miércoles, 18 de noviembre de 2015

Insólitas derivaciones de un hecho intrascendente – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¡Muy bueno el relato de Jacob Lowenfish relatado por usted! —dijo el profesor Randoval sacando una pipa de brezo de la faltriquera. Pero no la llenó de tabaco ni la encendió porque había abandonado el vicio en 1954—. ¿Ese Jacob Lowenfish es el mismo Jacob Lowenfisch que ahora entretiene a los visitantes de la plaza de Sankt Klaas en Ginebra?
—No —respondió el doctor Gautmanov sin prestarle demasiada atención. Trataba, sin éxito, de resolver el sudoku King de Heriberto Della Paolera, el llamado “japonés irresoluto”.
—Entonces era Saint Martin, en Londres —insistió Randoval—; lo recuerdo perfectamente. Lowenfish estaba lleno hasta acá de gin.
—Ni la una ni la otra —dijo Gautmanov levantando por primera vez la vista en setenta y siete horas—. Ese Lowenfish es el entomólogo checo que recoge escarabajos en la plaza Klamovska de Praga y los vende tostados en un puestito destartalado de Podbelohorska y Klikovky, delante del balcón de la casa de Frantisek Hrubinetsky.
—¡Frantisek Hrubinetsky! ¿Quién lo iba a decir?
—Usted, por lo visto.
—Bueno, fue un tiro al aire. A veces cae una cucaracha, otras un pato. Nunca se sabe...
—Pero me parece que usted sabe más de lo que cuenta, Randoval. ¿No es posible que Jacob Lowenfish sea un bilocador? ¿O incluso un trilocador? Mire al Padre Pío, que aparecía al mismo tiempo en Piazza Navona, el Augarten de Viena y en el Bois de Boulogne.
Randoval se encogió sobre sí mismo, se plegó como una sábana recién centrifugada y estuvo a punto de guardarse en el estante de la ropa de cama, pero se arrepintió a tiempo—. Es que me da no sé qué decirlo. Yo, para tirar un pequeño dato, paseé por un museo extraño en Praga, más extraño aún que uno de lenguas en Viorulia.
—Ya cayó en el lago de las digresiones —comentó Gautmanov mirando el techo pintado por Buonarrotti entre la Sixtina y la cúpula de san Judas, incinerada en la gran fogata de 1789. Pero Randoval hizo caso omiso al comentario de su amigo y socio.
—En ese museo, entre músicas bastante más raras que las del Santoral de Emetrio Dimerio, se muestran los huesos de un Lowenfish que seguramente no es el historiador. También están escritos sus nombres en una baldosa que me hicieron conocer a orillas del arroyo Sampetro, a pocos kilómetros de la casa que usted habita. Si uno enfrenta la baldosa a un espejo esférico, la imagen virtual muestra una mano con el tatuaje Lowenfisch, que parece apócrifo, pero no, ya que tiene una pata de cucaracha que, presumen en el barrio, fuera traída por el mismísimo Gregor Samsa. Lo que no se sabe es si fue el padre o el hijo. Samsa fueron los dos. Así dicen. Y hay algo más. Un rabino Lowenfissh (nótese la diferente grafía en cada caso) que se convirtió, al menos por un tiempo, en sacerdote católico, abogó por no combatir a las cucarachas sin antes someterlas a un interrogatorio literario. En ese barrio, efectivamente, se salvaron muchos literatos, pero no se conoce el número de cucarachas con sabiduría en física y matemáticas que pasaron a ser puré de esperma de cucaracha. Cosas de la vida y la transformación... vea mire.
