tierras que ella había habitado. Eran, ahora, un páramo con rastros apenas visibles de algún viejo asentamiento. Nadie, siquiera, miró las ruinas. 
La mujer que cantaba había sido dada en matrimonio a un hombre de la lejana Kashi en los tiempos del comienzo de la Expedición; y había muerto, hacía muchos años, al dar a luz a su primer hijo.
Cerca del amanecer de un día cercano al Solsticio de Invierno de un año del Tigre, Shen Li, casi ciego, oyó una canción que hablaba de gloriosos ejércitos con armaduras brillantes y banderas de seda, del honor del combate y la lealtad del enemigo; del filo de la espada, la punta de la lanza y la belleza de la flecha en el aire. Entonces, lloró. Vistió lo que imaginó eran sus mejores ropas de guerra y caminó hacia el sol, hacia la voz de Xiao Chen.
El Badnjinlin se tragó a los Quinientos. Nunca más, alguien supo algo de ellos.
Unos siete u ocho años después de la Segunda Guerra del Opio, un rico gentleman inglés con aspiraciones de arqueólogo, se internó en el desierto acicateado por leyendas populares, en busca de antiquísimas ciudades en ruinas que, por supuesto, no encontró. Sin embargo, a orillas de una pequeña laguna salada sus porteadores desenterraron algunos huesos de camellos. A falta de nada mejor que hacer, el caballero ordenó un alto, acampó y se dedicó durante tres días a estudiar esos huesos. Para su sorpresa, encontró dos alforjas llenas de piezas de porcelana, algunas telas raídas, una estatuilla, no más alta que un pulgar, de un Buda de oro; y dos vasos de plata impura; junto a tres esqueletos humanos que parecían de soldados. Las pocas armas y unas monedas sueltas le permitieron aventurar que esos cadáveres tenían más de doscientos años. 
La noche antes de partir, fría y de viento escaso, un porteador lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El inglés no le dio importancia.

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Daniel Frini