sábado, 10 de noviembre de 2012

Para qué tengo tus brazos – Héctor Ranea


A decir verdad, me molestan estos brazos, ni siquiera sé si tengo estos brazos. Desde que ella me dijo que tenía que irse, me sobran. Me sobran tanto que quisiera cortarlos. Lo estoy pensando, ahora, más precisamente. Si me corto el brazo izquierdo (con el derecho, es fácil aun para un zurdo) me queda cortarme el derecho, pero ahí me tropiezo con una dificultad. Podría pasar por un lugar que corten brazos, pero no conozco. Es terrible. ¿Para qué quiero los brazos que no podré usar al abrazarte? Es más, el verbo abrazar pierde sentido. Si nos encendíamos al abrazarnos, ¿qué quedaría de nosotros sin el calor? Algo así te pregunté, creo, el día que me dejaste en el andén, mirando las ruedas del tren para cortarme en dos, cosa de la que desistí porque sería doble mi dolor de no tenerte. Decía del diálogo
—¿Qué quedará sin nuestro calor?
—Amor, no sé. Esto es necesario —dijiste—. Nos acostumbraremos, supongo.
—No subas así los hombros. Parece que no te doliera.
—Es cierto, no me duelen los hombros —reíste.
—¿Me dejás en el andén y pensás en tus hombros? ¿Justo ahora que tomarás el primer tren después del 909 me dejás con esa sensación?
—Hace tiempo debimos tomar este tren nosotros dos. Pero algo te lo impidió y nunca lo supe.
—Lo que yo no sabía —le dije— tampoco lo sabrás ahora. ¿Quedará para algo el calor de mis brazos si no te abrazo?
—Eso es lo que nos separa, amor. No nos separa ningún espanto, nos queremos, nos amamos, e igual nos separamos —dijiste.
—¿Pero por qué? —dijeron mis manos, mis brazos, locos de entrar en tanto llanto.
Nadie oyó el desesperado clamor de las extremidades; ni yo, acostumbrado como estoy a escuchar tantas cosas diminutas y, sin embargo, tan aturdido estaba que dejé pasar ese momento y desde entonces ellos quieren separarse de mí.
El tren huyó con ella. Lo miré, como dije, con la perspectiva de un suicida que quisiera ser cortado, pero ni la opción sagital ni la transversa me convencieron; ya, para cuando tomé la decisión, afortunadamente, el primer tren después del 909 se había ido, como siempre, con destino a las nieblas y los paisajes desesperados. Los ideales para nuestro amor: pero ahora ella iba sola. Como un reflejo incorrecto, comencé a correr tras el tren que se perdía, probablemente, en la primera curva. No me dejaron bajar del andén.
Una actitud que rechacé enfáticamente pero ante la decisión de esos señores acepté resignarme a cortarme en dos con otro tren aunque luego reflexioné que no sería lo mismo. Era ese el tren justo y lo había perdido, como hacía tiempo había perdido el otro, pero con ella. Al menos viajamos en otro tren a la isla del paisaje de la neblina y el horizonte desesperado.
¡Caramba, si habremos discutido sobre eso! Y no llevo nada en esta situación. Me dejó, llorando un tren que en este momento no sé si existe.
Quise esperar a que regresaras. Esperé durante días y noches. Calor, escarcha, lluvia, viento norte, lo que pidas yo aguanté mientras esperaba. Iba a las paradas de las putas para tomar notas de sus epítetos y sus propuestas, fui a tomar café al bar de los taxistas para aprenderme todas las calles con sus problemas y desgracias, acústicas mal construidas y baches legendarios, pero nada sirvió para no esperarte. Nada te esperaba, todo quería que estuvieras ahí, ya, en ese instante. Sólo tu ausencia me convenció de que no estabas.
—¿Querés estar conmigo? —tu voz me decía las mil y una cosas que hubiera querido oír, a pesar de ser la del telefonito monstruoso.
—¡Claro! —exclamé casi en un grito.
—Veníte al andén, estoy por tomar el primero que salga después del 909.
—¿El 9-0-9? ¡No llego! Esperame más. ¡Que sea el segundo!
—Espero que llegues —dijiste casi sin escucharme—. Hoy te necesito más que nunca; el tren no espera: no puede esperarte.
Mis brazos se hicieron ruedas de una bicicleta gigante, mis piernas bielas de locomotoras de vapor de volcanes explosivos, me puse en la cabeza un casco de vuelo para llegar en el globo que construían mis ojos mientras crecían con estrépito rompiendo mis lentes y mis pupilas. Crecí hasta ser el globo que me llevaría a tu andén. Yo sabía todo sobre el tren, no lo perdería. Bajo ningún aspecto lo perdería. No podría perder un mero tren con todo el equipo de traslado que tenía. Sólo me faltaba un avión, entonces hice con mis brazos las alas de un avión y volé, juro que volé en el colectivo que me llevaba a la estación de donde salían los trenes que partían después del 909. Y sin embargo, lo perdí. Cuando llegué vi el furgón de cola, sonriendo casi como a sabiendas de hacer una travesura. Decía: “primero después del 9-0-9”. Miré el horario. Habías protestado que la locomotora partiese anticipada pero no pudiste evitarlo. Tu condición de conocedora de la red ferroviaria no impidió que la ciudad me jugara una mala pasada al hacer que el bus se detuviera en un lugar para que compráramos los anteojos que se necesitan para ver a la persona amada, cosa que no hice, porque te veo sin necesidad de ellos. Ahora, aunque me compre uno más que cien, tampoco la veré, porque sé que sos mi persona amada y que nunca más te veré.
—¿Por qué no llegaste? — ahora llamabas desde la tercera estación después del largo silencio del adiós que no pudimos darnos.
—Te llegué a ver, pero partiste antes. Y me morí otro poco.
—No te quiero si mueres.
—No sé qué hacer para vivir. Tengo apego por la vida acompañándote, no puedo seguirte a esa velocidad de tren que tenés.
—¿Te parece que partí antes? No tengo un horario más que para esperarte. Hoy no parto. Vení.
Fui. Llegué antes. Ella aún no me esperaba y leía la espuma en el café, los caminos de los caracoles en las plantas del andén. Las pelusas que brillan en los geranios al Sol le decían cosas, según ella, que yo no me atrevía a creer ni a refutar. Levantó la vista y sonrió cerrando un poco los ojos para hacerme vibrar de alegría. Alegría. Cuando la veía todo era alegría. Alegría en mis brazos y piernas, en toda la longitud de las piernas, desde mi sexo a los dedos, uno por uno, que me los hubiera cortado por besarle una uña y ella se hubiera cortado el pelo para verme llorar en el centro del ojo.
La vi y no dije nada. Ella me vio y no dijo nada. Me mandó un beso frunciendo sus labios. Me amaba. Pero esa vez me dijo que no quería seguir conmigo. Y yo dije que sí, porque nunca pude decirle que no. Y me dijo que me seguía amando, cosa a la que asentí, porque yo amaba a esa mujer con los ojos fruncidos, que me había mandado un beso y que partió días atrás en un tren que se marchó antes aunque ella quiso detenerlo. “Pero el tren está más allá de nuestras voluntades”, creo que dijo. O tal vez lo dejó en un mensaje en mi telefonito.
Sé que tus palabras son siempre las últimas palabras si dicen ser las últimas palabras, por eso tomé a mi vez un tren, creo que el quinto después del 9-0-9, el que llega a la laguna gigante de los pájaros. Allí vi que las garzas seguían volando como antes de que me dijeras de separarnos. Vi que los chajáes tenían que seguir desde lejos a los ñandúes y que los chimangos se comían murciélagos pensando que eran aves, seguramente porque nadie les enseñó que no vuelan por ser aves sino porque comen insectos voladores. Y me quedé todas las horas que hubiera podido estar mirándote y fue entonces que mis brazos comenzaron a cosquillearme y a pedirme que los suelte de mi prisión porque, meditaron correctamente, ella (lo decían por vos) tal vez te olvidó, pero a vos, no a nosotros. No quiere verte a vos, pero sí a nosotros. Así que todo mi cuerpo interpretó, mientras yo veía navegar dos familias de patos, que a quien vos no querías era a mí, no a todos mis órganos. Confieso que quise abordar un bote y perderme en la laguna infinita, porque tenía una tristeza que se parecía a la laguna. No sé cómo explicártelo; sé que no lo lograría. Tendría que traerte hasta acá.
Al atardecer descubrí que había pasado el último tren, que no habría otro hasta el día siguiente y nadie en el pueblo de la laguna me ofreció su certeza de que habría un día siguiente. Así que fui comiendo lo que conseguía a medida que se acercaba el día siguiente.
Y como hubo día siguiente, regresé. Te busqué en el andén. Estabas sola. Tan sola que me diste más amor. Te amé en silencio mientras estabas por ahí amándome en silencio vos también. El tren se retrasó. Nunca se retrasa. Miraste por encima de tu hombro y para atrás. Nos vimos y el Sol no frunció ninguno de tus ojos, porque estaba detrás de vos. Tragué un poco de mis certezas. Tal vez las últimas palabras no son siempre las últimas palabras que uno quiere decir. Ella me mira, me sonríe. Estamos en el andén del tren que se retrasa. Mis labios se ensanchan, mis brazos extienden el abrazo para abrazarte a los tuyos.
Cuando estamos más cerca culpo a los brazos, a mis brazos, pero vos decís
—Mentiroso —con vos dulce— ¡para qué crees que me quedé con tus brazos!
Y ahí recién caí en la cuenta de que sus brazos no eran los de ella sino los míos y que los míos no eran los míos sino los de ella. El primer tren después del 909 partió esta vez a horario y estábamos en él los dos, brazo con brazo, abrazados.

