domingo, 22 de septiembre de 2013

Ellos están allí - Daniel Frini


Sé que están allí. Nunca saldré de esta cocina maldita.
¿Cuántas veces me dije «Sos un hombre grande, no podés creer en esas cosas»? Tengo cincuenta y cinco años, una esposa, dos hijos y cuatro nietos. No puedo ―no admito― estar pasando por esto. 
Cuando mis hijos, Alejandro y Verónica, eran niños, le temían a la oscuridad. Mi esposa los dejaba dormir con la luz encendida; y yo la sermoneaba:
―¡Dale! ¿Sabés lo que vamos a pagar de luz cuando venga la factura? ¡No los malcríes, caramba!
Pero ella me miraba, suplicante; y luego dirigía la vista a nuestros hijos dormidos; y, con ternura, me decía:
―Miralos, Alberto ¡Se ven tan indefensos! Van a tener miedo si se despiertan y se encuentran a oscuras. Sé comprensivo. Tené un poco de compasión…
―¡Dejate de joder! ¡No hay nada a que temerle; y a nosotros no nos sobra la plata! Afuera luz y a otra cosa.
―Alberto…―intentaba convencerme.
―Basta, mujer ―decía yo mientras accionaba el interruptor ―. La luz se apaga. A la larga o a la corta se acostumbrarán; y por nuestros bolsillos, más vale que sea temprano.
¡Qué daría ahora por tener una luz encendida! 
Viene a mi memoria un episodio que parecía borrado adrede: el de Verónica gimiendo en la negrura de su cuarto cierta vez que, en la madrugada, pasé frente a la puerta de su habitación rumbo al baño; y recuerdo mi sonrisa sardónica ¡Me arrepiento tanto! Quisiera poder entrar en su cuarto, acostarme a su lado y abrazarla, y pedirle que me proteja ¡Que ella me proteja a mí! Dios mío, por favor, haz que ellos se vayan.
Diez días atrás dieron su primera señal, de manera violenta. Fue la noche de la última tormenta. Nuestra perra, Dulce, acostumbraba dormir afuera, en el patio de casa;  pero cuando arreciaban relámpagos y truenos se desesperaba, aullaba de terror y rasgaba la puerta de nuestra cocina hasta que, algunas veces, le sangraban las patas. Esa noche, conscientes de lo que se avecinaba, la hicimos entrar y dispusimos un trapo para ella en la parte superior de la escalera que lleva al sótano. Más tarde, cuando la tormenta desató su furia, la oímos gemir y chillar entre la furia del viento y el traqueteo del agua en los ventanales. Alguna puerta golpeó en la planta baja al cerrarse de repente, y alguna otra dejó escapar, durante un buen rato, un chirrido agudo de bisagras secas (con la incongruencia de los pensamientos inoportunos, recuerdo ahora, mientras me orino de miedo, que después olvidé aceitarla). Pasada la media noche, el temporal perdió vehemencia y dejamos de oír los lamentos de Dulce. La supusimos, por fin, dormida. Sin embargo, a la mañana siguiente, temprano, me despertó un grito de mi mujer llamándome desde la planta baja:
―¡Alberto! ¡Vení por Dios! ¡Bajá rápido!
Nuestra perra yacía en medio de un charco de su propia sangre, junto a la puerta del sótano, en la base de la escalera, con su cuello abierto de oreja a oreja. En medio de nuestro estupor imaginamos cien explicaciones distintas y nos hicimos mil preguntas: ¿Había entrado alguien? ¿un ladrón, un animal? ¿Faltaba alguna cosa de nuestro hogar? ¿no? Al final, decidimos e intentamos convencernos de que, quizá, el viento abrió la puerta del sótano y la perra, aterrada y huyendo del estruendo de los truenos decidió refugiarse, sin prestar atención a la escalera, cayó y, tal vez, rozó alguna saliente de la pared con cierto filo, que cercenó su garganta. Aún cuando revisé todo una y otra vez, no encontré ninguna otra cosa extraña y, ante la posibilidad de que hubiese entrado alguien por algún inhallable resquicio del sótano, cerré y clausuré la puerta ¡Iluso de mi! Ahora sé que fueron ellos.
Debería haber prestado más atención a los otros indicios: ramas rotas en los árboles alrededor de la pileta, en el patio; flores cortadas y plantas arrancadas de los canteros del jardín, una horquilla que dejé apoyada en la pared que pareció tirada en el césped… 
