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domingo, 22 de septiembre de 2013

Ellos están allí - Daniel Frini


Sé que están allí. Nunca saldré de esta cocina maldita.
¿Cuántas veces me dije «Sos un hombre grande, no podés creer en esas cosas»? Tengo cincuenta y cinco años, una esposa, dos hijos y cuatro nietos. No puedo ―no admito― estar pasando por esto. 
Cuando mis hijos, Alejandro y Verónica, eran niños, le temían a la oscuridad. Mi esposa los dejaba dormir con la luz encendida; y yo la sermoneaba:
―¡Dale! ¿Sabés lo que vamos a pagar de luz cuando venga la factura? ¡No los malcríes, caramba!
Pero ella me miraba, suplicante; y luego dirigía la vista a nuestros hijos dormidos; y, con ternura, me decía:
―Miralos, Alberto ¡Se ven tan indefensos! Van a tener miedo si se despiertan y se encuentran a oscuras. Sé comprensivo. Tené un poco de compasión…
―¡Dejate de joder! ¡No hay nada a que temerle; y a nosotros no nos sobra la plata! Afuera luz y a otra cosa.
―Alberto…―intentaba convencerme.
―Basta, mujer ―decía yo mientras accionaba el interruptor ―. La luz se apaga. A la larga o a la corta se acostumbrarán; y por nuestros bolsillos, más vale que sea temprano.
¡Qué daría ahora por tener una luz encendida! 
Viene a mi memoria un episodio que parecía borrado adrede: el de Verónica gimiendo en la negrura de su cuarto cierta vez que, en la madrugada, pasé frente a la puerta de su habitación rumbo al baño; y recuerdo mi sonrisa sardónica ¡Me arrepiento tanto! Quisiera poder entrar en su cuarto, acostarme a su lado y abrazarla, y pedirle que me proteja ¡Que ella me proteja a mí! Dios mío, por favor, haz que ellos se vayan.
Diez días atrás dieron su primera señal, de manera violenta. Fue la noche de la última tormenta. Nuestra perra, Dulce, acostumbraba dormir afuera, en el patio de casa;  pero cuando arreciaban relámpagos y truenos se desesperaba, aullaba de terror y rasgaba la puerta de nuestra cocina hasta que, algunas veces, le sangraban las patas. Esa noche, conscientes de lo que se avecinaba, la hicimos entrar y dispusimos un trapo para ella en la parte superior de la escalera que lleva al sótano. Más tarde, cuando la tormenta desató su furia, la oímos gemir y chillar entre la furia del viento y el traqueteo del agua en los ventanales. Alguna puerta golpeó en la planta baja al cerrarse de repente, y alguna otra dejó escapar, durante un buen rato, un chirrido agudo de bisagras secas (con la incongruencia de los pensamientos inoportunos, recuerdo ahora, mientras me orino de miedo, que después olvidé aceitarla). Pasada la media noche, el temporal perdió vehemencia y dejamos de oír los lamentos de Dulce. La supusimos, por fin, dormida. Sin embargo, a la mañana siguiente, temprano, me despertó un grito de mi mujer llamándome desde la planta baja:
―¡Alberto! ¡Vení por Dios! ¡Bajá rápido!
Nuestra perra yacía en medio de un charco de su propia sangre, junto a la puerta del sótano, en la base de la escalera, con su cuello abierto de oreja a oreja. En medio de nuestro estupor imaginamos cien explicaciones distintas y nos hicimos mil preguntas: ¿Había entrado alguien? ¿un ladrón, un animal? ¿Faltaba alguna cosa de nuestro hogar? ¿no? Al final, decidimos e intentamos convencernos de que, quizá, el viento abrió la puerta del sótano y la perra, aterrada y huyendo del estruendo de los truenos decidió refugiarse, sin prestar atención a la escalera, cayó y, tal vez, rozó alguna saliente de la pared con cierto filo, que cercenó su garganta. Aún cuando revisé todo una y otra vez, no encontré ninguna otra cosa extraña y, ante la posibilidad de que hubiese entrado alguien por algún inhallable resquicio del sótano, cerré y clausuré la puerta ¡Iluso de mi! Ahora sé que fueron ellos.
Debería haber prestado más atención a los otros indicios: ramas rotas en los árboles alrededor de la pileta, en el patio; flores cortadas y plantas arrancadas de los canteros del jardín, una horquilla que dejé apoyada en la pared que pareció tirada en el césped… 
Sin embargo, todo se desencadenó anoche: Alejandro y su esposa nos dejaron a sus hijos Claudito, César y la pequeña Beatriz a dormir en casa. Creo recordar que hablaron sobre una cena en casa de los jefes de Sandra, nuestra nuera. Los varones estaban en el living viendo algún programa para niños en la televisión, y mi esposa había acostado a Beatriz, que sólo tiene un año, en la habitación de la planta alta, que solía ser de su padre. Me desespero, ahora, al recordar que le insistí a mi esposa en que apagase la luz del cuarto. Siento un nudo de angustia en la garganta cuando imagino lo que podría haber pasado si yo no hubiese subido a buscar mi libro, para leer un rato mientras tomaba una taza de té, antes de acostar a mis nietos. Caminé por el pasillo rumbo a mi habitación, cuando al pasar frente al cuarto en el que dormía Beatriz, percibí el movimiento de una sombra. Fue como esas veces en que uno cree ver algo con el rabillo del ojo, pero cuando enfoca la mirada se encuentra con que no hay nada. Por las dudas, entré a revisar, despreocupado. La garra me golpeó de lleno en el rostro.
Pareció salir de la nada. No hubo ruido. Solo una explosión muda de pelos estallando en mi cara y tirándome al piso, fuera de la habitación. La puerta intentó cerrarse con fuerza, pero mi pierna había quedado entre ella y el marco. El dolor fue punzante e intenso y fue acompañado por una inyección de adrenalina ¡Mi nieta en el cuarto, con una bestia que intentaba secuestrarla! A sabiendas de que mi pierna bloqueando la puerta era la única garantía para la niña, me incorporé, grité con furia, y entré a la habitación oscura. Con el tenue rayo de luz vi a la abominación inclinada sobre la cama de mi Beatriz, y me abalancé sobre ella. Oía llorar a la niña. Algo me empujó hacia un costado: ¡eran dos! Por fortuna impacté en la pared cerca de la puerta. Instintivamente, dirigí mi brazo hacia el interruptor cercano y encendí la luz: no había nadie, además de mi nieta y yo.
Entendí todo de repente. Mi esposa subía las escaleras, alertada por el alboroto y  mis gritos. Corrí a su encuentro a la vez que encendía las luces a mi paso: gritando:
―¡Fuego, fuego! ¡Sacá a los chicos de casa, que yo llevo a Beatriz!
Ella bajó a la carrera, ―tomó a los niños y salió a la calle. Apenas trasnpuso la puerta, la cerré con llave y me dediqué, meticulosamente, a trabar todas las ventanas y puertas con los muebles. Al menos, ellos quedaron fuera y a salvo de todo. 
Encendí todas las luces y me acurruqué, abrazando a mi nieta, en el piso de la cocina. Desde afuera, mi mujer gritaba y lloraba, Claudito y César también. Escuché cómo, primero, venían vecinos y curiosos, más tarde la policía (uno de ellos me hablaba a través de un megáfono), luego mis hijos y mi nuera, en medio de una crisis de nervios, suplicándome que abriese las puertas y dejase salir a Beatriz; más tarde alguien llamado Roberto que dijo ser psicólogo y negociador. No hablé en ningún momento, absolutamente consciente de la necesidad de reservar energía para pelear con ellos 
¡No van a hacerle daño a mi nieta!
Con las horas, la policía cortó el cable de la televisión, luego el gas y, finalmente, la luz. La oscuridad volvió y falta mucho para la mañana.
Dios mío, haz que se vayan.
Sé que están allí, y en cualquier momento van a entrar para llevarse a la niña. 
Me repito, como un mantra, «No existen. No existen. Los monstruos no existen.» Pero allí están sus leves sombras para contradecirme.
Sé que quieren llevársela. Pero no la tendrán. En cualquier momento entrarán y van a llevarse una sorpresa. No les daré tiempo a que desaparezcan.
Cuando estén cerca, con un leve movimiento de mis dedos activaré el encendedor y los quemaré con los veinte litros de gasolina que vertí alrededor mío y de la niña, en el piso de la cocina. 