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jueves, 18 de octubre de 2012

A un vuelo del puente – Héctor Ranea


—Y dígame, Gumersindo, ¿es cierto que duele cuando le hacen la inspección?
—No le va a contestar —dijo Gutiérrez, el hijo de Gumersindo, sentado en la rodilla zurda del anciano, mirando para el interlocutor, sentado de perfil—. Tiene la garganta en mal estado. Habría que ver qué le metieron por el gaznate —dijo por lo bajo, sin que nadie se lo pregunte.
—¿Qué le metieron? ¿Se lo puede preguntar?
—Me lo dice por telekinesis —contestó el gurrumín.
—¿Será por ventrilocuismo?
—Las ventosidades son por cuenta de él, yo no hice nada —se justificó.
—¿Es el Gumersindo quien habla o es usted? —le pregunté al que parecía muñeco.
—El Gumersindo está endrogado. Me dice que la vida es un blister de Ribotril. ¿Me trae un vaso de agua?
—¿Para usted?
—¿Y para qué quiero tomar Ribotril? No me aqueja nadie / ni nada me acongoja / soy gaucho de pampa ajena / me gusta montar a pelo / ando de marzo a otubre / de diciembre hasta febrero / y los demás meses me muevo / con el sulky o la carreta / a veces me cuelgo el cuero / otras el poncho me abriga / las más me protege el agua / aunque viva entre los yuyos.
En el bar La Pampa Oriental, todos se quedaron en silencio, hasta el guitarrista florido y la alternadora del diente de oro.
—Poema que, conjeturo, es de Gumersindo —dijo el interlocutor.
—¡Qué va a ser de Gumersindo, oiga! Es un analfabeto de tiempos antiguos, de esos que ni la firma se saben. El poema es de Amaranta Peñaloza, la novia que supo ser de mi hermano.
—Habla enrevesado —le dije.
—No se crea. Mi hermano es de los nuestros. Él habla castellano, a pesar de éste —señaló a Gumersindo.
—¿Me va a decir qué le pasó, Gutiérrez?
—Ojalá. Pero no puede hablar, obvio. Le metieron algo en el gañote y le arruinaron la voz.
—¿Y usted? ¿No me dijo que usted iba a decírmelo?
—¡Está imposible, usted! ¿Por qué tengo que decirle qué me pasó?
—A usted no. ¡A él!
—Ya le dije. Le metieron algo. No tengo más datos. Tal vez quisieron sacarle una muestra de la panza de adentro, ¿vio?
—¿Y todo esto por lo de los puentes?
—Entendió todo para el lado de los tomates, Don. Él no hizo los puentes. Lo hicieron los que le dejaron la garganta a la miseria. Y encima le echaron la culpa los ingenieros. Pero él, a los puentes, se los encontró. Lo jura.
—¿Cómo dice que pasó?
—Lo de siempre. Iba con el zaino o el orejudo buscando ovejas guachas después de la tormenta. Se usa el zaino por las dudas, claro. Pero el orejudo...
—Ahorrémonos eso, vamos a lo de los puentes.
—Bueno, pasa que si después no entiende por qué fue con el zaino, no se enoje conmigo. Yo se lo quise decir.
—Dele nomás.
—Encontró un puente en medio de la pampa. Eso.
—¿Lo encontró ya hecho?
—Si lo hubiera hecho él no lo hubiera encontrado. ¿Me toma por tarado? Soy pequeño pero no tan idiota, mire. ¿Me deja hablar? El hombre —se acomodó como quien estriba— se encontró con el puente y un montoncito de pescados muertos abajo. Muertos, me dijo él, pero parece que no tanto. Y miró más para el Sur y vio otro puente, para el Norte había otro. Se paró en la montura del flete y vio que había varios más allá, lejos. Se pegó un susto flor y truco, Don. Imagínese que dos días atrás había pasado buscando un toro prófugo y no había nada. Esas cosas no pasan, ¿se imagina? Lo que le preocupaba, según me dijo, es que los puentes no unían nada, no saltaban un charco. Todo estaba tan seco que empezó a maliciarse algo malo. Yo hubiera hecho lo mismo, en su lugar.
—¿Usted no había ido con él?
—Soy su hijo, no su sombra. ¿Cómo quiere que sepa? Esto sucedió antes, mucho antes.
—Ahora sí que no te entiendo, muñeco.
—¡Más respeto! Y sea más imaginativo, por favor. Tendría que ser obligatorio que un escritor sea imaginativo y no repita cosas de otros. ¡Muñeco! ¿Sabe cuántas veces me lo han dicho?
—Es una manera de decir. No quise ofenderle, discúlpeme.
—Disculpado. Pero si sigue así el cuento nos supera, vea.
—Siga, siga. Por favor.
—El Gumersindo estaba ahí, mirando, cuando vino el que se llamaba Ingeniero Oalgoasí y le recriminó que por qué había hecho esos puentes, que no eran de su autoridad. Él no había ordenado tantos puentes para pasar la pampa.
—¿Y ahí le metieron eso en la garganta?
—No. Los que le metieron la cosa esa son los que hicieron los puentes, parece. Por lo menos, eso es lo que dice él —señaló al Gumersindo—. Lo corrieron después de que el Ingeniero Oalgoasí se fuera a buscar a un juez. Ahí nomás, para que no se le perdieran los animalitos, le hicieron la inspección de garganta, pero para mí que le mandaron un tubo hasta el otro lado ¿me explico? Y él —señaló al Gumersindo— se resintió. No es para menos. Ni siquiera le pidieron permiso. Un atentado, si me permite que le de mi opinión.
—¿Y le dijeron para dónde apuntaban los puentes?
—Cree que sí, pero se lo dijeron en una lengua pampa, parece, aunque él no la conoce. El viejo es un inculto y solo sabe de morderse la lengua o a lo sumo hervir una lengua de vaca para comérsela. Así que los otros se gastaron en dejarle el mensaje pero el Gumersindo, nada.
—¿Quiere decir que hice todo el viaje hasta acá para nada?
—Bueno, hombre, tampoco es la muerte. Lo que se dice nada nada, no. Mire esa mujer cantando un tango —señaló a la que se había callado antes.
—En primer lugar ¿quién le dijo que soy hombre? Me cuidé de no decirle nada. Y en segundo lugar ¿miró en el estómago del Gumersindo? Tal vez para eso le metieron el caño. No van a hacer todo el asunto de enchufárselo así, para hacerlo sufrir. Para mí, que quiere que le diga, se lo dejaron en la tripa —dijo el interlocutor apurado.
—¿Eso dice? Habrá que averiguarlo.
El Gumersindo se puso blanco y empezó a murmullar algo, cada vez más desesperado. Como no podía sacarse al Gutiérrez de la pierna, empezó a corcovear como el orejudo en sus días de potro. Pero por más que hacía no lo lograba. La gente aplaudía al pequeño que soportó al bravío Gumersindo y, llegado el momento, lo abarajaron y alzaron al corcel llevándolo, a pesar de sus sordos gritos, al estaño. El dueño del bar le abrió de un tajo la panza y encontró en la tripa gorda de Gumersindo un mapa detallado de los puentes. Maravillados, todos miraron al interlocutor, pero ya se había hecho repelús. El Gumersindo pataleó un poco, se calmó, lo cosieron y le pusieron la voz de la guitarrista. Por suerte, tomó todo con humor. Lo primero que dijo fue:
—Ahora manden a llamar al Ingeniero Oalgoasí —aunque lo dijo con voz demasiado sensual para ser el Gumersindo, lo importante es que ahora le creerían al gaucho y sabrían todo para qué eran esos puentes.
Cuando llegó el Ingeniero se quedaron todos de una pieza cuando leyó el mensaje como si fuera escrito para él. El hombre, con acento grave y esdrújulo alternadamente, dijo:
—Los puentes están en otro lado, unen los puntos que no son con las rutas que no llevan a parte alguna, o bien el lugar al que llevan es como el río que vadean: hoy están, mañana serán mar. O sea —concluyó el Ingeniero Oalgoasí— son puentes que tienen una misión. Sobrevolar el aire que los sostiene.
Con esta frase, hasta Gutiérrez se quedó sin palabras. Fue el momento exacto que esperaba un tapado acodado al estaño, que se había apeado de un Falcon del 74, rojo con techo de vinilo hecho jirones y se le acercó al Ingeniero.
—Me dice que otean el aire, los puentes, si no entendí mal.
—Básicamente es eso lo que me dijeron —se defendió el Ingeniero.
—Yo tengo para mí que usted nos oculta algo —dijo con gravedad el tapado—. Por lo poco que vi de esos puentes, diría que son para ayudar al vuelo del pato gordo.
Esta vez, al aire del bar no lo cortaba ni el cuchillo del Celedonio, con eso creo decir casi todo.
—¿Me está acusando de ofrecer al pato gordo una pista, diga?
—No lo digo, lo afirmo —dijo el tapado, pateando con fuerza y levantando de la alpargata diestra polvo de cien caminos.
Lloraban los pastizales, lloraron los retratos. Hasta las latas de durazno lloraron. Este sería el último día del Ingeniero. Nadie había osado jamás abrirle caminos al pato gordo. Todos sabían qué desgracias traería al pueblo. ¿Cómo dejarlo entrar? ¿En qué estaría pensando el Ingeniero?
El pueblo entero se hizo presente en el bar, presintiendo que algo grave sucedería en sus paredes.
El Gumersindo chillaba en voz grave, sin poder modular palabra abrumado por los problemas de la cantante. Fue Gutiérrez quien dio la voz de áura:
—Cómanlo —fue su comando lapidario.
Se repartieron los sesos entre los pocos que se animaron a comerlo: los zombis. De lo demás no quedó ni para el recuerdo. Cuando llegó el pato gordo, avivado del tremendo fin de su cómplice, ni hizo la escala en los puentes; siguió volando, que volando se encuentra la verdad. Aunque sea un pueblo chiquito y pobre: “La verdad, no sé si sé”, estación de tren de socrático apellido. Llegó flaco ahí el pato gordo, pero fue bien recibido.

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sábado, 22 de septiembre de 2012

Noticias de la Sagrada Ciudad de Elelín - Daniel Frini


Uno

A la sombra de un árbol al que los nativos llaman úten, tan parecido al algarrobo que crece en los valles cercanos al mar Mediterráneo; está tendido el cordobés Francisco de César, capitán del reino de España por voluntad de Carlos Habsburgo. 
Intenta reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña, mezcla de selva y desierto, imaginada por el diablo; y que tantos y tan buenos soldados se ha llevado. 
Hace apenas algo más de un año llegaron a esta parte de la América con la expedición de Sebastiano Caboto y construyeron, bajo su mando, el fuerte de Sancti Spiritu; en el lugar donde el río que el capitán general ha llamado Caracará desemboca en aquel otro que los nativos llaman Paraná. 
Cinco meses atrás, Francisco partió en expedición; y ahora está de regreso con menos de la mitad de los hombres que lo acompañaron, y lo reciben los dos torreones y las casas en ruinas, los almacenes saqueados y quemados, la empalizada caída y los bergantines desfondados y hundidos a medias, a poca distancia de las barrancas que zozobran en el río barroso. De los habitantes de la novísima colonia española han quedado sólo unas pobres osamentas, apenas cubiertas con restos podridos de ropa. Imposible saber de quiénes se trata. No hay noticias de los indios yañás que tanto ayudaron al nuevo poblado hasta hace unos meses.
En la ensoñación que deja el calor y la enfermedad, el capitán recuerda.