—Doy fe que usted no miente, Randoval, pero en algo se equivoca. Tengo ante mí las transcripciones de los interrogatorios realizados por Monseñor Lowenfissh a las cucarachas. En ellas (las transcripciones, no las cucarachas) se advierte claramente el carácter herético de los correteos de los blátidos por los zócalos de las viejas mansiones de los cantáridos de Chelyabinsk expulsados en masa de su territorio, en la vertiente oriental de los Urales, por el terremoto de 1931, y emigrados a Buenos Aires gracias a los buenos oficios del príncipe Nikolai Sergueiev Rastrojerovich-Evanolov. Pero nada se dice acerca de que los Samsa eran escarabajos.
—¡Nikolai Sergueiev Rastrojerovich-Evanolov! —exclamó Randoval—. ¡El mismo que le enseñó a un cliente del tío abuelo de un conocido a hacer vodka de granada! El pobre quiso repetir el líquido rojizo pero le estalló la granada y quedó con las dos manos de menos. Ahí es donde entran a tallar las cucarachas del palacio, o los escarabajos, si así lo prefiere. Creo que esta historia la tiene que escribir algún descendiente directo de Lowenfissh o Lowenfisch o Lowenfish...
—Yo creo que esta historia debería ser escrita por nosotros, Randoval. ¿O acaso ignora que yo sé que su abuela pamaterna era Sharfmanovsky y que toda esa rama (florida) de la familia llegó de Bilgoraj, en el voivodato homónimo, el 25 de mayo de 1931? Hagámosle honor a nuestros ancestros; gloria y loor, suponiendo que esa palabra exista y no sea un lamentable cruce de dedos.
—¡No me hable de voivodatos, por favor, que me se aflojan los dientes! En un abrir y cerrar de ojos, en cuanto usted pronunció las mágicas palabras, me encontré en medio de un cuento, mi abuela y yo, de niño, esperando la llegada de un emisario del Gran Khan, y en cambio llegó Pichicho con la noticia de que se habían terminado los maníes pelados y que al cine con los maníes con cáscara no me dejaban entrar. ¡Palomas! pensé... ¿por qué habré esperado el decreto del voivodato para comprar los maníes...? Desde entonces, cada vez que dan tres de Bergman seguidas compro maní, vaya o no al cine. En mi juventud, después de verlas, iba a la Confitería Morgan Kolmogoriov y con dos porrones de Baumgargantuan y el maní me pasaba horas con el libro de Rey Pastor, Pi Calleja y Trejo, de ese modo mezclaba a Bergman y las matemáticas para entender el meollo de la historia de Lowenstein y Lowenfisch y sus alternativas gramaticales...
—Delira usted, Randoval. Las tres de Bergman eran cinco: Sommaren med Monika, Det sjunde inseglet, Såsom i en spegel, Nattvardsgästerna y Jungfrukällan, por lo que los porrones de Baumgargantuan nunca eran menos de cinco y a veces siete porque sé que usted solo bebe un número primo de unidades.
—¿Está seguro de que eran cinco?
—Absolutamente. Recuerdo a la perfección la escena en la que Monika se desnuda delante de la Muerte y le juega una partida de ajedrez mientras el padre de la chica arranca un abedul de cuajo porque su confesor, un luterano atormentado, le acaba de demostrar que Dios se le ha revelado como un perverso perturbado, lo que ha puesto en evidencia la fragilidad espiritual de la especie humana.
—¡Cinco de Bergman al hilo! Eso sí que es toda una proeza Yo no las escuchaba en sueco, o sea que me perdía las tres cuartas partes del contenido, beato tu que sí... pero después de La hora del lobo, Silencio y Persona, en la mente solo me quedaba un poco de lugar para recordar dónde habían quedado los maníes...
—Persona, Persona, Persona. Esa película sí que me dio vuelta la cabeza como un guante. Y a las pruebas me remito: así quedé, hasta el día de hoy. Es decir, no me recuperé nunca. Me extravíe y sigo de laberinto en laberinto.
