miércoles, 18 de noviembre de 2015

Insólitas derivaciones de un hecho intrascendente – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¡Muy bueno el relato de Jacob Lowenfish relatado por usted! —dijo el profesor Randoval sacando una pipa de brezo de la faltriquera. Pero no la llenó de tabaco ni la encendió porque había abandonado el vicio en 1954—. ¿Ese Jacob Lowenfish es el mismo Jacob Lowenfisch que ahora entretiene a los visitantes de la plaza de Sankt Klaas en Ginebra?
—No —respondió el doctor Gautmanov sin prestarle demasiada atención. Trataba, sin éxito, de resolver el sudoku King de Heriberto Della Paolera, el llamado “japonés irresoluto”.
—Entonces era Saint Martin, en Londres —insistió Randoval—; lo recuerdo perfectamente. Lowenfish estaba lleno hasta acá de gin.
—Ni la una ni la otra —dijo Gautmanov levantando por primera vez la vista en setenta y siete horas—. Ese Lowenfish es el entomólogo checo que recoge escarabajos en la plaza Klamovska de Praga y los vende tostados en un puestito destartalado de Podbelohorska y Klikovky, delante del balcón de la casa de Frantisek Hrubinetsky.
—¡Frantisek Hrubinetsky! ¿Quién lo iba a decir?
—Usted, por lo visto.
—Bueno, fue un tiro al aire. A veces cae una cucaracha, otras un pato. Nunca se sabe...
—Pero me parece que usted sabe más de lo que cuenta, Randoval. ¿No es posible que Jacob Lowenfish sea un bilocador? ¿O incluso un trilocador? Mire al Padre Pío, que aparecía al mismo tiempo en Piazza Navona, el Augarten de Viena y en el Bois de Boulogne.
Randoval se encogió sobre sí mismo, se plegó como una sábana recién centrifugada y estuvo a punto de guardarse en el estante de la ropa de cama, pero se arrepintió a tiempo—. Es que me da no sé qué decirlo. Yo, para tirar un pequeño dato, paseé por un museo extraño en Praga, más extraño aún que uno de lenguas en Viorulia.
—Ya cayó en el lago de las digresiones —comentó Gautmanov mirando el techo pintado por Buonarrotti entre la Sixtina y la cúpula de san Judas, incinerada en la gran fogata de 1789. Pero Randoval hizo caso omiso al comentario de su amigo y socio.
—En ese museo, entre músicas bastante más raras que las del Santoral de Emetrio Dimerio, se muestran los huesos de un Lowenfish que seguramente no es el historiador. También están escritos sus nombres en una baldosa que me hicieron conocer a orillas del arroyo Sampetro, a pocos kilómetros de la casa que usted habita. Si uno enfrenta la baldosa a un espejo esférico, la imagen virtual muestra una mano con el tatuaje Lowenfisch, que parece apócrifo, pero no, ya que tiene una pata de cucaracha que, presumen en el barrio, fuera traída por el mismísimo Gregor Samsa. Lo que no se sabe es si fue el padre o el hijo. Samsa fueron los dos. Así dicen. Y hay algo más. Un rabino Lowenfissh (nótese la diferente grafía en cada caso) que se convirtió, al menos por un tiempo, en sacerdote católico, abogó por no combatir a las cucarachas sin antes someterlas a un interrogatorio literario. En ese barrio, efectivamente, se salvaron muchos literatos, pero no se conoce el número de cucarachas con sabiduría en física y matemáticas que pasaron a ser puré de esperma de cucaracha. Cosas de la vida y la transformación... vea mire.
—Doy fe que usted no miente, Randoval, pero en algo se equivoca. Tengo ante mí las transcripciones de los interrogatorios realizados por Monseñor Lowenfissh a las cucarachas. En ellas (las transcripciones, no las cucarachas) se advierte claramente el carácter herético de los correteos de los blátidos por los zócalos de las viejas mansiones de los cantáridos de Chelyabinsk expulsados en masa de su territorio, en la vertiente oriental de los Urales, por el terremoto de 1931, y emigrados a Buenos Aires gracias a los buenos oficios del príncipe Nikolai Sergueiev Rastrojerovich-Evanolov. Pero nada se dice acerca de que los Samsa eran escarabajos.