Dos

Son machaconas las noticias que han llegado a los españoles acerca de una fabulosa ciudad; toda de oro, plata y piedras preciosas; que está hacia el poniente. Desde las historias del grumete Francisco Fernández, que vivió con los charrúas después de que éstos matasen al almirante Juan Díaz, hace unos diez años; hasta los muy variados relatos de las muchas naciones indias —yaros, corondas, bartenes, mbeguás, timbúes— con las que se ha tenido contacto. Todos hablan de un rey blanco, de una sierra de plata, de mujeres cautivas, de las grandes riquezas que poseen los habitantes de ese país legendario, y de la excelencia de las tierras regidas por esta ciudad, capaces de cinco cosechas por año y de alimentar rebaños de ganado que se pierden en el horizonte. Ni Caboto ni César son tontos. Saben de ciudades legendarias y de nativos mentirosos; pero también saben del Cusco de Pizarro o el Tenochtitlán de Cortéz; y se desvelan con conquistar su propio imperio en las Américas.
El capitán general le encomienda encontrar la ciudad mítica para gloria de Nuestro Señor Jesucristo y del rey Don Carlos Primero de España. 
Francisco de César reúne catorce hombres debidamente pertrechados y montados, dos guías indios para que oficien de lenguaraces, cinco arcabuces, dos pasavolantes y una lombarda, medio quintal de pólvora, diez cahices de trigo, un quintal de bizcochos y una buena provisión de vino y tasajo.
Suben por el Caracará, en jornadas agobiantes, hasta donde éste nace; en la unión de los ríos Chocancharaua y Ctalamochita; y guiados por los habitantes de esos parajes, continúan bordeando este último. Algunos nativos les dicen que la ciudad está al norte, otros le señalan el sur. Malogran días y provisiones en enredos inconducentes, pero siempre vuelven al cauce que los salva de perderse de manera definitiva. 
El río los lleva hasta las montañas, después de haber recorrido más de doscientas leguas en idas y vueltas por ese laberinto sin paredes, casi tanto como ir desde la bella Lisboa hasta Barcelona. Atraviesan bañados y llanuras calcinadas, soportan lluvias bíblicas, soles a pique y vientos de arena pura que desafilan espadas; hasta que al cruzar una cañada estrecha se ven rodeados por infieles con aspecto feroz, que los desafían al grito de ¡Kom-chingôn!, que el lenguaraz traduce como “¡muerte a los invasores!”. Francisco sabe que puede acabar con ellos en un instante, pero que eso no serviría de nada a su empresa. Decide, pues, capitular; desmonta de su caballo, arroja sus armas y con las manos en alto se arrodilla delante de ellos. Da resultado. Después, los indios le dirán que se llaman henîa, que viven en cavernas; y le hablarán del cerro Cha-ampa-ki, el más alto, aquel que tiene agua-en-la-cabeza, y desde cuya cumbre puede verse, hacia donde se pone el sol, la ciudad buscada, en la que gobierna el rey blanco Lin-Lin.
Temprano en la mañana, los españoles empiezan la caminata hacia la montaña que se ve, casi azul, a lo lejos. Dos días les lleva llegar a su pie y otro más ascenderla, atravesando un espeso manto de nubes que muy pronto queda debajo de ellos. Encuentran, arriba, la laguna anunciada, pero las nubes no dejan ver el inmenso valle del otro lado, al pie del cerro. Deben hacer noche en la cima.
El día siguiente, Viernes Santo, sin una nube en el cielo, el sol sale a sus espaldas. A esa primera hora, el valle anhelado está todavía a oscuras en la sombra de la sierra; y los españoles esperan con ansias que se ilumine de a poco. Luego, los primeros rayos que sortean la montaña alumbran la maravilla.

Tres

A lo lejos, brillan las cúpulas de las torres y los techos de las casas, todos de oro y plata macizos. Divisan edificios suntuosos de piedra labrada y templos magníficos. Ven calles brillantes, un inmenso rodeo de ganado que incluye altas ovejas del Perú y sembradíos de cebada, centeno y trigo que se pierden más allá del horizonte, hasta donde no podría llegar un hombre a caballo en cinco días. Contemplan las altas murallas y los profundos fosos, los revellines amurallados, las avanzadas fortificadas que protegen el único camino de acceso y el puente levadizo que precede a la entrada, por la que bien pudiera pasar una carabela con todo su velamen desplegado. Nada que hubieran visto iguala la opulencia y majestuosidad que se les presenta, que empequeñece cualquier prodigio inca, cualquier maravilla azteca.
Antes de bajar el cerro y emprender el camino a la ciudad, se saben ricos y llenos de gloria, honra y nombradía.
Les lleva otros dos días acercarse a las murallas.
En el camino se encuentran con habitantes de la ciudad, y pasan entre ellos como si no fuesen vistos. Todos son altos, blancos, rubios, de ojos celestes; y barbados los hombres. Nadie puede distinguir su idioma, ni aún los indios que acompañan a los españoles. Ven ollas, cuchillos y hasta rejas de arado de oro. De oro son, también, los asientos en los que las bellísimas mujeres tejen espléndidas ropas de lana, más fina que la mismísima seda de Sipán. Todos visten faldellines y camisetas, y cubren sus hombros con una manta. Están engalanados con plumas de hermosos colores y colgantes y pulseras de oro con insertos de turmalinas, zafiros, rubíes, lapislázuli, ágatas y turquesas. Cada uno de ellos parece un rey.
Los españoles no ven armas de mayor tamaño que un puñal y saborean, entonces, la riqueza fácil. Más por curiosidad que por codicia, levantan del suelo dos o tres piedras de oro, del tamaño de una nuez y alguna verde como esmeralda.
Deciden acampar esa noche; y atravesar la inmensa puerta, con gran pompa, en las primeras horas del otro día. Satisfechos y sabiéndose seguros, se quedan dormidos. El profundo sueño no respeta ni los turnos de vela.

Cuatro

El capitán Francisco de César recuerda perfectamente todos y cada uno de los detalles del sueño. Recuerda la visión de la última llama del fuego que los calentó esa noche antes de cerrar los ojos. Recuerda, con sorpresa, la suavidad del recado que le sirvió de almohada, y el hombre que le habló, y cuyas palabras entendió, aunque no las conociera.
Era muy, muy viejo y casi transparente. Le dijo: “Te fue dado, Francisco, conocer la maravilla; pero no te es permitido pisar sus calles. La ciudad será siempre invisible para los que no la habitan y puede que los hombres la atraviesen sin darse cuenta. En ella no hay enfermedad ni dolor; no existen pesares ni tristezas. Hoy la ciudad será una, mañana otra, y serán dos, y serán tres; pero tu gente, los que te seguirán y los que vendrán después de tu gente no podrán, siquiera, imaginarla. La ciudad irá al sur, al norte, a los confines donde mora el sol o se quedará en este valle; siempre protegiendo a los suyos de la malicia, el terror, la codicia y la muerte. No volverás a soñarla”


Cinco

Alto el sol, y como saliendo de una resaca, los españoles abren los ojos; y ya no hay nada. Ni torres, ni edificios, ni templos, ni foso, ni muralla, ni ganado, ni campos labrados. No hay gentes, ni oro, ni plata.
Desconcertados, caminan diez y veinte veces por donde debieran estar las calles con adoquines dorados y donde ayer estaban trabajando las hermosas mujeres de ojos claros. Solo encuentran pequeños montes aislados de talas, molles y espinillos. No pueden creerlo y demoran el retorno esperando que la ciudad vuelva. Saben a ciencia cierta que estuvo allí, porque lo atestiguan los guijarros de oro y las esmeraldas que levantaran del riquísimo suelo, que ahora les ofrece sólo piedras de granito y caliza. Ya no hay riqueza ni gloria para ninguno de ellos.
Desalentados, tres días más tarde emprenden el regreso a Sancti Spiritu.


Seis

El capitán Francisco de César está tendido bajo un úten, intentando reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña. Apenas pueda, él y los seis hombres que volvieron irán camino al Perú y contarán la historia de la fantástica ciudad.
Vendrán miles a buscarla, desde el Cusco a Magallanes, y desde el mar Atlántico hasta la Capitanía de Chile, pero la ciudad ya no estará; y los buscadores volverán a sus tierras derrotados, los más felices; los menos, quedarán para siempre en los valles y ríos innombrados.
El capitán, aunque no sepa cómo lo sabe, morirá en esta tierra a la orilla izquierda del río Cauca, cerca de la mar Caribe. No le importa. Es más, lo anhela; porque él sí la vio y tiene el secreto deseo de morir, y que le permitan, por fin, entrar a la muy querida ciudad de Elelín.