Acerca del autor: 
Daniel Frini

viernes, 4 de enero de 2013

La mujer que cantaba - Daniel Frini


Ocurrió cuando el Mandato Celeste bendecía a Shun Zhi, el segundo emperador Quing. 
Más allá de la Gran Muralla, y antes de llegar a las tierras manchúes de los ancestros del Hijo del Cielo, en la provincia de Kansu y en el desierto de Badnjinlin vivía Xiao Chen Sying, la Estrella del Amanecer. 
Por esos años, Sying era apenas una jovencita que habitaba junto a sus padres, míseros agricultores, una franja angosta de tierra, en la orilla meridional de uno de los Lagos Misteriosos. Apenas lograban subsistir, a base del poco maíz o trigo que podían arrancarle al suelo, y de la crianza de cinco o seis cabras. Vivían en una yurta que tenía más de choza o de cueva que de casa; a incontables días de viaje de cualquiera de los Cuatro Caminos del Emperador.
La familia era inculta y temían a los espíritus de la arena; que, según decían los shunshis, no soportaban la alegría del canto de las mujeres. Entonces, Xiao Chen cantaba. Y su voz era un milagro. 
Sus canciones volaban entre las dunas altísimas; y el eco rebotaba en la arena quieta y congelada del invierno, en las paredes de piedra de las altas montañas o en la superficie queda de los lagos. El desierto devolvía las mismas y hermosísimas canciones de Xiao Chen, días o semanas después de que ella las cantase. 
Eran los primeros días del Descenso de la Escarcha del año del Gato; y un guwai, mercader venido desde Ashkhabad en viaje a Loyang en busca de seda, perdió el camino luego de atravesar las montañas Tian. Mientras afrontaba un sinfín de penurias ―el acoso de ladrones nómades que diezmaron su caravana en gentes y bienes, el desconocimiento de los dialectos de los pueblos que encontraron, la falta de mapas y las puñaladas del hambre y el frío―, llegó a los bordes del desierto y acampó a orillas de una laguna. Una noche fría y de viento escaso, un vigía lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El guwai conocía, de los labios de un viejo contador de historias, que una duna dorada en el desierto del Tenggeli sonaba como campana cuando soplaba el viento frio del norte, pero esto era diferente: era una hermosa, dulce y embriagante canción de cuna, más bella y límpida que cualquier otra que hubiesen escuchado nunca los hombres de su caravana. En un momento, la voz parecía venir de muy cerca, al oriente y todos buscaban a alguien que se acercase, cantando, desde allí. Un segundo después, la canción sonaba lejos hacia occidente y la voz se callaba de a ratos; para renacer, otra vez, llegando desde la mismísima laguna. Sin embargo, nadie le temía, puesto que algo tan maravilloso sólo podía ser regalo de dioses y no engaño de los demonios. 
La voz los visitó varias veces, de día o de noche. Les traía historias en palabras que desconocían, pero que los hacía llorar recordando las familias queridas y los sabores lejanos; o reir, pintándoles aromas de primavera y de aventuras de niños. Algunas veces, las canciones eran alegres e invitaban al baile. Otras eran suaves, casi tristes y llevaban añoranzas que dolían. Unos días después, el guwai siguió viaje.
Mediando el Despertar de los Insectos del siguiente año del Dragón, la caravana entró en la provincia de Shanxi, gobernada, entonces, por Zheng Shikai, Señor de la Guerra, antiguo súbdito de los depuestos Ming, y ahora, su más ferviente exterminador. El guwai fue detenido, acusado de espionaje. Lo que quedaba de sus mercancías y animales fueron decomisados. Los hombres comenzaron a ser torturados en busca de informes sobre el enemigo. Uno de ellos, con la esperanza de salvar su vida, contó a los hombres de Zheng que en el viaje que acababan de hacer, en un desierto que estaba hacia occidente y hacia el norte, habían escuchado cantar a una joven; y su voz era capaz de acallar el piar de los pájaros o aquietar los vapores del dragón; y que al oir sus canciones de cuna los ejércitos se dormían. El Señor de la Guerra vislumbró un arma letal y un adecuado presente para el Emperador. Todos los hombres de la caravana, incluso el guwai, fueron interrogados en busca de más precisiones; y luego asesinados. 
Zheng envió al general Shen Li y a sus quinientos mejores hombres en busca de la mujer que cantaba. 
Así nació el Ejército de los Quinientos, y la Expedición. 
Suiguieron los años de la Serpiente, el Caballo y la Oveja; y los soldados iban de un desierto a otro, desgastándose y sin noticias en su búsqueda. Fueron al Taklimakan y al Kumtag, recorrieron el Lop Nor, atravesaron el Badnjinlin dos o tres veces e, incluso, llegaron hasta Zungaria. Decidieron volver hacia el sur, hacia el Mu Us y pasaron, una vez más, por el desierto en el que vivía Xiao Chen. Eran los días de la Germinación del Cereal del año del Mono y acamparon en una laguna similar a la que habían descripto los hombres del mercader. Y esa noche, la oyeron.
Los Quinientos lloraron con una canción que les hablaba de su madre anciana y rieron con otra que les contaba las aventuras de un camello loco. El único que permaneció inmutable, fue Shen Li. La voz venía desde no muy lejos al norte, cruzando la laguna. Ordenó a sus hombres que levantasen el campamento de inmediato, y encontrasen a la mujer. El ruido de los Quinientos marchando, calló la voz.
Después de un día de camino, El general ordenó un nuevo alto y el más absoluto silencio. Ahora la canción sonaba, lejana, hacia occidente. Otra vez la marcha, sin descanso y un nuevo alto que duró varios días hasta que escucharon otra canción, pero ahora desde el sur. 
Así pasó ese año, y el del Gallo, el del Lobo y el del Jabalí. Algunos de los Quinientos fueron muriendo y Shen Li los reemplazó con levas que hizo entre las gentes que encontraron a su paso. Fue otra vez el año del Gato y el orgulloso ejército se tranformó en una horda exasperada que arrasó aldeas en busca de información, primero, y por el simple saqueo, después. Cada cierto tiempo, escuhaban la voz que cantaba, cerca o lejos, a derecha o izquierda, tras las dunas o en el valle próximo. Shen Li y los suyos partían tras ella de inmediato, pero jamás la encontraron.
Hubo otro año del Gato y los Quinientos no eran más de cien, andrajosos, preocupados por llevar las riquezas de tantos años de rapiña, y no desertaban más que por el temor a la ira de su general, que era al único que le interesaba, aún, escontrar a la dueña de la hermosa voz. 
Más o menos una vez cada luna, oían cantar a Xiao Chen
Eventualmente, pasaron a la vista de las tierras que ella había habitado. Eran, ahora, un páramo con rastros apenas visibles de algún viejo asentamiento. Nadie, siquiera, miró las ruinas. 
La mujer que cantaba había sido dada en matrimonio a un hombre de la lejana Kashi en los tiempos del comienzo de la Expedición; y había muerto, hacía muchos años, al dar a luz a su primer hijo.
Cerca del amanecer de un día cercano al Solsticio de Invierno de un año del Tigre, Shen Li, casi ciego, oyó una canción que hablaba de gloriosos ejércitos con armaduras brillantes y banderas de seda, del honor del combate y la lealtad del enemigo; del filo de la espada, la punta de la lanza y la belleza de la flecha en el aire. Entonces, lloró. Vistió lo que imaginó eran sus mejores ropas de guerra y caminó hacia el sol, hacia la voz de Xiao Chen.
El Badnjinlin se tragó a los Quinientos. Nunca más, alguien supo algo de ellos.
Unos siete u ocho años después de la Segunda Guerra del Opio, un rico gentleman inglés con aspiraciones de arqueólogo, se internó en el desierto acicateado por leyendas populares, en busca de antiquísimas ciudades en ruinas que, por supuesto, no encontró. Sin embargo, a orillas de una pequeña laguna salada sus porteadores desenterraron algunos huesos de camellos. A falta de nada mejor que hacer, el caballero ordenó un alto, acampó y se dedicó durante tres días a estudiar esos huesos. Para su sorpresa, encontró dos alforjas llenas de piezas de porcelana, algunas telas raídas, una estatuilla, no más alta que un pulgar, de un Buda de oro; y dos vasos de plata impura; junto a tres esqueletos humanos que parecían de soldados. Las pocas armas y unas monedas sueltas le permitieron aventurar que esos cadáveres tenían más de doscientos años. 
La noche antes de partir, fría y de viento escaso, un porteador lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El inglés no le dio importancia.