—¡Nikolai Sergueiev Rastrojerovich-Evanolov! —exclamó Randoval—. ¡El mismo que le enseñó a un cliente del tío abuelo de un conocido a hacer vodka de granada! El pobre quiso repetir el líquido rojizo pero le estalló la granada y quedó con las dos manos de menos. Ahí es donde entran a tallar las cucarachas del palacio, o los escarabajos, si así lo prefiere. Creo que esta historia la tiene que escribir algún descendiente directo de Lowenfissh o Lowenfisch o Lowenfish...
—Yo creo que esta historia debería ser escrita por nosotros, Randoval. ¿O acaso ignora que yo sé que su abuela pamaterna era Sharfmanovsky y que toda esa rama (florida) de la familia llegó de Bilgoraj, en el voivodato homónimo, el 25 de mayo de 1931? Hagámosle honor a nuestros ancestros; gloria y loor, suponiendo que esa palabra exista y no sea un lamentable cruce de dedos.
—¡No me hable de voivodatos, por favor, que me se aflojan los dientes! En un abrir y cerrar de ojos, en cuanto usted pronunció las mágicas palabras, me encontré en medio de un cuento, mi abuela y yo, de niño, esperando la llegada de un emisario del Gran Khan, y en cambio llegó Pichicho con la noticia de que se habían terminado los maníes pelados y que al cine con los maníes con cáscara no me dejaban entrar. ¡Palomas! pensé... ¿por qué habré esperado el decreto del voivodato para comprar los maníes...? Desde entonces, cada vez que dan tres de Bergman seguidas compro maní, vaya o no al cine. En mi juventud, después de verlas, iba a la Confitería Morgan Kolmogoriov y con dos porrones de Baumgargantuan y el maní me pasaba horas con el libro de Rey Pastor, Pi Calleja y Trejo, de ese modo mezclaba a Bergman y las matemáticas para entender el meollo de la historia de Lowenstein y Lowenfisch y sus alternativas gramaticales...
—Delira usted, Randoval. Las tres de Bergman eran cinco: Sommaren med Monika, Det sjunde inseglet, Såsom i en spegel, Nattvardsgästerna y Jungfrukällan, por lo que los porrones de Baumgargantuan nunca eran menos de cinco y a veces siete porque sé que usted solo bebe un número primo de unidades.
—¿Está seguro de que eran cinco?
—Absolutamente. Recuerdo a la perfección la escena en la que Monika se desnuda delante de la Muerte y le juega una partida de ajedrez mientras el padre de la chica arranca un abedul de cuajo porque su confesor, un luterano atormentado, le acaba de demostrar que Dios se le ha revelado como un perverso perturbado, lo que ha puesto en evidencia la fragilidad espiritual de la especie humana.
—¡Cinco de Bergman al hilo! Eso sí que es toda una proeza Yo no las escuchaba en sueco, o sea que me perdía las tres cuartas partes del contenido, beato tu que sí... pero después de La hora del lobo, Silencio y Persona, en la mente solo me quedaba un poco de lugar para recordar dónde habían quedado los maníes...
—Persona, Persona, Persona. Esa película sí que me dio vuelta la cabeza como un guante. Y a las pruebas me remito: así quedé, hasta el día de hoy. Es decir, no me recuperé nunca. Me extravíe y sigo de laberinto en laberinto.
—A propósito de laberintos —dijo Randoval como regresando de Tau Ceti—: el museo de lenguas de Viorulia era de lo más simpático. No consistía en grabaciones de lenguas así nomás. Eran estatuas parlantes, con DVD primorosos encajados en las axilas de los monumentos (cuando no en otras salvas sean las partes). Pero lo más impresionante eran los siete salones de lenguas, donde el escultor florentino Atanasio Mirandosela copió las lenguas de cuatrocientos parlantes de sendas lenguas. Eran otras épocas: se pensaba que a mayor longitud de lengua correspondían más adjetivos. Lo digo porque coincido en eso de que uno queda dado vuelta con Persona. Yo debí ser extraído de la butaca por unos comandos del Mossad que se disfrazaron de Blue Bell Girls. Conozco uno que se dejó crecer los bigotes en el cine y no podían sacarlo ni con una doble de Jayne Mansfield desnuda... ¿Y sabe qué, Gautmanov?
—¿Qué?
—Creo que voy a llenar la pipa de brezo de tabaco turco, la voy a encender y me la voy a fumar.
—Hace bien. Los gustos hay que dárselos en vida. Mire si no a Kafka y a van Gogh.
—Tiene razón. Gracias por el consejo.

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