Acerca del autor:
Daniel Frini



martes, 7 de agosto de 2012

La entrevista (las alas caídas) – Stefano Valente


—Los vagones se desplazaban a una velocidad alucinante, furibunda, flechas sin contacto sobre los duros rieles. Eran duros, sí que lo eran. Durísimos. Y fríos. Se podía sentir el frío del hierro mientras se deslizaba por encima; como si hubiera sido agua, o sueño.
El anciano deglutió con dificultad. Tenía la garganta seca, drenada. Aureliano le llenó otra vez la copa de vino —un vino rojo anónimo, una botella olvidada en la redacción—, y esperó.
—Luchábamos contra el sueño. Parecíamos boxeadores trastornados por los puños que resistíamos hasta el último asalto. Debíamos permanecer de pie, llegar hasta la última campana. No debíamos perdernos nada: ni un rayo de luz, ni un susurro; ni siquiera un crujido...
—¿Porque era... el final?—, dijo Aureliano.
—Oiga, doctor —dijo el viejo rápidamente, irritado—, usted debe escribir su historia, su artículo. Me produce placer (en el sentido de que no me jode nada... No me jode nada de lo que usted ni todos los muchachitos como usted puedan pensar). Saque su... conclusión.
—Excúseme —dijo Aureliano—. Excúseme, de verdad. No pretendía...
—No —respondió el viejo chasqueando un sorbo de vino—. Al contrario, es usted el que debe excusarme. Como si nosotros (aquellos que tenemos un pie en la tumba, quiero decir) tuviéramos el derecho de hacer, deshacer e insultar todo y a todos. El respeto. El respeto. Es la vida la que te lo da, aquello que haces. Los años no tienen nada qué ver, puesto que a algunos les pasan por encima, son realmente impermeables.
Una larga pausa. Las yemas rugosas de los dedos, áridas, sobre el borde del vaso. Seguían el círculo del borde adelante y atrás, con un chirrido agudo de violín atormentado.
—Pero sí —retomó el anciano—. Quizás era porque sentíamos el fin. Como un aliento sobre el cuello, gélido, inevitable. Y entonces nos agarrábamos por cada migaja (bocado de existencia, con seguridad uno de los últimos) que no lográbamos ni tragar ni devolver...”
Se secó una línea de sudor en la frente. Aureliano imaginó que debía estar frío y, sin embargo, sintió, sobre la punta de los dedos, la membrana sutil de las arrugas adheridas a los huesos del viejo. Estaba vivo, aquel hombre delante de él, pero era como si hace tiempo estuviera muerto y sepultado. Bajo el peso de los recuerdos.
—Algunos rezaban (¡qué fantasía!). Las madres apretaban sobre el pecho los niños adormecidos, los niños son los primeros en ceder al sueño y los últimos en abandonar las ilusiones: ¿nunca lo ha pensado, doctor?
Aureliano sacudió la cabeza, sin tener el coraje de mirar al viejo directamente a los ojos, de cruzar su mirada destrozada.
—Una pareja de gitanos húngaros hacía el amor, con desesperación. ¡Perros, eso eran! ¡Perros en calor! Si alguno de nosotros se había dado cuento no se atrevía a hablar, no decía nada. Los mirábamos con odio y con envidia. Se sacudían en la oscuridad, en un ángulo oscuro que en algunas partes del trayecto, como golpes de puñal, las luces de la tarde alrededor del tren cortaban y señalaban rápidamente. Se lamentaban (oh, sí) y el pobre Jossi, que estaba a un costado de ellos, se había encogido sobre sí mismo y se tapaba las orejas. “¡Malditos! ¡Malditos!”, dijo un hombre que no conocíamos, quizás de un barrio vecino al nuestro. Lo hicimos callar inmediatamente, con rabia. Él no comprendía, imprecaba. “¡Vergüenza! ¡Vergüenza!”, pero todos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, querían escuchar completamente el placer. Duró poco. Con todos aquellos sobresaltos del tren y la furia que tenía en el cuerpo, el gitano no se demoró. O más bien se sentía sobre un escenario, en medio de aquella fosa común de Hebreos amontonados y mansos como terneros que van al matadero; los gitanos son exhibicionistas...
Se detuvo. Rodeó el vaso, el fondo de vino polvoriento. “Le debía recordar la sangre”, pensó Aureliano. Aureliano abrió completamente la ventana. Quizás el Ángel se habría volado por allí mismo.
—De acuerdo, señor Cohen —dijo el periodista dirigiéndose hacia la ventana—. ¿Es hora de hablar de Brückner?
—Ni ahora ni nunca —se rió burlonamente el viejo—. A pesar de todo, como dice el Eclesiastés, “hay un tiempo para reír y hay un tiempo para llorar”.
—Hans Brückner. Sturmbannführer. El cráneo del SS era una metáfora de su cabeza. Se levantaba el sombrero y fumaba cigarrillos largos con una boquilla de plata y marfil, con voluptuosidad. Parecía el Ángel de la Muerte sentado en un trono. Un cráneo lúcido, una copa llena de horror pero cerrada, por encima, con los cabellos blancos a ras. Nadie lograba ver dentro de aquella copa, afortunadamente. Venenos. Quizás estaba llena de venenos. Y cuando esté muerto (si el Ángel de la Muerte puede morir) los venenos, negros, se escurrirán por la boca y por la nariz. Y por los ojos. ¿Es un contrasentido? —continuó Cohen.
Aureliano lo miró interrogativo: —Que el Ángel de la Muerte pueda morir. ¿Es un contrasentido, según usted?
—Un cigarrillo —dijo el viejo—. ¿Tiene un cigarrillo, doctor?”
—No, no fumo. Y tampoco usted, me pare...
—Tiene razón. ¿Y sabe también por qué?
—...
—Bueno, una vez mi esposa dijo: ‘No deberías, y no lo harás más’. Una mujer autoritaria aquella, sí señor. Coge el paquete y sacude los cigarrillos por fuera de la ventana. Corro a detenerla y ella, sádica, me devuelve en la cara el paquete vacío. Me asomo a la calle. Un trío de mocosos mastica mis colillas. ‘Tonto’ (es mi esposa, siempre ella). ‘Míralos. Parecen aquellas ratas llenas de costillas que se arrastraban junto a ti. Los habrías asesinado (a todos) por una de esos. Por un cigarrillo solamente. Como si se hubiera convertido en algo distinto por aquel humo en la boca. Y en vez de eso el piyama de rayas y la estrella amarilla con el triángulo rojo... ellos eran todos iguales. Todos iguales.’ Quería decirme que la vida es preciosa. Que nadie tiene el derecho de quitártela, ni siquiera tú mismo. Y quería repetirme que el Campo de Concentración tampoco me había enseñado nada.
Aureliano volvió a cerrar la ventana, delicadamente, sin hacer ruido. —¿Por eso dejaste de fumar?
—En verdad no me acuerdo de eso —respondió el viejo—. Pero en este momento quisiera volver a comenzar. Quisiera convertirme en una chimenea y ojalá morir de cáncer en los pulmones: como el Ángel de la Muerte. Como Brückner.”
—El jefe del campo, del Lagerkommandant, era un asunto político. Era también el modo de hacer figurar un traslado como una promoción. Brückner era demasiado malvado, una hiena. Incluso para ellos mismos. De él se perdió toda huella, no se sabe nada. Es verdad, no es el primer caso entre los criminales nazis. Nunca fue procesado. En esto pensamos nosotros. Ojo por ojo, diente por diente. Pero no lo sé; no sé si fue suficiente...
—Hans Brückner había estudiado en Tubinga. ¿Es correcto? —Aureliano revisó sus apuntes—. Y se especializó en Berlín. Ginecología, obstetricia (eugenésica).
El periodista miró al viejo Cohen sin expresión, a la espera. Estaban acercándose, lentamente.
—Martha casi tenía dieciocho años; los cumplía en marzo —retomó el anciano extendiéndose sobre el espaldar de la silla, sin fijarse en su interlocutor. Los ojos amarillentos vagaban en una niebla indistinta, lejana. Ofuscados por los rayos de atrocidad, reapareciendo del caos vaporoso que habitaba dentro de sus vísceras—. Estaba en el cuarto o quinto mes, no estoy seguro: lo olvidé. Lo único que sé es que el profesor Brückner le hizo una incisión y la abrió en su matadero científico. Después expuso el útero con el feto adentro, en alcohol, entre los dormitorios masculinos y femeninos, para que todos, hombres y mujeres, comprendieran que una subespecie podía hacer de todo, incluso intentar reproducirse. Pero todo era inútil.
Silencio. Los ruidos de la redacción, detrás de la puerta cerrada, eran un trasfondo al cual aferrarse con las uñas para no despeñarse en la cavidad abismal del pasado. Se abrían, una después de la otra, debajo de la mesa, entre las patas de las sillas. Pestañas heridas que se abrían repentinamente de par en par, rodeadas de sangre.
—Una vez se lo dije —continuó el viejo, levantándose y arrastrando la silla—. El médico apenas había pasado por la visita de las 10. ‘Bien, procedamos bien, señor Kauffmann’, le había susurrado al oído, entre el ruido de su respiración agonizante. Kauffmann. Se hacía llamar Kauffmann. Un hijo de puta lleno de ironía. Casi treinta años de ironía, escondido como un topo gordo y tranquilo en este ángulo del mundo donde nosotros debíamos recomenzar todo, como emigrantes—. Era una mañana llena de sol, aire de perlas derretidas como a veces sucede también en Buenos Aires. En ese momento se lo dije. Y lo susurré también. No obstante, me desagradaba porque no habría respondido: ya no hablaba más en esos días. Cerré suave, muy suave la puerta (obviamente tenía una habitación para él solo). Un rayo de luz agujereaba el polvillo, recogido hasta el punto exacto donde las alas se replegaban y se escondían detrás de la espalda. Las alas del Ángel de la Muerte, distendidas como un buitre derrotado. No dije ni ‘por fin’ ni lo insulté (sin embargo Dios me habría comprendido). Sólo dos frases: “Esa era mi hija. Martha era mi hija.” El terror. El terror dentro de sus ojos (aquellas dos piedras grisáceas incrustadas en la copa del cráneo): esto lo puede escribir, doctor. El resto no. El resto no. Porque podría no haber ocurrido...
—¿Qué? ¿Qué no sucedió? —preguntó Aureliano sin una gota de saliva, con la lengua que se le pegaba al paladar.
—Nada. Los trenes lanzados en la noche hacia los campos. La habitación inundada de sangre donde se deslizaban unas botas negras y guantes de goma hurgando en los vientres de los judíos. Las duchas. Las chimeneas de los hornos. El velo de la ceniza de los hijos sobre las cabezas de los padres. Y el SS Sturmbannführer Hans Brückner (el señor Kauffmann, más bien) al cual el enfermero profesional Cohen, a un palmo exacto de la costura del cirujano, inyectó cuatro jeringas de 50 cc. de solución fisiológica en el trozo del único pulmón atrófico que le quedaba. Cuatro intercostales de 50 (preste atención), no una sola de 200. Ojo por ojo, diente por diente... No lo sé. No sé si fue suficiente. De verdad. Esto no lo escriba, doctor. Sólo estoy seguro de una cosa. Que las alas sobre el hombro, detrás de la espalda, no estaban. Ya no estaban. Se le habían caído, sí...

Traducción de Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia)

Acerca del autor:
Stefano Valente

martes, 31 de julio de 2012

Impenetrable - Sergio Gaut vel Hartman


Mal día para Ramón. Lo que no venía torcido de fábrica se torcía cuando él lo tocaba. A la mañana había sido una llamada de Juancito, su asistente, que le informó que la reunión de la comisión se haría a la cuatro, justo a la hora en que él se iba a encontrar con Fregues para cerrar el negocio de los puestos de artesanos en la plaza. Al mediodía fue su ex mujer, Lydia, reclamando como loca la plata de la mensualidad. Y ahora esto: la cuatro por cuatro que se negaba a arrancar. Todo estaba saliendo mal, sin duda. Llamó al auxilio, porque él no quería meter las manos y ensuciarse sin la certeza de que sabría arreglar el desperfecto, y supo que tendría que esperar una buena media hora, seguramente hasta que los vagos terminaran la ronda de mate que acababan de empezar.
Ramón Chamorro, pequeño agricultor devenido concejal por obra y gracia de las manos amigas que sabían que él devolvía los favores recibidos, empezó a impacientarse. Se sentía acosado por un malestar indefinible, como si de pronto hubiera comprendido que el puesto, que tan generosamente le habían regalado para que él fuera funcional a sus patrones, le quedaba grande. Era un hombre que se había hecho trabajando duramente y que gracias a eso pudo sostener a su familia, darse ciertos lujos… Pero en algún momento quiso más. Observó a su alrededor y comprobó que muchos de sus amigos “habían pegado buena”, sin preocuparse demasiado si en el camino se ganaban algunos raspones y menos todavía si eran los otros los que quedaban lastimados o heridos. No soy un idiota, pensó en aquel momento Ramón, tengo que hacer algo por mí. Por entonces las cosas empezaron a estropearse con Lydia y luego de la separación descubrió un mundo nuevo, la libertad de conocer mujeres, ir a fiestas, viajar. Pero todo eso cuesta dinero, mucho dinero.
El auxilio demoró una buena hora y media. Cuando llegó la chata destartalada de Galíndez y el mecánico bajó sin apuro, seguido por su ayudante, un indio andrajoso y feo, Ramón apretó los puños, y solo la necesidad de que le repararan el vehículo hizo que no empezara a los gritos.
—¿Qué le anda pasando a su camioneta, don Ramón? —dijo Galíndez, sobrándolo, como siempre.
—Está enfermita, Galíndez —replicó este con ironía—. ¿Me la puede curar, doctor?
—Usted siempre tan chistoso —dijo el mecánico. Y sin hacer más comentarios levantó el capó, puso las manos aquí y allá y le dio órdenes a su asistente en voz tan baja que Ramón no tardó en volver a sumirse en sus pensamientos. Sin embargo, algo lo empujaba en dirección al indio. Calculó que tendría unos veinte años, tal vez poco más, pero parecía un hombre de cincuenta, gastado y enfermo. Lo que no te mata te hace fuerte, pensó Ramón en algún momento, y se arrepintió de inmediato. Por uno de esos que llegaba a la edad adulta, docenas se morían como moscas. ¿Y a mí qué me importa? Yo no puedo resolver los problemas de esta gente. Eso es asunto de los de arriba…
—Don Ramón. —Galíndez interrumpió el flujo de pensamientos del concejal—. No es grave. Se estropeó el inyector electrónico de combustible. Ya está. Son quinientos pesos.
—¿Quinientos pesos por arreglar un inyector? —Ramón silbó—. ¿Lo cambiaste? ¿De dónde sacaste otro?
—Llevo en la chata los repuestos necesarios, don Ramón. —El mecánico parecía divertido por la situación.
Uno puede manejar a la gente como si fueran muñecos de miga de pan, pensó Ramón, pero a los mecánicos no, a los mecánicos, definitivamente, no. Y todo porque él no había sabido arreglar el desperfecto… Seguía siendo un mal día.
Galíndez agarró la plata y le hizo una seña con la cabeza a su ayudante. El indio, por un instante, miró a Ramón, y en esa mirada hubo algo filoso que al concejal no le pasó inadvertido.
Corajudo el indiecito, reflexionó mientras veía alejarse la chata. Me miró los ojos, como si no hubiera ninguna distancia entre nosotros. Alejó esa idea. No quería pensar en esa gente. El Impenetrable está lleno de asentamientos en los que vivían indios como el ayudante de Galíndez. Pero él no podía hacer nada. Si tratara de hacer algo, por ejemplo, los amigos le bajarían el pulgar. ¿Le daban pena? ¿Y qué? Con la pena no vamos a ninguna parte.
Arrancó el vehículo y se dispuso a empezar de una buena vez con las cosas del día.