Acerca del autor:
Daniel Frini

sábado, 22 de septiembre de 2012

Noticias de la Sagrada Ciudad de Elelín - Daniel Frini


Uno

A la sombra de un árbol al que los nativos llaman úten, tan parecido al algarrobo que crece en los valles cercanos al mar Mediterráneo; está tendido el cordobés Francisco de César, capitán del reino de España por voluntad de Carlos Habsburgo. 
Intenta reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña, mezcla de selva y desierto, imaginada por el diablo; y que tantos y tan buenos soldados se ha llevado. 
Hace apenas algo más de un año llegaron a esta parte de la América con la expedición de Sebastiano Caboto y construyeron, bajo su mando, el fuerte de Sancti Spiritu; en el lugar donde el río que el capitán general ha llamado Caracará desemboca en aquel otro que los nativos llaman Paraná. 
Cinco meses atrás, Francisco partió en expedición; y ahora está de regreso con menos de la mitad de los hombres que lo acompañaron, y lo reciben los dos torreones y las casas en ruinas, los almacenes saqueados y quemados, la empalizada caída y los bergantines desfondados y hundidos a medias, a poca distancia de las barrancas que zozobran en el río barroso. De los habitantes de la novísima colonia española han quedado sólo unas pobres osamentas, apenas cubiertas con restos podridos de ropa. Imposible saber de quiénes se trata. No hay noticias de los indios yañás que tanto ayudaron al nuevo poblado hasta hace unos meses.
En la ensoñación que deja el calor y la enfermedad, el capitán recuerda.

Dos

Son machaconas las noticias que han llegado a los españoles acerca de una fabulosa ciudad; toda de oro, plata y piedras preciosas; que está hacia el poniente. Desde las historias del grumete Francisco Fernández, que vivió con los charrúas después de que éstos matasen al almirante Juan Díaz, hace unos diez años; hasta los muy variados relatos de las muchas naciones indias —yaros, corondas, bartenes, mbeguás, timbúes— con las que se ha tenido contacto. Todos hablan de un rey blanco, de una sierra de plata, de mujeres cautivas, de las grandes riquezas que poseen los habitantes de ese país legendario, y de la excelencia de las tierras regidas por esta ciudad, capaces de cinco cosechas por año y de alimentar rebaños de ganado que se pierden en el horizonte. Ni Caboto ni César son tontos. Saben de ciudades legendarias y de nativos mentirosos; pero también saben del Cusco de Pizarro o el Tenochtitlán de Cortéz; y se desvelan con conquistar su propio imperio en las Américas.
El capitán general le encomienda encontrar la ciudad mítica para gloria de Nuestro Señor Jesucristo y del rey Don Carlos Primero de España. 
Francisco de César reúne catorce hombres debidamente pertrechados y montados, dos guías indios para que oficien de lenguaraces, cinco arcabuces, dos pasavolantes y una lombarda, medio quintal de pólvora, diez cahices de trigo, un quintal de bizcochos y una buena provisión de vino y tasajo.
Suben por el Caracará, en jornadas agobiantes, hasta donde éste nace; en la unión de los ríos Chocancharaua y Ctalamochita; y guiados por los habitantes de esos parajes, continúan bordeando este último. Algunos nativos les dicen que la ciudad está al norte, otros le señalan el sur. Malogran días y provisiones en enredos inconducentes, pero siempre vuelven al cauce que los salva de perderse de manera definitiva. 
El río los lleva hasta las montañas, después de haber recorrido más de doscientas leguas en idas y vueltas por ese laberinto sin paredes, casi tanto como ir desde la bella Lisboa hasta Barcelona. Atraviesan bañados y llanuras calcinadas, soportan lluvias bíblicas, soles a pique y vientos de arena pura que desafilan espadas; hasta que al cruzar una cañada estrecha se ven rodeados por infieles con aspecto feroz, que los desafían al grito de ¡Kom-chingôn!, que el lenguaraz traduce como “¡muerte a los invasores!”. Francisco sabe que puede acabar con ellos en un instante, pero que eso no serviría de nada a su empresa. Decide, pues, capitular; desmonta de su caballo, arroja sus armas y con las manos en alto se arrodilla delante de ellos. Da resultado. Después, los indios le dirán que se llaman henîa, que viven en cavernas; y le hablarán del cerro Cha-ampa-ki, el más alto, aquel que tiene agua-en-la-cabeza, y desde cuya cumbre puede verse, hacia donde se pone el sol, la ciudad buscada, en la que gobierna el rey blanco Lin-Lin.
Temprano en la mañana, los españoles empiezan la caminata hacia la montaña que se ve, casi azul, a lo lejos. Dos días les lleva llegar a su pie y otro más ascenderla, atravesando un espeso manto de nubes que muy pronto queda debajo de ellos. Encuentran, arriba, la laguna anunciada, pero las nubes no dejan ver el inmenso valle del otro lado, al pie del cerro. Deben hacer noche en la cima.
El día siguiente, Viernes Santo, sin una nube en el cielo, el sol sale a sus espaldas. A esa primera hora, el valle anhelado está todavía a oscuras en la sombra de la sierra; y los españoles esperan con ansias que se ilumine de a poco. Luego, los primeros rayos que sortean la montaña alumbran la maravilla.