—A propósito de laberintos —dijo Randoval como regresando de Tau Ceti—: el museo de lenguas de Viorulia era de lo más simpático. No consistía en grabaciones de lenguas así nomás. Eran estatuas parlantes, con DVD primorosos encajados en las axilas de los monumentos (cuando no en otras salvas sean las partes). Pero lo más impresionante eran los siete salones de lenguas, donde el escultor florentino Atanasio Mirandosela copió las lenguas de cuatrocientos parlantes de sendas lenguas. Eran otras épocas: se pensaba que a mayor longitud de lengua correspondían más adjetivos. Lo digo porque coincido en eso de que uno queda dado vuelta con Persona. Yo debí ser extraído de la butaca por unos comandos del Mossad que se disfrazaron de Blue Bell Girls. Conozco uno que se dejó crecer los bigotes en el cine y no podían sacarlo ni con una doble de Jayne Mansfield desnuda... ¿Y sabe qué, Gautmanov?
—¿Qué?
—Creo que voy a llenar la pipa de brezo de tabaco turco, la voy a encender y me la voy a fumar.
—Hace bien. Los gustos hay que dárselos en vida. Mire si no a Kafka y a van Gogh.
—Tiene razón. Gracias por el consejo.

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domingo, 22 de septiembre de 2013

Ellos están allí - Daniel Frini


Sé que están allí. Nunca saldré de esta cocina maldita.
¿Cuántas veces me dije «Sos un hombre grande, no podés creer en esas cosas»? Tengo cincuenta y cinco años, una esposa, dos hijos y cuatro nietos. No puedo ―no admito― estar pasando por esto. 
Cuando mis hijos, Alejandro y Verónica, eran niños, le temían a la oscuridad. Mi esposa los dejaba dormir con la luz encendida; y yo la sermoneaba:
―¡Dale! ¿Sabés lo que vamos a pagar de luz cuando venga la factura? ¡No los malcríes, caramba!
Pero ella me miraba, suplicante; y luego dirigía la vista a nuestros hijos dormidos; y, con ternura, me decía:
―Miralos, Alberto ¡Se ven tan indefensos! Van a tener miedo si se despiertan y se encuentran a oscuras. Sé comprensivo. Tené un poco de compasión…
―¡Dejate de joder! ¡No hay nada a que temerle; y a nosotros no nos sobra la plata! Afuera luz y a otra cosa.
―Alberto…―intentaba convencerme.
―Basta, mujer ―decía yo mientras accionaba el interruptor ―. La luz se apaga. A la larga o a la corta se acostumbrarán; y por nuestros bolsillos, más vale que sea temprano.
¡Qué daría ahora por tener una luz encendida! 
Viene a mi memoria un episodio que parecía borrado adrede: el de Verónica gimiendo en la negrura de su cuarto cierta vez que, en la madrugada, pasé frente a la puerta de su habitación rumbo al baño; y recuerdo mi sonrisa sardónica ¡Me arrepiento tanto! Quisiera poder entrar en su cuarto, acostarme a su lado y abrazarla, y pedirle que me proteja ¡Que ella me proteja a mí! Dios mío, por favor, haz que ellos se vayan.
Diez días atrás dieron su primera señal, de manera violenta. Fue la noche de la última tormenta. Nuestra perra, Dulce, acostumbraba dormir afuera, en el patio de casa;  pero cuando arreciaban relámpagos y truenos se desesperaba, aullaba de terror y rasgaba la puerta de nuestra cocina hasta que, algunas veces, le sangraban las patas. Esa noche, conscientes de lo que se avecinaba, la hicimos entrar y dispusimos un trapo para ella en la parte superior de la escalera que lleva al sótano. Más tarde, cuando la tormenta desató su furia, la oímos gemir y chillar entre la furia del viento y el traqueteo del agua en los ventanales. Alguna puerta golpeó en la planta baja al cerrarse de repente, y alguna otra dejó escapar, durante un buen rato, un chirrido agudo de bisagras secas (con la incongruencia de los pensamientos inoportunos, recuerdo ahora, mientras me orino de miedo, que después olvidé aceitarla). Pasada la media noche, el temporal perdió vehemencia y dejamos de oír los lamentos de Dulce. La supusimos, por fin, dormida. Sin embargo, a la mañana siguiente, temprano, me despertó un grito de mi mujer llamándome desde la planta baja:
―¡Alberto! ¡Vení por Dios! ¡Bajá rápido!