Pero no mejoró. La reunión se prolongó hasta las seis y tuvo que decirle a Fregues que lo de los artesanos debía postergarse. La bronca del otro fue audible, y le dijo un par de groserías. Él no se quedó atrás y terminaron a los insultos. 
No le fue mejor con Lydia. Estaba hecha una fiera y lo amenazó con dejar todo en manos de un abogado. Y ya se sabe que cuando los abogados se meten con los asuntos de un concejal encuentran lo que no deben. ¿Será posible, se dijo Ramón, que hoy no me salga una bien? 
Detuvo el vehículo en medio de la ruta y trató de pensar. Anochecía. Lo único que podía salvar el día era verla a Fabiana. Un rato con ella tal vez... No lo esperaba, era cierto, pero le daría una sorpresa. Nada de flores o bombones, le caería de improviso y ella estaría encantada.
Un poco más calmo, puso en marcha el motor y enfiló hacia Santa Isabel. Nadie sabía de su asunto con Fabiana, o por lo menos eso creía. Aceleró y antes de que las sombras cayeran sobre el campo estuvo frente a la casa de su amante… para descubrir que alguien se le había adelantado. Reconoció la camioneta de Fregues. ¿Fregues? ¿Así que esa alimaña no solo le arruinaba los negocios sino que además le soplaba las mujeres? Ramón apretó el puño y lo golpeó contra el volante, pero reprimió la fuerza del impacto, se mordió el labio y resopló. ¿Qué estaba pidiendo? ¿Qué Fabiana le fuera “fiel”? Él sabía por qué la había buscado. 
Puso el vehículo en marcha de nuevo y enfiló hacia la ruta. Todo, todo estaba mal. De pronto, sin saber por qué, se le cruzó la imagen del indio, el ayudante de Galíndez que lo había mirado a los ojos. ¿Había sido una mirada de reproche? ¿Qué le estaba reclamando? ¿Qué hiciera algo por sus hermanos del Impenetrable? Hacer algo era lo mismo que nada. Esa gente estaba condenada. Aceleró. La ruta estaba despejada. Igual se morían de dengue, paludismo, chagas, tuberculosis y cuanta peste anduviera suelta. Se iban a extinguir. En una o dos generaciones no quedaría ni uno. ¿Él tenía que sacrificar su posición y arriesgarse a que le dieran una buena patada en el culo para salvarlos? Aceleró más. Encendió la radio. No tenía sentido. Su vida y sus problemas estaban primero. Pero no paraban de acosarlo, de hacerle la sangre vinagre. Lo único que le faltaba era agregar un asunto más a la larga lista. ¡Indios! ¡Qué me importan a mí los indios! Subió el volumen de la radio. A los costados de la ruta, como gigantescos fantasmas oscuros, se alzaban amenazantes los macizos vegetales, el bosque en el que latían esas criaturas desgraciadas por las que nada podía hacer. Y entre los árboles, como si los indios estuvieran celebrando algo, vio el fuego de una hoguera, y muchas siluetas rodeando el fuego. Subió el volumen de la radio una vez más. Quería aturdirse, no pensar. ¿Quién era la que cantaba? Prestó atención a la letra para no pensar en Lydia, en Fregues, en Fabiana, en el mecánico, en los indios.

…cuantos caminos andados, cuanta y ninguna ciudad; mi soledad para qué, alguna noche se fue… Y te amaré...

No me vendría nada mal, pensó Ramón, que alguien me amara, ¿no? A ellos, agregó, como hablando con la selva, a ellos tampoco les vendría nada mal que alguien los amara. Y por primera vez en muchas horas se sintió mucho mejor, como si de alguna manera tortuosa y extraña, hubiera producido un acto noble y positivo, un cambio, una marca, una señal en algún recodo invisible de la realidad. Disminuyó la marcha, bajó el volumen de la radio y se dejó arrullar por el final de la canción.


La chamana dejó caer los brazos a los costados del cuerpo. Había logrado que el mensaje de la canción emitida por la radio de un auto o una camioneta que pasaba velozmente por la ruta penetrara en la mente de su pueblo. Ignoraba si produciría el efecto adecuado —de hecho, ella había empezado a desconfiar del poder de las fuerzas invisibles en tanto y en cuanto jamás se ponían al servicio de su gente—, pero no debía desperdiciar ninguna oportunidad por pequeña que fuera. Aquella voz, prometiendo amor, era bastante más de lo que nunca hubieran obtenido. Ahora empezaría la aventura de hacer contacto con la dueña de la voz. Se puso en marcha. 


No sabía por qué, en realidad no había ninguna razón para pensar eso, pero Ramón sintió, por un momento, que un mal día puede no serlo del todo. Inexplicable, verdaderamente inexplicable. Detuvo el motor y encendió un cigarrillo. La noche le regaló una sabrosa mezcla de aromas, el brillo de la luna y las estrellas tenía una nitidez desacostumbrada y él, por primera vez en mucho tiempo, se sentía bien, increíblemente bien.

Acerca del autor:

martes, 24 de julio de 2012

El bandoneón – Héctor Ranea


Ergesto Limabue se preparaba para salir al teatro. Esta noche la obra sería “El bandoneón” de Miró Hernando, una dramaturga excepcional que, además, era su amiga sempiterna. Mientras se pulía las uñas, Ergesto miraba que sus zapatos estuvieran decentes e imaginaba qué corbata se pondría al terminar la tarea. En ese momento, sonó el celular con un mensaje de su tía Clovis: “murió Helgio”, decía lacónicamente. Helgio había sido el primer marido de la prima Esías, hija de Clovis y no había muerto de muerte natural o, para decirlo menos amablemente, lo habían matado de dos tiros en la nuca. O para decirlo claramente: lo habían ejecutado los mafiosos. Helgio era conocido en el mundillo de los actores por revender droga de esa que ahora se llama recreativa. Pero algo, además de eso, había hecho mal. O para decirlo directamente: en alguna forma, la cagó. Un mensaje de texto era lo peor para Ergesto, sobre todo en casos como estos. ¿Qué podría contestar? ¿Qué debería escribir? ¿Dónde lo velarían? ¿Tendría que ir? Por otra parte, hablar por teléfono, con el tiempo justo que tenía para llegar al teatro y encontrarse con Miró, era imposible. Se quedó mirando la pantalla hasta que se apagó. Pensó: “mejor le digo mañana que había apagado el celular”. Después de todo, ése era el riesgo de enviar estos mensajes, confirmó. Dió media vuelta, sin apagar el celu y se dispuso a ponerse la corbata con botellas de Chianti. Craso error. Sonó el celular de nuevo. Mensaje de texto: “mataron a Helgio. Tía Clovis”. Estaba subiendo el tono. Desde que murió mamá Nendia, Clovis se tomó en serio lo de madre sustituta. Pero ya no era niño, ni mucho menos. El mensaje era perentorio; la escalada en el tono revelaba que ella misma estaba más angustiada por algo que no podía decir que por el mensaje que transmitía. Sólo si lograra desprenderse de ella en cinco minutos, le hablaría. Pero no. Apagó el celular, terminó de ajustar el nudo de la corbata y salió de la casa poniéndose el sombrero al tono con el sobretodo. En el auto, recordó el tiempo feliz con Helgio. Habían sido amigos toda la infancia. De hecho, era el único testigo de algunas cosas que sólo él recordaba de su infancia y, de no ser por él, las hubiera considerado pura imaginación retrospectiva. Ahora no podría hacer nada. Se preguntó: “¿por qué habrá Helgio elegido semejante modo de vida?” En el viaje de ida, que le pareció inusualmente largo, tuvo tiempo de revisar un poco esa última pregunta. El auto parecía viajar en subida todo el tiempo, pero eso le dio la oportunidad para descubrir que entre los dos hubo una fisura el día que Ergesto viajó fuera del país, del otro lado del mar. A partir de entonces las noticias sobre Helgio fueron haciéndose más raras, menos claras, mucho más confusas que de costumbre, hasta que llegó la certeza con la del casamiento con Esías. Por supuesto que sabía que él quería a Esías desde niños. Alguna vez llegó a sospechar que su amistad era una fachada para poder estar con ella sin despertar sospechas. “¡Qué largo es el camino al teatro!”, pensó Ergesto. Vió que había equivocado una calle, dio vuelta a la manzana y ya el teatro estaba cerca, miró la hora. Había tiempo. Al volver la vista al camino, se atravesó una persona a la que casi atropella y que lo puteó enojadísima. Trató de disculparse, más menuda sorpresa se llevó al darse cuenta de que el teatro ahora aparecía lejano. Decidió, de todas formas, estacionarse ahí para caminar. En un fugaz instante, la figura de Helgio le obnubiló al hacer las maniobras y estuvo a punto de chocar al auto de atrás, que se había acercado sin que él lo percibiera. Mientras, aunque él no lo viera, el teatro ya se había acercado. De hecho, estaba estacionando frente a él. Se acercó uno de la seguridad: —Míster. Acá no puede, le digo por tercera vez —casi amenazó. —¿No me reconoce, Aza? —contestó jovialmente Ergesto. —Perdón, señor Limabue —se ruborizó Aza—. Lo vi tan flaco... disculpe. —¿Flaco? —dijo Ergesto sin esperar respuesta, pero pensó lo que le había costado ponerse el pantalón. Se lo diría a Miró. —¡Querido Ergie! —dijo Miró casi sin mirarlo o, para decirlo mejor, mirando para otro lado—. Te esperamos hasta que pudimos, pero ya comenzamos. Lo siento. Ergesto miró el reloj. Nada tenía sentido. —Mataron a un pariente. —¡Oh! ¿Era muy querido? —se apiadó Miró y dulcemente le acarició el rostro. —En un tiempo... —comenzó a decir, pero ya Miró estaba hablando con el jefe de máquinas por no sé qué aparato que estaba echando humo como si ya estuviera funcionando. —¡C'est pas possible! ¿Dejá? —se desesperó Miró—. Pas question! Se volvió a Ergesto a quien en ese movimiento se le dio vuelta la cabeza mientras seguía mirando la obra. —¿Señor Limabue? Lo llaman por teléfono —oyó en el fondo de la habitación iluminada a día. Era Aza, que le acercaba su celular. Miró el número: Esías. —¡Hola, Ergesto? —clamó la voz—. Hace horas que trato de ubicarte. Murió mamá. —¿Cómo mamá? ¡Mamá está muerta desde hace cinco años! —¡Mi mamá, pelotudo! —la voz parecía patear desde adentro del aparatito. —Perdón, es que estaba desmayado. Murió después de pasarme la noticia de Helgio. —¿Como Helgio? ¿También murió Helgio? ¡Puta madre! —lloró Esías. —Calmate, Esías. Me llegó un mensaje de tu vieja. Dos mensajes. —¿De cuándo son? —No sé... de esta noche. —Imposible, ¡loco de mierda!. Murió ayer, mi vieja. Ergesto Limabue se quedó mirando cómo las paredes de la habitación se alejaban. Pensó rápido. —Entonces alguien le usa el celular, Esías. —¿Celular? ¡Pará un poco! ¡Si ella no tiene celular! ¿Vos no habrás vuelto a drogarte, hijo de puta! —Nunca me drogué. ¿De qué carajo estás hablando? —¡Vamos, Helgio! —¿Cómo Helgio, qué tomaste? —contestó airado Ergesio. Mientras él hablaba con su prima, Miró entró en la sala, blanca de tan pálida. Se la notaba en un estado mixto. Angustiada por él, pero contenta con el éxito de su obra. —¡Mi querido Ergesio! —se abalanzó sobre él. —¡Por favor, Miró, decíselo a Esías! —dijo él, pasándole el teléfono. —Aló. ¿Esías? Miró te habla. —Miró. Murió mamá. —¡Oh, lo siento tanto, querida! ¿Cuándo fue? —Hace unos minutos. Se fue. Tuvo una crisis. No pudo llamar a nadie. Y eso que usaba bien su celular. Ergesio escuchó todo eso e indignado le gritó —¡Bruja, me acabás de decir todo lo contrario! ¿A qué estás jugando, loca! —¿Qué decís, drogón! Miró no podía creer cómo estaba poniéndose Ergesio. Se había inflado, rojo. Después de haber pasado por una flacura extrema. Mientras los primos seguían discutiendo, reflexionó. Pensó en el jefe de máquinas del teatro y saltó a su celular, lo llamó —Manuel, por favor apaga la máquina del bandoneón. ¡Apágala! —gritó. Pero llegó tarde, Ergesio, convertido en un fideo, desapareció como una sonrisa.