Tres

A lo lejos, brillan las cúpulas de las torres y los techos de las casas, todos de oro y plata macizos. Divisan edificios suntuosos de piedra labrada y templos magníficos. Ven calles brillantes, un inmenso rodeo de ganado que incluye altas ovejas del Perú y sembradíos de cebada, centeno y trigo que se pierden más allá del horizonte, hasta donde no podría llegar un hombre a caballo en cinco días. Contemplan las altas murallas y los profundos fosos, los revellines amurallados, las avanzadas fortificadas que protegen el único camino de acceso y el puente levadizo que precede a la entrada, por la que bien pudiera pasar una carabela con todo su velamen desplegado. Nada que hubieran visto iguala la opulencia y majestuosidad que se les presenta, que empequeñece cualquier prodigio inca, cualquier maravilla azteca.
Antes de bajar el cerro y emprender el camino a la ciudad, se saben ricos y llenos de gloria, honra y nombradía.
Les lleva otros dos días acercarse a las murallas.
En el camino se encuentran con habitantes de la ciudad, y pasan entre ellos como si no fuesen vistos. Todos son altos, blancos, rubios, de ojos celestes; y barbados los hombres. Nadie puede distinguir su idioma, ni aún los indios que acompañan a los españoles. Ven ollas, cuchillos y hasta rejas de arado de oro. De oro son, también, los asientos en los que las bellísimas mujeres tejen espléndidas ropas de lana, más fina que la mismísima seda de Sipán. Todos visten faldellines y camisetas, y cubren sus hombros con una manta. Están engalanados con plumas de hermosos colores y colgantes y pulseras de oro con insertos de turmalinas, zafiros, rubíes, lapislázuli, ágatas y turquesas. Cada uno de ellos parece un rey.
Los españoles no ven armas de mayor tamaño que un puñal y saborean, entonces, la riqueza fácil. Más por curiosidad que por codicia, levantan del suelo dos o tres piedras de oro, del tamaño de una nuez y alguna verde como esmeralda.
Deciden acampar esa noche; y atravesar la inmensa puerta, con gran pompa, en las primeras horas del otro día. Satisfechos y sabiéndose seguros, se quedan dormidos. El profundo sueño no respeta ni los turnos de vela.

Cuatro

El capitán Francisco de César recuerda perfectamente todos y cada uno de los detalles del sueño. Recuerda la visión de la última llama del fuego que los calentó esa noche antes de cerrar los ojos. Recuerda, con sorpresa, la suavidad del recado que le sirvió de almohada, y el hombre que le habló, y cuyas palabras entendió, aunque no las conociera.
Era muy, muy viejo y casi transparente. Le dijo: “Te fue dado, Francisco, conocer la maravilla; pero no te es permitido pisar sus calles. La ciudad será siempre invisible para los que no la habitan y puede que los hombres la atraviesen sin darse cuenta. En ella no hay enfermedad ni dolor; no existen pesares ni tristezas. Hoy la ciudad será una, mañana otra, y serán dos, y serán tres; pero tu gente, los que te seguirán y los que vendrán después de tu gente no podrán, siquiera, imaginarla. La ciudad irá al sur, al norte, a los confines donde mora el sol o se quedará en este valle; siempre protegiendo a los suyos de la malicia, el terror, la codicia y la muerte. No volverás a soñarla”


Cinco

Alto el sol, y como saliendo de una resaca, los españoles abren los ojos; y ya no hay nada. Ni torres, ni edificios, ni templos, ni foso, ni muralla, ni ganado, ni campos labrados. No hay gentes, ni oro, ni plata.
Desconcertados, caminan diez y veinte veces por donde debieran estar las calles con adoquines dorados y donde ayer estaban trabajando las hermosas mujeres de ojos claros. Solo encuentran pequeños montes aislados de talas, molles y espinillos. No pueden creerlo y demoran el retorno esperando que la ciudad vuelva. Saben a ciencia cierta que estuvo allí, porque lo atestiguan los guijarros de oro y las esmeraldas que levantaran del riquísimo suelo, que ahora les ofrece sólo piedras de granito y caliza. Ya no hay riqueza ni gloria para ninguno de ellos.
Desalentados, tres días más tarde emprenden el regreso a Sancti Spiritu.


Seis

El capitán Francisco de César está tendido bajo un úten, intentando reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña. Apenas pueda, él y los seis hombres que volvieron irán camino al Perú y contarán la historia de la fantástica ciudad.
Vendrán miles a buscarla, desde el Cusco a Magallanes, y desde el mar Atlántico hasta la Capitanía de Chile, pero la ciudad ya no estará; y los buscadores volverán a sus tierras derrotados, los más felices; los menos, quedarán para siempre en los valles y ríos innombrados.
El capitán, aunque no sepa cómo lo sabe, morirá en esta tierra a la orilla izquierda del río Cauca, cerca de la mar Caribe. No le importa. Es más, lo anhela; porque él sí la vio y tiene el secreto deseo de morir, y que le permitan, por fin, entrar a la muy querida ciudad de Elelín.