Nuestra perra yacía en medio de un charco de su propia sangre, junto a la puerta del sótano, en la base de la escalera, con su cuello abierto de oreja a oreja. En medio de nuestro estupor imaginamos cien explicaciones distintas y nos hicimos mil preguntas: ¿Había entrado alguien? ¿un ladrón, un animal? ¿Faltaba alguna cosa de nuestro hogar? ¿no? Al final, decidimos e intentamos convencernos de que, quizá, el viento abrió la puerta del sótano y la perra, aterrada y huyendo del estruendo de los truenos decidió refugiarse, sin prestar atención a la escalera, cayó y, tal vez, rozó alguna saliente de la pared con cierto filo, que cercenó su garganta. Aún cuando revisé todo una y otra vez, no encontré ninguna otra cosa extraña y, ante la posibilidad de que hubiese entrado alguien por algún inhallable resquicio del sótano, cerré y clausuré la puerta ¡Iluso de mi! Ahora sé que fueron ellos.
Debería haber prestado más atención a los otros indicios: ramas rotas en los árboles alrededor de la pileta, en el patio; flores cortadas y plantas arrancadas de los canteros del jardín, una horquilla que dejé apoyada en la pared que pareció tirada en el césped… 
Sin embargo, todo se desencadenó anoche: Alejandro y su esposa nos dejaron a sus hijos Claudito, César y la pequeña Beatriz a dormir en casa. Creo recordar que hablaron sobre una cena en casa de los jefes de Sandra, nuestra nuera. Los varones estaban en el living viendo algún programa para niños en la televisión, y mi esposa había acostado a Beatriz, que sólo tiene un año, en la habitación de la planta alta, que solía ser de su padre. Me desespero, ahora, al recordar que le insistí a mi esposa en que apagase la luz del cuarto. Siento un nudo de angustia en la garganta cuando imagino lo que podría haber pasado si yo no hubiese subido a buscar mi libro, para leer un rato mientras tomaba una taza de té, antes de acostar a mis nietos. Caminé por el pasillo rumbo a mi habitación, cuando al pasar frente al cuarto en el que dormía Beatriz, percibí el movimiento de una sombra. Fue como esas veces en que uno cree ver algo con el rabillo del ojo, pero cuando enfoca la mirada se encuentra con que no hay nada. Por las dudas, entré a revisar, despreocupado. La garra me golpeó de lleno en el rostro.
Pareció salir de la nada. No hubo ruido. Solo una explosión muda de pelos estallando en mi cara y tirándome al piso, fuera de la habitación. La puerta intentó cerrarse con fuerza, pero mi pierna había quedado entre ella y el marco. El dolor fue punzante e intenso y fue acompañado por una inyección de adrenalina ¡Mi nieta en el cuarto, con una bestia que intentaba secuestrarla! A sabiendas de que mi pierna bloqueando la puerta era la única garantía para la niña, me incorporé, grité con furia, y entré a la habitación oscura. Con el tenue rayo de luz vi a la abominación inclinada sobre la cama de mi Beatriz, y me abalancé sobre ella. Oía llorar a la niña. Algo me empujó hacia un costado: ¡eran dos! Por fortuna impacté en la pared cerca de la puerta. Instintivamente, dirigí mi brazo hacia el interruptor cercano y encendí la luz: no había nadie, además de mi nieta y yo.
Entendí todo de repente. Mi esposa subía las escaleras, alertada por el alboroto y  mis gritos. Corrí a su encuentro a la vez que encendía las luces a mi paso: gritando:
―¡Fuego, fuego! ¡Sacá a los chicos de casa, que yo llevo a Beatriz!