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domingo, 22 de julio de 2012

Las verdades de la fe - Daniel Frini


Recuperó el conocimiento. En la milésima de segundo transcurrida entre el momento en que despertó y el instante en que abrió sus ojos, notó que estaba en una situación curiosa. Primero estiró sus piernas intentando hacer pié, pero no encontró nada; luego movió sus brazos para asirse de algo, y sólo logró rotar sobre su tronco. Notó que escuchaba cómo sus extremidades agitaban el aire frío en el silencio más absoluto. 
¿Estaba muerto? Oyó, lejano, un «tum-tum, tum-tum» apagado. ¿tambores? No. Su corazón. ¿Y ese otro sonido, un silbido agudo y sordo? Ah. Su respiración. Los ojos abiertos no servían porque la oscuridad era total. Y dolía.
¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado allí? Se palpó el torax, las piernas, la ingle. Estaba desnudo ¿Porqué?
—¿Hola? ―interrogó en un susurro quedo. Su voz le pareció un grito y le dejó un zumbido en sus oídos, que tardó en apagarse.
«Debo ir hacia abajo» se dijo, sin saber porqué. Pero, ¿dónde era abajo? ¿dónde arriba? Estaba Flotando. Entonces lo supo: estaba en una cámara de privación sensorial. 
En Capri(1) solían castigarlo así. Había, claro, diferencias, En la Academia de Astronautas Doménico Modugno(2), donde había estudiado, la cámara estaba llena de agua y aquí había…aire. Allá era muy parecida a un ataúd y aquí era muy grande, aunque no había el más mínimo eco que le diese una idea de sus dimensiones.
De repente, asustado, llevó su mano al cuello. No estaba el talismán. Ahora sí se sintió realmente desnudo. Gimió, con ganas de llorar, pero no se animó ¿Porqué lo sancionaron, ahora? Es más ¿era una penitencia? No recordaba nada desde que viera, a través de la ventanilla del zarandeador, los restos de Nueva Ricky Martin(3), arrasados por la bomba H, cuando junto a Jol’inkomo(4), abandonaron Spears. 
Entonces, estalló la voz:
―En el principio…
El Astronauta de Segunda Domínguez(5) gritó sobresaltado, reprimió una arcada, lloró y se tapó los oídos en un movimiento tan brusco que lo hizo girar sobre los tres ejes. La voz trepanaba su cerebro.
―En el principio todo estaba desconectado. El que Todo lo Enchufa, antes de conectar, verificó la correcta Puesta a Tierra de los elementos y que todos los Interruptores de Comando estuviesen en la posición de apagado.
¡Eso era! ¡Ahora lo recordaba! ¡Jol’inkomo dijo que iba a iniciarlo en la doctrina somorguja(6)! ¡Estaba en gravedad cero en la mítica Doris Day(7)! Y la voz estaba recitando pasajes del Así Empezó Todo del Texto(8).
―Luego ―continuó la voz ―, accionó la Llave Principal, verificó que la luz del Indicador de Tensión estuviese encendida, controló la presión en el Manómetro rotulado como Pistón Principal y presionó el Botón Sacrosanto, indicado como «Arranque». Desde ese momento, el Universo fue.
Recordó la conversación con el Sumo Sacerdote, como si la tuviese grabada en un rampollo. Cuando iban de camino al zarandeador, después de haber escapado del Centro Ted Bundy para Reeducación e Inserción entre los Libres de Personas Socialmente Inestables, él le había dicho:
—Ya tendrás las respuestas que necesites ¿Eres de los nuestros? He visto tu talismán.
―¿Zomorgujo? Sí, soy creyente, pero no seguidor. No soy de ir a los sacrificios.
—Haces mal, haces mal. Ahora apura el paso. Debemos irnos rápido antes que reaccionen los hombres de la Oscuridad.
—¿Quiénes?
―Los hombres del gobierno.
—¿Pero usted no era aliado del Gran Dictador Amigable?
―Ya lo dice el Texto: «En la Vieja Tierra el Bien y el Mal eran uno solo; y el Mal, envidioso, quiso anular al Bien para quedarse él solo con el Negocio»
—No entiendo
―No hay nada que entender. El Texto también dice «El saber está cada vez más lejos del que lo busca. El ignorante es el idiota indicado para hacer el trabajo». 
Un rayo surcó el aire. Ahora todo se hizo brillante por un segundo y una violenta descarga eléctrica lo paralizo.
―No se distraiga ―dijo la voz con un tono severo ―. Preste atención a lo que estamos diciendo.
―Gjrd ―contestó Domínguez, en un graznido que quiso significar un «si», aún temblando, mientras volvía la oscuridad.
―El que Todo lo Verifica Dos Veces ―dijo la voz retornando a la monotonía anterior ―nos dio los Quince Memos para que viviésemos según su Deseo. Primer Memo: Al que madruga, El que Contempla las Estrellas de Cerca y sin Anteojos lo ayuda.
―¿Y eso que tiene que ver? ―aventuró Domínguez.
―¡Cállese! ―ordenó la voz, mientras un nuevo rayo golpeaba al astronauta― ¡El neófito debe escuchar sin interrumpir!
La voz siguió, sin inflexiones. Pasaron horas. O días. No tenía forma de saberlo. Cuando, cansado, no podía sostener sus párpados y caía en la inconsciencia de un semisueño, lo golpeaba un rayo. Cuando intentaba rascarse una comezón en la mejilla (su barba estaba creciendo), lo golpeaba un rayo. Cuando necesitó orinar y habló para pedir una pausa, lo golpeó un rayo y se vació su vejiga. Dos, o diez, o mil vueltas después (aún giraba sobre sus ejes y en gravedad cero) su mejilla rozó las esféricas gotas de su orina que también flotaban, Cuando su estómago gruñó de hambre, lo golpeó un rayo. Imploró por agua y lo golpeó un rayo. Por momentos (imposible saber cuánto pasaba entre uno y otro), escuchaba lo que la voz decía:
―¡Los enterraré a todos! ―dijo Emily, la abuela de San Bukowsky
―…pero todavía siguió corriendo con el chaleco de oro más allá de los vientos áridos y los atardeceres de nunca acabar…
―Entre las figuras penales referidas media un concurso material, ya que el apoderamiento de la tarjeta de crédito, cosa mueble ajena en el sentido del artículo ciento sesenta y dos del Código Penal y del artículo dos mil trenscientos once del Código Civil, guarda eficacia autonómica en el plano jurídico, más allá del destino ilícito dado, que se reflejó en su espuria utilización en las sucesivas defraudaciones llevadas a cabo por el imputado…


Eventualmente, la voz calló.


Ahora, dolía el silencio. Sin ningún ruido, las luces se encendieron y lo dejaron ciego por un momento. En algún lado alguien conectó la gravedad y el Astronauta de Segunda Domínguez cayó pesadamente sobre lo que debería ser el piso de ese recinto. Una pequeña corriente de aire le indicó que se abrió una puerta. La cruzó arrastrándose.


―¿Aún sostiene que usted es el Escogido(9), astronauta? ―dijo alguien, con sorna. Reconoció la voz de Jol’inkomo.