Acerca del autor:
Daniel Frini



domingo, 22 de julio de 2012

Las verdades de la fe - Daniel Frini


Recuperó el conocimiento. En la milésima de segundo transcurrida entre el momento en que despertó y el instante en que abrió sus ojos, notó que estaba en una situación curiosa. Primero estiró sus piernas intentando hacer pié, pero no encontró nada; luego movió sus brazos para asirse de algo, y sólo logró rotar sobre su tronco. Notó que escuchaba cómo sus extremidades agitaban el aire frío en el silencio más absoluto. 
¿Estaba muerto? Oyó, lejano, un «tum-tum, tum-tum» apagado. ¿tambores? No. Su corazón. ¿Y ese otro sonido, un silbido agudo y sordo? Ah. Su respiración. Los ojos abiertos no servían porque la oscuridad era total. Y dolía.
¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí? Se palpó el torax, las piernas, la ingle. Estaba desnudo ¿Porqué?
—¿Hola? ―interrogó en un susurro quedo. Su voz le pareció un grito y le dejó un zumbido en sus oídos, que tardó en apagarse.
«Debo ir hacia abajo» se dijo, sin saber porqué. Pero, ¿dónde era abajo? ¿dónde arriba? Estaba Flotando. Entonces lo supo: estaba en una cámara de privación sensorial. 
En Capri(1) solían castigarlo así. Había, claro, diferencias, En la Academia de Astronautas Doménico Modugno(2), donde había estudiado, la cámara estaba llena de agua y aquí había…aire. Allá era muy parecida a un ataúd y aquí era muy grande, aunque no había el más mínimo eco que le diese una idea de sus dimensiones.
De repente, asustado, llevó su mano al cuello. No estaba el talismán. Ahora sí se sintió realmente desnudo. Gimió, con ganas de llorar, pero no se animó ¿Porqué lo sancionaron, ahora? Es más ¿era una penitencia? No recordaba nada desde que viera, a través de la ventanilla del zarandeador, los restos de Nueva Ricky Martin(3), arrasados por la bomba H, cuando junto a Jol’inkomo(4), abandonaron Spears. 
Entonces, estalló la voz:
―En el principio…
El Astronauta de Segunda Domínguez(5) gritó sobresaltado, reprimió una arcada, lloró y se tapó los oídos en un movimiento tan brusco que lo hizo girar sobre los tres ejes. La voz trepanaba su cerebro.
―En el principio todo estaba desconectado. El que Todo lo Enchufa, antes de conectar, verificó la correcta Puesta a Tierra de los elementos y que todos los Interruptores de Comando estuviesen en la posición de apagado.
¡Eso era! ¡Ahora lo recordaba! ¡Jol’inkomo dijo que iba a iniciarlo en la doctrina somorguja(6)! ¡Estaba en gravedad cero en la mítica Doris Day(7)! Y la voz estaba recitando pasajes del Así Empezó Todo del Texto(8).
―Luego ―continuó la voz ―, accionó la Llave Principal, verificó que la luz del Indicador de Tensión estuviese encendida, controló la presión en el Manómetro rotulado como Pistón Principal y presionó el Botón Sacrosanto, indicado como «Arranque». Desde ese momento, el Universo fue.
Recordó la conversación con el Sumo Sacerdote, como si la tuviese grabada en un rampollo. Cuando iban de camino al zarandeador, después de haber escapado del Centro Ted Bundy para Reeducación e Inserción entre los Libres de Personas Socialmente Inestables, él le había dicho:
—Ya tendrás las respuestas que necesites ¿Eres de los nuestros? He visto tu talismán.
―¿Zomorgujo? Sí, soy creyente, pero no seguidor. No soy de ir a los sacrificios.
—Haces mal, haces mal. Ahora apura el paso. Debemos irnos rápido antes que reaccionen los hombres de la Oscuridad.
—¿Quiénes?
―Los hombres del gobierno.
—¿Pero usted no era aliado del Gran Dictador Amigable?
―Ya lo dice el Texto: «En la Vieja Tierra el Bien y el Mal eran uno solo; y el Mal, envidioso, quiso anular al Bien para quedarse él solo con el Negocio»
—No entiendo
―No hay nada que entender. El Texto también dice «El saber está cada vez más lejos del que lo busca. El ignorante es el idiota indicado para hacer el trabajo». 
Un rayo surcó el aire. Ahora todo se hizo brillante por un segundo y una violenta descarga eléctrica lo paralizo.
―No se distraiga ―dijo la voz con un tono severo ―. Preste atención a lo que estamos diciendo.
―Gjrd ―contestó Domínguez, en un graznido que quiso significar un «si», aún temblando, mientras volvía la oscuridad.
―El que Todo lo Verifica Dos Veces ―dijo la voz retornando a la monotonía anterior ―nos dio los Quince Memos para que viviésemos según su Deseo. Primer Memo: Al que madruga, El que Contempla las Estrellas de Cerca y sin Anteojos lo ayuda.
―¿Y eso que tiene que ver? ―aventuró Domínguez.
―¡Cállese! ―ordenó la voz, mientras un nuevo rayo golpeaba al astronauta― ¡El neófito debe escuchar sin interrumpir!
La voz siguió, sin inflexiones. Pasaron horas. O días. No tenía forma de saberlo. Cuando, cansado, no podía sostener sus párpados y caía en la inconsciencia de un semisueño, lo golpeaba un rayo. Cuando intentaba rascarse una comezón en la mejilla (su barba estaba creciendo), lo golpeaba un rayo. Cuando necesitó orinar y habló para pedir una pausa, lo golpeó un rayo y se vació su vejiga. Dos, o diez, o mil vueltas después (aún giraba sobre sus ejes y en gravedad cero) su mejilla rozó las esféricas gotas de su orina que también flotaban, Cuando su estómago gruñó de hambre, lo golpeó un rayo. Imploró por agua y lo golpeó un rayo. Por momentos (imposible saber cuánto pasaba entre uno y otro), escuchaba lo que la voz decía:
―¡Los enterraré a todos! ―dijo Emily, la abuela de San Bukowsky
―…pero todavía siguió corriendo con el chaleco de oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar…
―Entre las figuras penales referidas media un concurso material, ya que el apoderamiento de la tarjeta de crédito, cosa mueble ajena en el sentido del artículo ciento sesenta y dos del Código Penal y del artículo dos mil trenscientos once del Código Civil, guarda eficacia autonómica en el plano jurídico, más allá del destino ilícito dado, que se reflejó en su espuria utilización en las sucesivas defraudaciones llevadas a cabo por el imputado…


Eventualmente, la voz calló.


Ahora, dolía el silencio. Sin ningún ruido, las luces se encendieron y lo dejaron ciego por un momento. En algún lado alguien conectó la gravedad y el Astronauta de Segunda Domínguez cayó pesadamente sobre lo que debería ser el piso de ese recinto. Una pequeña corriente de aire le indicó que se abrió una puerta. La cruzó arrastrándose.


―¿Aún sostiene que usted es el Escogido(9), astronauta? ―dijo alguien, con sorna. Reconoció la voz de Jol’inkomo.


―S-i-i ―tartamudeó despacio, con los labios resecos. Le dolía la garganta.
―Qué puede decirme de lo que ha escuchado.
―N-o en…enten-dí n-nada.
―Deberá aprender a mentir ―dijo el Sumo Sacerdote, con una inflexión endurecida. Llévenlo otra vez a adoctrinamiento.
Domínguez gimió. Dos Servidores del Templo que se le antojaron dos veces más grandes que él, con sus armas en bandolera, lo tomaron por sus axilas, lo arrastraron y lo empujaron a través de la puerta. Alcanzó a leer algo escrito en el dintel, en galáctico antiguo.
«Sala de Catecismo», decía.
Dentro, ya habían quitado la gravedad.
Se apagaron las luces. La voz empezó su relato:
―En el principio todo estaba desconectado. El que Todo lo Enchufa, antes de conectar, verificó la correcta Puesta a Tierra de los elementos…