Ella bajó a la carrera, ―tomó a los niños y salió a la calle. Apenas trasnpuso la puerta, la cerré con llave y me dediqué, meticulosamente, a trabar todas las ventanas y puertas con los muebles. Al menos, ellos quedaron fuera y a salvo de todo. 
Encendí todas las luces y me acurruqué, abrazando a mi nieta, en el piso de la cocina. Desde afuera, mi mujer gritaba y lloraba, Claudito y César también. Escuché cómo, primero, venían vecinos y curiosos, más tarde la policía (uno de ellos me hablaba a través de un megáfono), luego mis hijos y mi nuera, en medio de una crisis de nervios, suplicándome que abriese las puertas y dejase salir a Beatriz; más tarde alguien llamado Roberto que dijo ser psicólogo y negociador. No hablé en ningún momento, absolutamente consciente de la necesidad de reservar energía para pelear con ellos 
¡No van a hacerle daño a mi nieta!
Con las horas, la policía cortó el cable de la televisión, luego el gas y, finalmente, la luz. La oscuridad volvió y falta mucho para la mañana.
Dios mío, haz que se vayan.
Sé que están allí, y en cualquier momento van a entrar para llevarse a la niña. 
Me repito, como un mantra, «No existen. No existen. Los monstruos no existen.» Pero allí están sus leves sombras para contradecirme.
Sé que quieren llevársela. Pero no la tendrán. En cualquier momento entrarán y van a llevarse una sorpresa. No les daré tiempo a que desaparezcan.
Cuando estén cerca, con un leve movimiento de mis dedos activaré el encendedor y los quemaré con los veinte litros de gasolina que vertí alrededor mío y de la niña, en el piso de la cocina. 

Acerca del autor: 
Daniel Frini

lunes, 22 de julio de 2013

Palermo Viejo - Mario Farber


Pedro deambula por las calles de Palermo. Acostumbra hacerlo cuando se le presenta un problema, y lo hace convencido de que caminar ayuda a pensar. Tiene que tomar una decisión y es de las más difíciles que le han tocado en la vida.
De pronto se detiene a mirar a un abuelo que arroja al aire a su nieto y lo agarra inmediatamente. El chico ríe a carcajadas. Pedro se conmueve viendo disfrutar al anciano y no sigue su camino hasta que el viejo toma a la criatura en brazos y se va. Después de dar algunas vueltas aspirando el verde del Jardín Japonés, toma la avenida Sarmiento. Un taxi tras otro marcha hacia plaza Italia. Uno de los taxistas disminuye la velocidad y mira a Pedro como a un potencial pasajero mientras le señala el cartel encendido de “Libre”. Pero el viento suave de septiembre es lo suficientemente persuasivo como para hacer que Pedro siga caminando. “Total, no tengo ningún apuro en llegar”, piensa. La verdad es que no tiene ganas de llegar adonde va. Delante de él, y con el mismo paso lento, camina una pareja tomada de la mano. El muchacho, con pantalón gris y saco azul, y la chica, con camisa blanca y pollera tableada azul. Están disfrutando juntos de un adelanto del Día del Estudiante en lugar de aburrirse en clase, y por separado.
Llega a plaza Italia y cruza la avenida Santa Fe. Si esta mañana quiere olvidarse de algunas cosas, el cartel que indica el nombre de la calle Thames no se lo permite. Sobre Thames su padre había tenido un taller de confecciones. El olor de las piezas de género lo sigue por la avenida Santa Fe hasta que dobla en la primera esquina. Esta calle ahora se llama Jorge Luis Borges. Baja diez cuadras, sin contarlas, para encontrarse con Julio Cortázar, una plaza tan rejuvenecida como la gente que pasea por ahí. Los restaurantes que rodean la placita y que ahora están de última moda eran casas tipo chorizo donde funcionaban talleres de confección. En uno de esos talleres trabajaba Eva. Pedro se ve a sí mismo cuando era adolescente cruzando la vieja placita con una caja de botones en la mano. Le lleva el paquete a Eva por pedido de su padre. Aquella mujer había dejado una marca indeleble en su vida. Aunque ella lo duplicaba en edad se convirtió primero en su amiga, después en confidente y por último en su primera amante. Pedro cruza la plaza llena de recuerdos y la calle Borges vuelve a ser Serrano, como había sido siempre, como había sido antes de que Pedro abandonara el barrio y la ciudad. 