―S-i-i ―tartamudeó despacio, con los labios resecos. Le dolía la garganta.
―Qué puede decirme de lo que ha escuchado.
―N-o en…enten-dí n-nada.
―Deberá aprender a mentir ―dijo el Sumo Sacerdote, con una inflexión endurecida. Llévenlo otra vez a adoctrinamiento.
Domínguez gimió. Dos Servidores del Templo que se le antojaron dos veces más grandes que él, con sus armas en bandolera, lo tomaron por sus axilas, lo arrastraron y lo empujaron a través de la puerta. Alcanzó a leer algo escrito en el dintel, en galáctico antiguo.
«Sala de Catecismo», decía.
Dentro, ya habían quitado la gravedad.
Se apagaron las luces. La voz empezó su relato:
―En el principio todo estaba desconectado. El que Todo lo Enchufa, antes de conectar, verificó la correcta Puesta a Tierra de los elementos…


(1) Peppino di Capri. Vigésimo tercer planeta del sistema Richard Clayderman, en la constelación de la Olla a Presión. Coloquialmente llamado Capri.
(2) Los nombres utilizados para denominar a ciudades, edificios públicos y demás son tradicionales, y no tienen significado alguno para nosotros. El mito dice que se corresponden a los apelativos con que se conocía a algunos animales autóctonos de la Vieja Tierra. Por supuesto, no hay manera de comprobarlo. Algunos pseudocientíficos dicen estudiar su origen mediante una disciplina conocida como nombrología. En realidad, practican la adivinación.
(3) Para los que no viven en esta zona de la galaxia, Nueva Ricky Martin es la capital del planeta Britney Spears —normalmente llamado Spears—, virtual asiento del poder administrativo de la Benévola Dictadura de Este Lado de la Galaxia; uno de los veintiún planetas menores que junto a treinta y seis mayores y las dos estrellas (una gigante naranja, Lena Katina, y una enana blanca, Yulia Vólkova) forman Saloth Sar, el segundo sistema solar en importancia en la constelación del Bidet.
(4) Jol’inkomo: Supremo Sacerdote y Siervo de los Siervos de la Leyenda de la Vieja Tierra.
(5) Por supuesto, el oficio de astronauta no es el mismo de hace unos cuantos milenios atrás. Hoy todos los niños sueñancon llegar a ser Administradores de Recursos o Turistas Diplomados; pero, de seguro, la mayoría termina como Domínguez, asignado al Departamento de Provisión de Refrigerios o a cualquier otra oscura repartición de alguna  de las incontables oficinas que mantenían funcionando al Benemérito Sistema. En el principio la cosa había sido muy distinta. Según era tradición entre los zomorgujos, los primeros astronautas, los pioneros, sólo se habían aventurado a visitar los vecindarios de la Vieja Tierra; y, sin embargo, habían sido héroes. Cuando la humanidad se aventuró más allá del Sistema Madre, la profesión se tornó más mundana y terminó siendo lo que era en la actualidad: un repositorio de fracasados.
(6) Religión Somorguja: (por extensión, a los practicantes se los conoce como zomorgujos o somorgujos, también llamados zomores). Sistema de dogmas y prácticas asociadas al mito de la «Vieja Tierra», la creencia en la existencia real de un planeta madre de la humanidad. Usan como talismán una botellita o frasquito de vidrio sostenido por un collar, que en su interior y según profesan, contiene tierra de la Tierra. Se identifican entre ellos con una señal en la que (colocando los dedos índice y medio de la mano derecha extendidos mientras el pulgar sostiene o aprisiona los dedos anular y menor) con los dos dedos mayores se tocan la mejilla izquierda. Una vieja tradición según la cual recuerdan el lunar con forma de hongo que tenía en esa mejilla un respetado patriarca de la antigüedad y maestro del zomorgujismo conocido como Yetento Tizaleni. Varias de sus enseñanzas chocan abiertamente con el sistema de leyes impuesto por el Supremo Benefactor, Dictador Amigable y Presidente Eterno, el Teniente General Brigadier Mayor Lakutshm Ilanga ―con quien se inició la Benévola Dictadura de Este Lado de la Galaxia—, hace trece mil quinientos años.
(7) Doris Day es el nombre de la legendaria nave-casino-monasterio zomorguja. Para los seguidores es una especie de paraíso del conocimiento. Para los opositores a la doctrina zomora es sinónimo de un lugar lúgubre donde se sufren los peores tormentos. Es común oír a los padres retar a sus hijos diciéndoles «Si no tomás la sopa te interno un año en la Doris Day». Algunos lo han hecho.
(8) El Texto, también conocido como Libro del Texto es una colección de lecturas que sirve de base a la liturgia zomorguja. Está compuesto por varios libros independientes: «La senda del perdedor, según San Bukowsky», «La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, según San Márquez», «Manual de Taller del Sistema Eléctrico de la Excavadora Caterpillar 345B», «El Código Vinci, según San Brown», «La Tautología Darwinista según San Vallejo», «Harry Potter y las reliquias de la muerte, según San Rowling», «Anuario Hustler 1997 / 1998», «Ciudad de San Luis contra Minetto, Sixto Claudio sobre estafas reiteradas», «Los records Guinnes 2002», «Predicciones del Horóscopo Chino para el año 2004», «Malignant B-Cell Lymphoma  in  patient with  primary  Sjgren  síndrome, según San Varga y San Kiss». El primer libro, comúnmente llamado «Así Empezó Todo» lleva por título original «Manual de Instalación de la Prensa Neumática ‘El Galeón’ JR200 con PLC»
(9) El Escogido es, en la liturgia zomorguja, aquel que según las profecías del Texto será el encargado de encontrar el planeta de origen. Las diversas corrientes dentro de la doctrina zomora difieren en la misión y la identidad del Escogido. Algunos dicen que no se habla de una persona, si no de la misma religión; otros hablan de «los escogidos» como los conversos al zomorgujismo. Algunos dicen que ya nació y encontró la Vieja Tierra hace muchos años, pero la clase sacerdotal oculta este hecho para conservar sus privilegios; otros creen que es la esperanza del futuro. Los más, lo consideran una farsa.


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El amor y la araña - Héctor Ranea


Tengo unas pocas obsesiones, nada para preocuparse, creo. No me molestan las arañas, por ejemplo. Es más, dejo que habiten mi casa, siempre que hagan su tarea. Hacen sus telas entre el sillón y las rosas, en los discos que no uso, entre los libros y las plumas de pavo real y en los intersticios de mampostería que nunca faltan. A veces las veo trabajar y me da cierto grado de felicidad, si se puede llamar así. No son las únicas que trabajan, acá. No puede decirse que me deslomo, yo, pero tampoco soy un vago. Limpio mis zapatos con la crema sintética o, si faltare, con el viejo y querido betún que conservo de mis años de Facultad. Y ni hablar de planchar. Plancho todo lo que se me cruce. No tolero las arrugas y las mías, lamentablemente, no puedo hacer nada por sacarlas que, si pudiera, no necesito decirles qué haría. Así que, todos los días, plancho las sábanas, las cortinas, las alfombritas del baño después de ducharme. Eso. También me ducho todos los días y eso me obliga a sacar a las arañas que tejieron su tela entre la ducha y la canilla. No me da pena, pero me parece poco amigable destruirles su trabajo. Un amigo me dijo que no era para tanto, que en la naturaleza ocurre eso o peor. Debo confesar que alguna vez he matado arañas, hormigas, moscas, cucarachas y puse veneno para roedores y otras tareas poco edificantes de mantenimiento del orden de la casa. Porque sin orden, no existe el desarrollo, imagínense la araña tejiendo sin ton ni son, qué clase de objeto o insecto atraparía, sin ir más lejos. ¿Cómo sería un hormiguero en el que no hubiera un orden estricto? En ese sistema he sido criado y a él me someto con rigor, eso sí, sin empañarle su parte honesta, vital. Las arañas no sé si son conscientes de su libertad o si pueden comparar el tratamiento que les doy con el que recibirían en otra casa, con litros y litros de insecticida destinados sólo a eliminarlas de la faz de ese cubil. Pero que lo hagan o no, no me preocupa tanto como el de la existencia de esa araña alfa que todos temen, en el fondo. Una de esas pocas capaces de mantener a raya no sólo a las moscas sino a toda la población de arañas, incluso a los humanos. Dice mi amigo que, en contados pero bien documentados casos, estas arañas aparecen y sólo en casas “spider-friendly”, como la mía, porque en ésas es donde desarrollan cierta idea de comunidad. Eso es lo que me preocupa más, aparte de aprender a planchar de algún modo la cortina plástica del baño. Las arañas alfa a veces mandan sicarios a tratar de asesinarme, como hace tres o cuatro días, con una araña que bien pude confundir con una semilla de kiwi, a la que aplasté con el anular de la mano derecha casi sin pensarlo, ya que estaba posada sobre una página del diario que me costaba leer porque ella se movía. Estuve un par de días con el dedo inmovilizado, ya que el veneno poderosísimo, que evidentemente portaba para eliminarme, había logrado de algún modo meterse en mi dedo. Otra vez, en la comida para el gato, apareció una saltarina amarilla, una especie casi bella, que saltó, con tanta mala suerte para ella, al cristal de mis anteojos (muerden en la esclerótica) y logré neutralizarla con agua (arruiné algo de la comida del gato) y procedí a matarla según los manuales de sabiduría imprescriptible. El haberme enviado una araña tan bella me hizo sospechar que la araña alfa era macho, pero eso, según mi amigo, es imposible. Las arañas macho son esencialmente sociópatas y sólo buscan sexo sin demasiado rigor, sólo impulsados por algunas pocas moléculas de hormonas y mucha osadía. Con eso en mente, decidí que no me preocuparía del sexo de las arañas, que bastante tenía con sacar los pelos del gato de la alacena. El tercer ataque documentado de una araña es el de la viuda negra. ¿Cómo fue? Tocan el timbre. Seis de la tarde, noche cerrada. Hora poco recomendable para arañas. Ella era hermosa. Venía a venderme una suscripción a una revista de jardinería a la que alguna vez había contactado por Internet, más por compulsión que por legítimo deseo, pero ahí estaba esa bella joven ofreciéndome todo a un costo bastante accesible, con un suplemento especial dedicado a lirios, mi locura, literalmente. Y no va que tenía una muestra de rizomas de una variedad que yo no conocía, el “Viuda de la noche” que, según mostraba la foto era de un tono de azul asombrosamente profundo, de alta mar, como los ojos de esa muchacha que me miraba y me hacía que la desnudara con mis pupilas. Y el lirio tenía una pelusa de estambres rojos de ese rojo que suelen tener diferentes tipos de sangre. Un rojo que se perfumaba solo, como el escote de esa señorita que venía con las manos abiertas y palmas arriba a mi encuentro. No esperó ni siquiera que la invitase a pasar: entró como convocada por un postre irresistible y ni bien lo hizo dio una vuelta sobre sí misma, diciendo: —¡Qué hermosura de casa! ¡Y qué perfume! Se nota que usted debe saber tratar a los animales domésticos, porque estos aromas denotan un equilibrio en la energía. —Y, con cierta picardía dibujándosele en sus ojos: —¡Usted es como yo!—. Y siguió dando vueltas, haciéndome girar a mí, ya sin entendederas. De más está decir que no pude contestar sino con balbuceos y cerré la puerta, aparentemente ya tarde, porque los sicarios habían entrado. La señorita se quedó a tomar un té que ofrecí sin saber cómo decirle que se fuera, aunque con mis ojos estoy seguro de haberle dicho cientos de veces cómo la amaba. Y después, como quien no quiere la cosa, la invité a quedarse a cenar; pediría que nos enviasen comida de un restaurante que unos chinos habían inaugurado cerca, a lo que accedió. ¡Y sabía usar los palitos para comer! (Eso sí, al modo vietnamita). Reconoció que no había arrugas y vio, estoy seguro de eso, las telas de dos o tres arañas, ya que una cuarta hube de romperla para cederle un lugar en la mesa que no tenía ocupante desde que se fuera mi última esposa, que en paz descanse. Abrí una botella de vino blanco. Me gusta el Torrontés, claro. Comimos charlando de jardinería y arañas. Después, ella me pidió pasar al baño y debe haber sido ahí que me atacó su pupila: una ágil zancuda de bastante desarrollo abdominal, con unos pocos pelos verdes. Cuando Dafne (así se llamaba) salió del baño, seguramente creyó que me encontraría en coma, porque salió desnuda diciendo: —¡Espero que hayas cumplido tu tarea!,— pero, en cuanto me vio y a pesar de que aún faltaba comer el postre, cambió su actitud e improvisó esas palabras que llevan a la perdición a cualquier tipo, medio obsesivo como yo, o no: —¡No puedo más, llévame a tu cama! Ni qué decir que lo hice porque el ataque de la zancuda, en realidad, me pasó inadvertido ya que la estólida o corta de vista se arrojó al vaso de vino, muriendo casi instantáneamente. Lo recuerdo bien, porque tiré el contenido y me serví más, justo antes de la aparición de esa mujer tan hermosa y desnuda que me secó, literalmente, toda capacidad de pensar, me eliminó los neurotransmisores y me entregué a ella, creyéndome su historia de desesperación por privación de sexo durante muchos meses. Una mujer como ella, me dije luego, con cierta capacidad mental recuperada, no se hubiera metido con un tipo como yo si no formara parte de un plan superior. Y lo cierto es que tenía razón. No sé qué habrá pensado de mí, en tanto capacidad sexual y desenvolvimiento amatorio. Nunca me comparé con nadie. En el gimnasio o la pileta nunca me quedaba a mirar a mis congéneres ni nunca tuve otro amigo que el mencionado, con quien nunca hablamos de sexo por elección ya que su pulsión sexual era diferente a la mía, así que no podría compararme yo con nadie, aunque pienso que ella sería más experimentada que yo, mas lo cierto es que una cosa me llamó la atención y fue cómo, en diferentes oportunidades, sentí durante el acto (o los actos, si se extiende esa noche a las siguientes en las que se produjeron hechos similares) como si me tratara de abrazar con más de dos piernas y dos brazos, como si intentase devorarme, no sólo besarme o morderme, si bien durante esas semanas fue inútil tratar de hilvanar pensamientos: yo era una araña borracha. Es más, dejé de planchar cortinas y alfombritas. Fui dos veces con los botines sin brillar. Algunos compañeros de trabajo notaron el fallo en mi vestidura y no faltaron las cargadas, las risas. Estaba en boca de todos en la gran tienda. Un vendedor que no podía ver el nudo de la corbata en la capellada del botín era como una araña blanca flotando en un vaso de Merlot. Sacando esto, la relación con Dafne fue bellísima y sólo después tuve poder de racionalizar los diferentes ataques que había sufrido. En efecto, después de hallar la araña ahogada en Torrontés, había encontrado en la almohada de ella una de esas que yo llamo Brillosa puntuada, porque son negras brillantes casi como si fueran lustradas con betún, hechas de una queratina esmaltada a fuego y con dos manchas blancas en la parte trasera del abdomen que parecían ojos brillantes en la negrura del fondo de un lago. Cuando la vi, la aparté con un manotón enérgico pero nada violento; sin embargo, la araña se resistió y me atacó la mano. Gracias a mis reflejos, su salto la llevó a caer en un hornillo con ceras calientes que Dafne había querido para su sesión de aromaterapia. Ahí pataleó unos segundos y no pude hacer nada por ella. El siguiente ataque fue una especie de Tarántula, pero más pequeña, a las que siempre les acerco moscas que cazo, de modo que las trato bien y me caen simpáticas. Pero ésta me tiró un tarascón avieso que pegó en una de mis uñas, sin consecuencias, salvo la percusión, que la sentí durante todo el día. Ella se aturdió más, evidentemente, porque salió haciendo mutis por un zócalo. Dafne me observó cuando me tocaba el dedo golpeado y me lo pidió para mordérmelo. Ése fue un lindo comienzo para un coito profundamente amoroso. Si me lo pidieran, hubiera jurado que esos días ella me amaba. Yo también, claro, hasta el más allá la amaba, si hubiera podido. Cuando se fue, se llevó el catálogo de lirios, creo que equivocadamente, porque me tocaba a mí. Planté esos rizomas entre el segundo y el tercer ataque, para octubre comenzaron a florecer y ahí me di cuenta de todo: hasta mi amigo, que vino a visitarme después de bastante tiempo me dijo: —Si es cierto que tenía los ojos como esos pétalos, ¡hasta yo me hubiera enamorado de esa mujer, hombre! En efecto, esos lirios, que llamo Dafne de la noche, tienen todas las características que menciona el catálogo pero, además, los pétalos laterales, justo cerca de donde tienen los estambres rojo sangre, tienen dibujados los ojos de Dafne de modo que mis arañas, el gato y yo, entre octubre y el comienzo de noviembre estamos como perdidos de angustia. Las arañas pierden orientación, mi gato el sentido común y yo, para qué les voy a contar, ni las sábanas he vuelto a planchar.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Estación de enlace - Sergio Gaut vel Hartman