(1) Peppino di Capri. Vigésimo tercer planeta del sistema Richard Clayderman, en la constelación de la Olla a Presión. Coloquialmente llamado Capri.
(2) Los nombres utilizados para denominar a ciudades, edificios públicos y demás son tradicionales, y no tienen significado alguno para nosotros. El mito dice que se corresponden a los apelativos con que se conocía a algunos animales autóctonos de la Vieja Tierra. Por supuesto, no hay manera de comprobarlo. Algunos pseudocientíficos dicen estudiar su origen mediante una disciplina conocida como nombrología. En realidad, practican la adivinación.
(3) Para los que no viven en esta zona de la galaxia, Nueva Ricky Martin es la capital del planeta Britney Spears —normalmente llamado Spears—, virtual asiento del poder administrativo de la Benévola Dictadura de Este Lado de la Galaxia; uno de los veintiún planetas menores que junto a treinta y seis mayores y las dos estrellas (una gigante naranja, Lena Katina, y una enana blanca, Yulia Vólkova) forman Saloth Sar, el segundo sistema solar en importancia en la constelación del Bidet.
(4) Jol’inkomo: Supremo Sacerdote y Siervo de los Siervos de la Leyenda de la Vieja Tierra.
(5) Por supuesto, el oficio de astronauta no es el mismo de hace unos cuantos milenios atrás. Hoy todos los niños sueñancon llegar a ser Administradores de Recursos o Turistas Diplomados; pero, de seguro, la mayoría termina como Domínguez, asignado al Departamento de Provisión de Refrigerios o a cualquier otra oscura repartición de alguna  de las incontables oficinas que mantenían funcionando al Benemérito Sistema. En el principio la cosa había sido muy distinta. Según era tradición entre los zomorgujos, los primeros astronautas, los pioneros, sólo se habían aventurado a visitar los vecindarios de la Vieja Tierra; y, sin embargo, habían sido héroes. Cuando la humanidad se aventuró más allá del Sistema Madre, la profesión se tornó más mundana y terminó siendo lo que era en la actualidad: un repositorio de fracasados.
(6) Religión Somorguja: (por extensión, a los practicantes se los conoce como zomorgujos o somorgujos, también llamados zomores). Sistema de dogmas y prácticas asociadas al mito de la «Vieja Tierra», la creencia en la existencia real de un planeta madre de la humanidad. Usan como talismán una botellita o frasquito de vidrio sostenido por un collar, que en su interior y según profesan, contiene tierra de la Tierra. Se identifican entre ellos con una señal en la que (colocando los dedos índice y medio de la mano derecha extendidos mientras el pulgar sostiene o aprisiona los dedos anular y menor) con los dos dedos mayores se tocan la mejilla izquierda. Una vieja tradición según la cual recuerdan el lunar con forma de hongo que tenía en esa mejilla un respetado patriarca de la antigüedad y maestro del zomorgujismo conocido como Yetento Tizaleni. Varias de sus enseñanzas chocan abiertamente con el sistema de leyes impuesto por el Supremo Benefactor, Dictador Amigable y Presidente Eterno, el Teniente General Brigadier Mayor Lakutshm Ilanga ―con quien se inició la Benévola Dictadura de Este Lado de la Galaxia—, hace trece mil quinientos años.
(7) Doris Day es el nombre de la legendaria nave-casino-monasterio zomorguja. Para los seguidores es una especie de paraíso del conocimiento. Para los opositores a la doctrina zomora es sinónimo de un lugar lúgubre donde se sufren los peores tormentos. Es común oír a los padres retar a sus hijos diciéndoles «Si no tomás la sopa te interno un año en la Doris Day». Algunos lo han hecho.
(8) El Texto, también conocido como Libro del Texto es una colección de lecturas que sirve de base a la liturgia zomorguja. Está compuesto por varios libros independientes: «La senda del perdedor, según San Bukowsky», «La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, según San Márquez», «Manual de Taller del Sistema Eléctrico de la Excavadora Caterpillar 345B», «El Código Vinci, según San Brown», «La Tautología Darwinista según San Vallejo», «Harry Potter y las reliquias de la muerte, según San Rowling», «Anuario Hustler 1997 / 1998», «Ciudad de San Luis contra Minetto, Sixto Claudio sobre estafas reiteradas», «Los records Guinnes 2002», «Predicciones del Horóscopo Chino para el año 2004», «Malignant B-Cell Lymphoma  in  patient with  primary  Sjgren  síndrome, según San Varga y San Kiss». El primer libro, comúnmente llamado «Así Empezó Todo» lleva por título original «Manual de Instalación de la Prensa Neumática ‘El Galeón’ JR200 con PLC»
(9) El Escogido es, en la liturgia zomorguja, aquel que según las profecías del Texto será el encargado de encontrar el planeta de origen. Las diversas corrientes dentro de la doctrina zomora difieren en la misión y la identidad del Escogido. Algunos dicen que no se habla de una persona, si no de la misma religión; otros hablan de «los escogidos» como los conversos al zomorgujismo. Algunos dicen que ya nació y encontró la Vieja Tierra hace muchos años, pero la clase sacerdotal oculta este hecho para conservar sus privilegios; otros creen que es la esperanza del futuro. Los más, lo consideran una farsa.


Acerca del autor:

Acacio, bibliotecario, inventor de la nada (El décimo signo) - Daniel Frini


El silencio domina la tarde calurosa en el monasterio eutiquiano de Deir Mar Takla, a orillas del Éufrates, en un día del año que siglos más tarde será conocido como setecientos cuarenta después del natalicio de Jesús el Cristo. Acacio es un hombre inteligente y lector ávido de los antiguos textos griegos y árabes que enriquecen la biblioteca a su cargo, lo que le ha conferido un merecido prestigio de hombre sabio y santo. Pasó los últimos meses abstraído en una idea apasionante, sugerida por los libros, que lo sobresalta y emociona. Hace semanas que duerme poco y nada, descuida las oraciones, apenas come y se muestra distraído y ausente. Sólo esta mañana compartió su razonamiento con los otros diez monjes, mientras comían unos mendrugos de pan ácimo, y agitó la atmósfera tranquila y centenaria de los claustros ganados a la roca. La respuesta, tal como lo esperaba, ha sido de duda, en el mejor de los casos, y de escándalo en la mayoría. Sólo el abad se mantuvo callado y meditando las palabras del bibliotecario. Ahora, en el tiempo quieto que sigue al mediodía, Acacio decide que una buena manera de ordenar sus pensamientos es ponerlos por escrito. Está en su kalbbia y, por el ventanuco abierto en la piedra, mira sin ver el horizonte árido, más allá del río. En un gesto mecánico, con su mano, limpia el palimpsesto sobre el que va a trabajar. Hunde el kálamos en el recipiente con tinta —hecha por el hermano especiero con leño de espino, nuez de agalla, piedra negra, miel, vino y vitriolo azul—, escurre el sobrante y lo dirige a la superficie, detiene su mano en el aire durante un segundo, dudando, y finalmente escribe: «¿Porqué, mi Señor y Dios, me es dado hacerme esta pregunta? ¿Es el Gran Enemigo quien quiere hacerme pecar dudando de Tu Sabiduría? ¿Me he dejado ganar por la soberbia? Si has querido que algunos conocimientos permanezcan vedados a los hombres, ¿porqué encuentro que mi reflexión no es equivocada? He conocido el ingenio sutilísimo que poseen los sabios de la India, con el que superan a los demás pueblos en aritmética y geometría, el mismo que heredaron los infieles muslimes: un valioso método de calcular, que sobrepasa toda imaginación, de manera tal que parece cosa de magos o demonios; y que manifiestan mediante nueve signos, con los que pueden indicar cualquier grado de magnitud, desde Tu Unicidad hasta la cantidad total de días de la Eternidad». Un carraspeo lo detiene. Acacio gira la cabeza y se encuentra con la figura diminuta y encorvada del abad que se recorta en la puerta baja de la kalbbia. ―Bendiciones, hermano bibliotecario. ―Bendiciones, hermano abad.Acacio baja la cabeza en señal de sumisión y, aunque sabe porqué su superior está allí, pregunta con cortesía: ―¿A qué debo el honor de tu visita? ―Seré franco y directo, hermano. El Señor me ha dado la gracia inmerecida de una inteligencia que me permite apreciar el trabajo de hombres eruditos, como es el caso de los hombres del Panyab o de Bendosabora; o el tuyo propio, querido hermano. Me gratifico y sorprendo con la grandeza de Dios que ha negado Su Persona a los infieles, y sin embargo los ha iluminado para que con nueve trazos convenientemente ubicados resuelvan lo que ha sido un esfuerzo extraordinario para los latinos y nuestros padres griegos. Y está bien que así sea: nueve lunas necesita la madre para traer un niño a la vida, Parménides dice que el nueve es el número de las cosas absolutas, Porfirio dice, en sus Enneádes: «he tenido la alegría de hallar el producto del número perfecto, por el nueve»; nueve son las órdenes de los angeles, hay nueve clases de demonios y nueve piedras preciosas; nueve puertas permitían el acceso al kodesh ha-kodashim del Templo de Jerusalén; tres mundos hay―cielo, tierra e infierno— y en cada uno de ellos hay una tríada; por ello el nueve es el número que cierra el tercer ciclo a partir de la unidad, y con ello, la creación. Pero no entiendo, querido hermano, tu empecinamiento en decir que a los sabios que nos precedieron se les ha pasado algo por alto… ―Hermano abad, en mis meditaciones me he encontrado con cierta anomalía que es la raíz de mi desasosiego. Los Padres latinos enseñan que el Hijo de Dios volvió de entre los muertos al tercer día, y así lo aceptamos. Es nuestra fe que entregó su alma a la Misericordia del Hacedor el día viernes, que contamos como el primero; transcurrió el sábado, que es el segundo día, y resucitó para la Gloria del Padre y nuestra salvación eterna, el domingo, que contamos como el tercero. Sin embargo, tal forma de contar los días jamás me resultó clara y he dado con otra, que no hallo errónea: Jesús el Cristo murió a la hora nona del viernes. Y las horas transcurridas hasta la cuarta vigilia del domingo, cuando María de Magdala descubre el sepulcro vacío, hacen apenas un día y fracción; y no tres días como nos han enseñado nuestros Padres y profesamos en nuestro Símbolo de Fe, cuando decimos «Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Ahora, hagamos el mismo razonamiento contando al revés: partiendo de la última vigilia del domingo hasta la última vigilia del sábado, contamos un día; pero la cantidad de horas desde la última vigilia del sábado a la hora nona del viernes, no hacen un día. Esto quiere decir —y esta es la clave de mi agonía― que hubo un tiempo en que no hubo días. Los nueve signos de la India no contemplan este dilema ¿es necesario un signo nuevo? ―Ni los hindúes, ni los muslimes mencionan nada acerca de este acertijo. ―Es verdad. Y sólo en Ptolomeo, en el sexto tomo de su Hè Megalè Syntaxis, he encontrado un símbolo al final de una cantidad para indicar un centenar; y no puedo saber si él llegó a la misma conclusión a la que he arribado, pues nada aclara sobre el tema, y si así fuera, su notación no ha sido utilizada otra vez. ―Pero Acacio, hermano; si tal signo existiese, debería ser un signo ideado por el maligno y contrario a la Voluntad del Señor. ―Eso me inquieta, hermano abad. Tal signo representa la ausencia de cantidad. Cuando deseo adicionar a cualquier cifra la ausencia de cantidad, el resultado es la misma cifra; en cambio, cuando intento usar la tabla de Pitágoras para hacer el producto, agregando a ella el signo de la ausencia; transformo cualquier cantidad en nada. Aún cuando repetí innumerables veces éste procedimiento no encuentro equivocación en mi razonamiento… ―¿Te das cuenta, hermano, de lo que propones? De existir tal signo, Acacio, sería arquetipo de la ausencia y paradigma de la nada. Tendríamos a mano el Poder del Señor para destruir mundos mediante un simple signo. ―Lo he visto. Y me asusta este descubrimiento. Ruego por que la Sabiduría de Dios me guíe y me indique el camino. ¿Qué debo hacer? ¿dar a conocer mi descubrimiento a los sabios para que ellos también conozcan Su Poder y nos acerquemos a Él? ¿debo ocultar lo que me ha sido permitido vislumbrar? El Abad respeta la erudicción de Acacio y lo admira; y no puede más que asombrarse de la lógica del razonamiento del santo. Él ha recorrido todo el Oriente defendiendo la doctrina de Eutiques en disputas cristológicas desde Nicea hasta Antioquía. Es un hombre capaz y sabe reconocer el poder inmenso que ha descubierto Acacio en el décimo signo. Y esto lo asusta más que los daimones, diábolos y espíritus impuros a los que ha vencido; más que Asmodai, Choronzon o Jaldabaoth. Acacio, que aún no ha soltado el kálamos, baja su cabeza y cierra los ojos. El abad, veterano de mil batallas contra el Indigno, se mueve rápido. Toma el instrumento de caña de la mano del monje y lo clava, con todas sus fuerzas, en la garganta del bibliotecario que no alcanza, siquiera, a sorprenderse. Minutos después, Acacio muere. El Abad sabe que el peligro está aún latente: él mismo ha visto el fruto del Árbol del Conocimiento que le fue prohibido al Padre Adán y desea olvidar con toda la fuerza de su viejo corazón, pero entiendé que no podrá hacerlo. Sabe, también, que en el futuro podría ser engañado por el Oscuro y persuadido a revelar el misterio. Entonces, toma el recipiente de tinta  y bebe el contenido de un trago. Se acuesta en el suelo caliente del pequeño cuarto. Reza en voz inaudible pidiendo perdón. El calor de la tarde que se alarga hacia la noche lo adormece. Recuerda la melodía de una vieja canción que le cantaba su madre; y, aunque se empeña, no consigue recordar la letra. Luego, los venenos de la tinta apagan todo para él también. 

Acerca del autor:
Daniel Frini

El abuelo del gordo César quizo tocar el cielo con las manos, para lo cual construyó una catapulta que te la voglio dire - Daniel Frini


—Los muertos pueden bajar del cielo —interrumpió el gordo César —. 
Cuando mi abuelo murió se fue al cielo y después bajó.
—No, gordo, tu abuelo se fue al cielo y por eso se murió. 
Y eso que le avisamos que no era buena idea querer ser catapultado por los aires pero no, el viejo cabeza dura se emperró en tocar el cielo y ahí lo tenés.

Más sería vicio, Saurio

No logro explicarme por qué razón éste párrafo quedó en mi memoria y, con los años, llegó a transformarse en una obsesión un tanto molesta; algo así como cuando una melodía pegadiza nos acosa y la tarareamos en cualquier momento y llega a incomodarnos; o, en mi caso, el octosílabo picaresco de Marco Valerio Marcial que dice: 

No hubo en toda la ciudad 
quien de balde a tu mujer 
la quisiese pretender 
mientras tuvo libertad. 
Pero tu curiosidad 
de poner a su reposo 
guardas y hacerte celoso, 
Vergenal, ha despertado 
más de mil que la han gozado. 
Eres un hombre ingenioso. 

y que me valiera la expulsión del Círculo de Ajedrez Martín Fierro, cuando tuve el mal tino―deben creerme, lo hice sin darme cuenta. Daba lo mismo que hubiese silbado «La cumparsita»— de recitarlo en el velorio de su extinto presidente y en presencia de los más conspicuos socios y de su viuda, quien, de manera curiosa, no era hermosa ni fiel. 
Mi psicólogo decidió por mí que debía enfrentarme a ese que llamó episodio incordioso de la memoria. 
Así empecé una búsqueda que ha ocupado los últimos cincuenta y cinco años de mi vida. No viene al caso contar ahora cómo encontré los pagos de Noles, o lo que me costó sortear los ataques de las ovejas carnívoras del Cholo, ganarme la confianza de los lugareños —algo comparable, les aseguro, a los trabajos de Hércules―; o, finalmente, bucear en la memoria de los más viejos hasta dar con las hilachas de la historia del hombre que quiso tocar el cielo: don Eulalio Medina, abuelo materno del gordo César. 