Después de caminar tres cuadras por Serrano, llega a donde iba. Se lo indica un enorme cartel con la palabra Serranía sobre el edificio, que no existía cuando era un adolescente. Toca el único botón del portero eléctrico y una mujer rubia, alta y muy bien vestida abre la puerta.
—Soy Alicia, mucho gusto —dice la elegante mujer.
—El gusto es mío —replica Pedro extendiendo su mano.
Aunque ya habían hablado por teléfono, en este momento se encuentran personalmente por primera vez. Como ella está acostumbrada a mostrar las comodidades del edificio a los familiares de los potenciales huéspedes, sabe que es mejor empezar por los pisos de arriba. Allí están alojados los residentes con mejor estado de salud, sobre todo los que tienen autonomía. Como Alicia quiere que la primera impresión sea la mejor, lleva a Pedro al salón de entretenimientos. Ahí hay una docena de mesas, todas ocupadas. Dos mujeres comparten una de ellas pero el resto tiene un solo ocupante. Pedro mira y asiente con la cabeza mientras trata de sondear en sí mismo por qué un grupo de ancianos en un salón le produce una sensación opuesta a la que le había producido el anciano al que vio en Palermo con su nieto hacia unos minutos. Alicia, intuyendo una vacilación de Pedro, se apura en comentar que por las noches este mismo salón se colma de gente jugando al bingo. Cruza el pasillo indicando el camino y abre la puerta de otro salón, esta vez lleno de aparatos: bicicletas fijas, cintas para correr y colchonetas en el piso. Las paredes tienen espejos y en uno de los rincones cuelga un televisor. La mujer se esmera en mostrar lo nuevos que son los aparatos y dar detalles de su funcionamiento, pero Pedro la interrumpe con una pregunta.
—¿Por qué no hay nadie en el gimnasio?
—Es que a la mayoría le gusta dormir hasta tarde —explica ella mostrando el camino al ascensor. A Pedro no le resulta convincente que ella justifique la ausencia total de personas entrenando por lo temprano de la hora; los ancianos no duermen demasiado. Pero Alicia no parece registrar el desliz y sigue con su rutina—. Este es el área de descanso —indica cuando llegan a otro piso—. Hay uno solo dormitorio disponible —aclara mientras abre la puerta que está en el fondo del pasillo. Es una habitación preparada para recibir familiares de potenciales residentes. La mujer entra con confianza al lugar donde ella misma se encargó de los detalles. Sobre la mesita de luz hay un portarretratos con la foto de una pareja joven, la mujer sostiene a un bebé en sus brazos. Parecen ser los hijos de quien fuera huésped de esa habitación. Al lado de la foto hay un libro y anteojos de lectura. Pedro toma el libro y lee en voz alta:
—Cómo vivir mejor, de Claudio María Domínguez —y agrega con tono reflexivo—: parece que alguien vive en este cuarto. Alicia le contesta solamente con una sonrisa, pero ella sabe muy bien la mala impresión que causa una habitación sin vida. Justamente por eso decora así los cuartos vacíos.