Sin embargo, todo se desencadenó anoche: Alejandro y su esposa nos dejaron a sus hijos Claudito, César y la pequeña Beatriz a dormir en casa. Creo recordar que hablaron sobre una cena en casa de los jefes de Sandra, nuestra nuera. Los varones estaban en el living viendo algún programa para niños en la televisión, y mi esposa había acostado a Beatriz, que sólo tiene un año, en la habitación de la planta alta, que solía ser de su padre. Me desespero, ahora, al recordar que le insistí a mi esposa en que apagase la luz del cuarto. Siento un nudo de angustia en la garganta cuando imagino lo que podría haber pasado si yo no hubiese subido a buscar mi libro, para leer un rato mientras tomaba una taza de té, antes de acostar a mis nietos. Caminé por el pasillo rumbo a mi habitación, cuando al pasar frente al cuarto en el que dormía Beatriz, percibí el movimiento de una sombra. Fue como esas veces en que uno cree ver algo con el rabillo del ojo, pero cuando enfoca la mirada se encuentra con que no hay nada. Por las dudas, entré a revisar, despreocupado. La garra me golpeó de lleno en el rostro.
Pareció salir de la nada. No hubo ruido. Solo una explosión muda de pelos estallando en mi cara y tirándome al piso, fuera de la habitación. La puerta intentó cerrarse con fuerza, pero mi pierna había quedado entre ella y el marco. El dolor fue punzante e intenso y fue acompañado por una inyección de adrenalina ¡Mi nieta en el cuarto, con una bestia que intentaba secuestrarla! A sabiendas de que mi pierna bloqueando la puerta era la única garantía para la niña, me incorporé, grité con furia, y entré a la habitación oscura. Con el tenue rayo de luz vi a la abominación inclinada sobre la cama de mi Beatriz, y me abalancé sobre ella. Oía llorar a la niña. Algo me empujó hacia un costado: ¡eran dos! Por fortuna impacté en la pared cerca de la puerta. Instintivamente, dirigí mi brazo hacia el interruptor cercano y encendí la luz: no había nadie, además de mi nieta y yo.
Entendí todo de repente. Mi esposa subía las escaleras, alertada por el alboroto y  mis gritos. Corrí a su encuentro a la vez que encendía las luces a mi paso: gritando:
―¡Fuego, fuego! ¡Sacá a los chicos de casa, que yo llevo a Beatriz!
Ella bajó a la carrera, ―tomó a los niños y salió a la calle. Apenas trasnpuso la puerta, la cerré con llave y me dediqué, meticulosamente, a trabar todas las ventanas y puertas con los muebles. Al menos, ellos quedaron fuera y a salvo de todo. 
Encendí todas las luces y me acurruqué, abrazando a mi nieta, en el piso de la cocina. Desde afuera, mi mujer gritaba y lloraba, Claudito y César también. Escuché cómo, primero, venían vecinos y curiosos, más tarde la policía (uno de ellos me hablaba a través de un megáfono), luego mis hijos y mi nuera, en medio de una crisis de nervios, suplicándome que abriese las puertas y dejase salir a Beatriz; más tarde alguien llamado Roberto que dijo ser psicólogo y negociador. No hablé en ningún momento, absolutamente consciente de la necesidad de reservar energía para pelear con ellos 
¡No van a hacerle daño a mi nieta!
Con las horas, la policía cortó el cable de la televisión, luego el gas y, finalmente, la luz. La oscuridad volvió y falta mucho para la mañana.
Dios mío, haz que se vayan.
Sé que están allí, y en cualquier momento van a entrar para llevarse a la niña. 
Me repito, como un mantra, «No existen. No existen. Los monstruos no existen.» Pero allí están sus leves sombras para contradecirme.
Sé que quieren llevársela. Pero no la tendrán. En cualquier momento entrarán y van a llevarse una sorpresa. No les daré tiempo a que desaparezcan.
Cuando estén cerca, con un leve movimiento de mis dedos activaré el encendedor y los quemaré con los veinte litros de gasolina que vertí alrededor mío y de la niña, en el piso de la cocina. 

Acerca del autor: 
Daniel Frini

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