Por un perturbador instante creyó que estaba perdido, como en el cincuenta y dos, en la terraza de Ezeiza, cuando el tío Miguel regresó de Brooklyn en un avión de Panagra. Se golpeó la cabeza con la palma de la mano. Tenía ochenta y tres, no cinco. Ezeiza ya no existe, se dijo. Esto es una estación de enlace; nuestra familia en pleno emigra a la colonia Burroughs, en Marte.
Contempló la anodina efervescencia, similar a la de todas las estaciones de enlace del planeta y se sobresaltó cuando Bodylan se puso a llorar.
—¿Qué le pasa al niño? —dijo el abuelo.
Samila hizo una mueca de disgusto y se limitó a señalar el holo de noticias que flotaba sobre sus cabezas. “El Vaticano condena enérgicamente la clonación humana”.
—Otra vez —dijo García, el padre Uno del niño—. No paran de hacerlo.
—Pobre criatura —dijo, Igor, el padre Dos.
—Se precipitaron —dijo el abuelo—. ¿Qué necesidad había de decirle? Solo tiene tres años. ¿No podían esperar?
Nadie hacía caso a las ideas prehistóricas del abuelo. Pero Samila no pudo evitar la queja habitual. —Maldita sea la hora en que se inventó el Gerozac —murmuró.
—¡Si fuera solo el Gerozac! —dijo Lila-lo, diecisiete recién cumplidos. Usaba una corona Telepac que además de permitirle captar los pensamientos ajenos emitía un flujo aleatorio de partículas que se derramaban por su cuerpo y la hacían parecer vestida—. ¡Miren eso!
Eso era un Modificado, listo para viajar a Titán y respirar su atmósfera de metano. 
—Es feo —dijo el abuelo. Era feo, sin lugar a dudas; parecía una cruza de mandril y cortadora de césped. Pero eso era lo que se necesitaba en el satélite de Saturno y así lo habían fabricado.
Mientras el abuelo se preguntaba si era lícito llamar tipo a eso, Bodylan se puso a llorar de nuevo. 
—¿Ahora qué le pasa? —dijo el abuelo.
—Tiene miedo —dijo Igor— de que lo modifiquen para vivir en Titán.
Al abuelo le caía mal el padre Dos, pero no podía decir nada porque la Ley Universal de Matrimonios Temporales autorizaba a las personas formar tantas parejas legales como su apetito sexual les reclamara, y su hija Samila era una máquina insaciable.
De pronto, con urgencia fatal, sonaron las alarmas. Había un tono para cada amenaza y esa, sin lugar a dudas, era la que correspondía a un ataque químico.
—Sikhs —dijo el abuelo.
—Zapotecas —dijo Samila.
—Hutu —dijo Igor.
—Vascos —dijo García.
Nunca se sabía qué grupo terrorista estaba perpetrando el ataque. Pero de todos modos se pusieron las máscaras, activaron las exodermas y se calzaron los cascos antizyklónicos. Algunas cosas nunca pasan de moda...
—Una noticia buena y una mala —dijo Lila-lo que se había dejado la corona Telepac debajo del casco—. La buena es que BBC, Goosoft, y Al-Jazeera dicen que fue un ataque menor; solo tres muertos y una docena de intoxicados. La mala —agregó la muchacha antes de que nadie se lo preguntara— es que se trata de un grupo nuevo, los blang azules, que se quieren separar de China para unirse a Myalandia.
—Espero que en Marte no haya terrorismo —dijo Samila.
—Las agencias exageran —dijo García.
Bodylan reanudó su sesión de llanto desconsolado.
—¿Y ahora qué? —dijo el abuelo.
—Se le atascó el casco —dijo Samila—. No había de su medida.
La estación de enlace reanudó las rutinas habituales. Los empleados de Transolar y Ultra Órbita trataban de recuperar el tiempo perdido, aunque las discusiones con los pasajeros estaban a la orden del día. El abuelo se distrajo mirando a una Modificada que seguramente iría a vivir a la Franja, en Mercurio. La chica o chico o lo que fuera usaba una corona como la de Lila-lo, pero no la había activado.
—¿Será posible?
Samila estuvo a punto de hacer otro comentario relacionado con el Gerozac, pero se contuvo. En Marte todo sería peor.
—No te quejes, ma —dijo Lila-lo que había pasado la sintonía de su Telepac a la Red de Iglesias—: el gran Pastor Adámico Universal acaba de anunciar que unos científicos en Kazán resucitaron a un muerto. Está que trina. Dice que eso no se hace. Que eso es peor que el Gerozac y que Dios está muy enojado.
Por fin les llegó el turno. La empleada de Martian Air estaba con un humor de perros porque no había llegado el relevo y los trató como basura. Para empezar hizo llorar de nuevo a Bodylan cuando rechazó el pasaporte del niño.
—En Marte están prohibidos los clonados.
García sacó un flamante disco de mil créditos respaldado por el Banco de Shanghai y la empleada se convirtió en una vehemente defensora de la ingeniería genética.
Pero casi de inmediato el carácter se le volvió a agriar.
—El anciano —dijo señalando al abuelo y haciendo una mueca de asco— debe demostrar que posee conocimientos que serán útiles en la colonia. Marte es para los jóvenes.
—¿No les dije que el Gerozac nos daría un disgusto? —dijo Samila.
García miró consternado a su esposa temporal. —Pero no quisiste pagarle a ese señor tan gentil de camisa negra y corbata caribeña que se ofreció a... solucionar el problema.
Lila-lo captó los pensamientos pecaminosos de Igor en la banda lateral del Telepac. No sería mala idea, reflexionaba su padrastro Dos, que hubiera una boca menos que alimentar, allá en Burroughs. O dos bocas, y se veía arrojando a Bodylan al espacio por el eyector de materia superflua.
—Soy una persona apta —dijo el abuelo— y mucho más lúcida, a mis ochenta y tres, que la mayoría de estos inútiles. Si me lo propusiera podría llegar a ser presidente de Marte.
—¡Maldito Gerozac! —exclamó Samila—. La civilización se hunde por el peso de los viejos. —Tomó la caja de doce pastillas, que mantenía vivo a alguien como el abuelo durante un año y era más cara que un tanque israelí en el mercado negro, y la arrojó al paso de una carreta de equipajes. El abuelo dio un chillido y se sintió succionado por una tromba gigante que lo arrojó a la terraza del aeropuerto de Ezeiza, una fría tarde de 1952, el día en que el tío Miguel regresaba de Brooklyn en un avión de Panagra.
Se sintió perdido y se puso a llorar.

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