Cuando don Eulalio contaba con unos veinte años, supo noviar con la Pelada Saravia —algunas matronas de Noles cuentan que ella tenía una hermosa cabellera negra, con un mechón blanco en la frente, pero carecía de pelos en la zona baja, aparentemente por efecto de tanta fricción y durante tanto tiempo―, y cierto mediodía la llevó al campito que está al otro lado de las vías. Parece que al final de aquel encuentro, la Pelada le dijo: 
—Me hiciste tocar el cielo con las manos. 
 Eulalio le miró las manos, como queriendo encontrar alguna hilacha de nube enredada entre los dedos, pero no vio nada. Entonces, miró al cielo, que se le antojó muy lejano; y además, no le pareció que la Pelada se hubiese ido de abajo suyo en los últimos cuarenta minutos, así que fue en ese momento cuando decidió dos cosas: en primer lugar, que las mujeres eran unas mentirosas; y luego, que él sí tocaría el cielo. 
A la madrugada del día siguiente, comenzó el ascenso a la montaña, llevando al hombro la escalera tijera, de madera y de tres metros, del Pepón Carnota; que, por aquel entonces era el pintor de brocha gorda del pueblo (esto pasó muchos años antes de que al Pepón se los comieran los caníbales). El ascenso; entre horcomolles, guayacanes, cinacinas y mistoles ―con una escalera a cuestas— fue penoso. Hacia el mediodía había llegado a la zona de los pastos duros y los cactus, a mitad de camino. Sobre la hora de la puesta del sol, alcanzó la cumbre. Hizo noche allí y casi muere congelado. Cuando el sol del próximo día aflojó el hielo que lo aprisionaba, se puso en puntas de pié y estiró sus manos. Sin embargo, el cielo se le antojó tan lejos como lo estaba si se miraba desde el campito de atrás de las vías. Dispuso de la escalera y se subió hasta lo más alto, resistiendo el embate del viento que venía desde el océano. El cielo seguía lejos. «Necesito ir más arriba», se dijo. Miró hacia el horizonte, pero no vió nada más alto. 
Bajó de la montaña, casi derrotado y cabizbajo. 
Pensó en un avión. Viajó a la capital de la provincia en el acoplado del camión del Zorrino Saravia (el mismo que se fue secuestrado en el Zepelín alemán, durante el gobierno de Pereira) y que lo acercó, gentilmente, al aeroclub. Luego de regatear el precio, subió a un viejo Bristol Fighter, reliquia de la Gran Guerra, usado para vuelos de bautismo. Nadie sabe, a ciencia cierta, qué pasó allá arriba; aunque no es difícil de imaginar. Nuevamente en tierra, los mecánicos del aeroclub debieron usar destornilladores y barretas de hierro para abrir los dedos y lograr que quitase las manos de la manija de hierro del asiento del acompañante. Ya en el taller, les llevó un porrón y medio de ginabra «La llave» lograr que aflojase los músculos y abandonase la posición de sentado, 
Pensó en una gomera. Le pidió a la Señorita Aurora, la maestra (que murió tres años después, con ciento quince cumplidos), algún libro en el que pudiera ver cómo hacer para llegar más alto. Ella le dio un ejemplar de Física Elemental (Primer Tomo; José Fernández y Ernesto Galloni, Primera Edición, Buenos Aires, 1939) que —la verdad sea dicha― no le sirvió de nada; aunque algo entendió acerca de la observación y experimentación de los fenómenos físicos. Durante dos días estudió, libreta en mano, a los changos que cazaban chuñas y bichofeos en el bosquecito de talas cercano al cementerio. Después, le encargó al Turco Jamim, novecientos setenta y tres metros de elástico para ropa interior, que éste le trajo desde la capital. De un árbol de palo blanco sacó una gran horqueta, que clavó en el campo del viejo Vilchez. Plegó y replegó el elástico y usó dos matungos para tensarlo. Se acomodó en el cuero que usó a manera de bolsa; y su compadre, el Chirino Azcuénaga —algunos me contaron, en cambio, que fue el Tape Valenzuela―, cortó la soga con la que tiraban los caballos. Al contrario de lo esperado, el tiro salió rasante y don Eulalio recorrió apenas cinco metros a unos setenta centímetros del suelo. Quiso la providencia que su pié quedase enganchado en el elástico que, sin que tocara el suelo, lo llevó de regreso hacia la horqueta. 
Según dijeron algunos viejos, aún convaleciente de sus quebraduras, vio por primera vez una catapulta cierto verano que llegó a Noles un cinematógrafo ambulante. Instalaron una sábana vieja y manchada, a modo de pantalla, frente a la Sociedad de Fomento, y proyectaron una de Juana de Arco, en blanco y negro y «sin ruidos». 
Entonces, decidió construir una. 
Volvió a pedirle ayuda a la Señorita Aurora, que esta vez no pudo socorrerlo. Buscó en los libros del cura, en la biblioteca del Juez de Paz y en la del doctor Seismandi. En ésta encontró un libro sin tapas que mostraba algunos grabados viejos, pero bastante claros. En uno de ellos representaba el asedio del castillo de Stirling, durante la rebelión escosesa de William Wallace y mostraba un tipo de catapulta al que los franceses llamaron «trebuchet», con un gran cajón de madera lleno de piedras, que actuaba como contrapeso. 
Hizo una copia del grabado, a mano alzada, en su libreta y empezó a construir algunos modelos a escala. Tuvo varios fracasos, pero con perseverancia aprendió de los modelos previos, corrigió errores, probó materiales y, finalmente, decidió construir «La Gauchita». 
A esa altura de su vida ya había nacido el gordo César y él acompañó a su abuelo al monte para buscar las mejores maderas, le ayudó a robar ovejas del Cholo y algunas cabras de Ña Encarnación, a las que descuartizaron para sacarles los tendones y tripas, y construir las cuerdas elásticas. 
La primera prueba satisfactoria se hizo con piedras, luego probaron con una oveja cuyo balido de terror se perdió en la distancia. Finalemente, todo estuvo listo para el gran vuelo. 
Fue un día de verano, apenas salió el sol. El mismo gordo César tiró del pestillo y su abuelo voló y se perdió más allá de la montaña, del otro lado del horizonte. 
Aquí se acabó la historia. 
Por un lado, la policía de Noles incautó La Gauchita, le pegó varios papeles en los que decía «secuestrada», que se decoloraron con el tiempo; y quedó guardada en los fondos de la comisaría, Diez años después, los policías usaron la base para hacer una carroza alegórica del terremoto del año quince, para los carnavales de Santa Antonieta (los mismos en que voló por el aire el auto del Coronel Piesetti). Treinta y siete años más tarde, se usaron los restos de la madera reseca para hacer un gran asado cierta vez que un político con aspiraciones tan grandes como sus patillas, visitó Noles. 
En tanto, don Eulalio apareció a los diez días de su viaje, en la villa de Las Piedritas, a sesenta y tres kilómetros de Noles, enredado en los tunales cercanos al campo de Don Emeterio Canosa (el que después ganó la lotería, pero el Reverendo Soriano le robó el boleto). Alguien me contó que la punta de los dedos de la mano derecha de Don Eulalio Medina estaban manchados de celeste.

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