El ascensor los lleva a la realidad de la planta baja, cuanto más cerca de la salida a la calle más real. Allí no hay gimnasio sino una sala de terapia intensiva que Alicia nombra con un eufemismo: “de cuidados intensivos”. Por el estado del paciente que va a traer Pedro, se ve obligada a mostrar ese lugar pero no quiere hacerlo por respeto a quienes lo ocupan. Se adelanta unos pasos, abre apenas la puerta y mete la cabeza para espiar que pasa ahí. Por suerte, piensa, están todos durmiendo. Invita a Pedro a seguirla mientras se lleva el dedo índice a los labios.
En una de las camas un hombre de cara alargada duerme apaciblemente. Cuando Alicia llegó al trabajo, la enfermera le informó que ese paciente, otra vez, había pasado la noche pidiendo plata a los gritos. Cree que la familia lo abandonó en la indigencia. La enfermera le había dado un billete de dos pesos, él lo dobló prolijamente, lo escondió en el forro de la almohada y se calmó. Esta hilera de camas está separada de otra por una cortina celeste. Del otro lado de la cortina hay varias camas vacías, pero una sola está deshecha. Esa cama es la de una señora de ochenta años que había llegado del Hospital Italiano, tras una fallida operación de cadera. Nunca más pudo caminar, ni siquiera sentarse. Al estar acostada todo el tiempo corre el riesgo de producir escaras en la espalda. Todo el personal de cuidados intensivos sabe lo delicado del caso.
Pedro sigue a Alicia, que sale disparada de la sala como si se hubiera olvidado de él. En la habitación contigua encuentran a la señora en una camilla reprimiendo el dolor, mordiéndose los labios. Dándole la espalda a la sufrida anciana, la médica de guardia le está mostrando a una enfermera unas botas de cuero que acaba de comprar. Alicia clava la mirada en la joven médica, que como respuesta se encoge de hombros.
—Ya no hay nada que podamos hacer —le susurra—. Estamos esperando la ambulancia que la va a llevar al Italiano, de donde seguramente no va a volver. Hizo una septicemia —concluye secamente la doctora.
—¿No había que rotar todo el tiempo el cuerpo de esta señora? —Alicia respira hondo después de hacer la pregunta.
—Sí, pero yo no puedo estar aquí todo el tiempo —rebate la médica todavía con una bota en la mano. Alicia no le responde, da media vuelta y sale del lugar escoltada por Pedro, quien la sigue hasta su oficina. Se sientan uno de cada lado del escritorio, sobre el que hay solamente un papel: el formulario de admisión.


La ambulancia avanza por Serrano hasta rodear la plaza Julio Cortázar para tomar Thames. A los jóvenes que están almorzando en los reciclados restaurantes de moda les inquieta por un segundo la sirena. Ese sonido no sorprende a nadie en la avenida Corrientes y menos en Pringles donde doblan todos los que van al Hospital Italiano.
—¿Vendrá por mí? —se pregunta un hombre sentado en su cama, mientras mira por la ventana como dos enfermeros trasladan la camilla recién llegada.
Una enfermera interrumpe esos interrogantes al entrar con la bandeja del almuerzo. Le acerca una cuchara a la boca, pero el paciente la rechaza con gemidos y usando la mano izquierda, la única que puede mover. Había estado unos minutos dentro de una niebla, durmió por veinte días y solamente una mitad de él despertó. No puede hablar pero entiende y recuerda todo. Se siente prisionero dentro de un cuerpo que no responde más a sus órdenes. Apenas puede manotear la cuchara para demostrar que todavía puede comer solo. Quiere irse a su casa, pero nadie lo escucha porque no le salen las palabras enteras, solo sílabas sueltas. Piensa que en su casa, entre sus cosa, va a poder hilvanarlas mejor. “¿Dónde está mi hijo?” Se pregunta mientras le chorrea sopa de la boca al mentón y le arranca la servilleta a la enfermera. “Si en lugar de llevarme a mi casa me lleva a otro lado, dejo de comer para siempre”. Piensa, afligido, por no poder habérselo dicho a Pedro… por no poder hablar. 

viernes, 4 de enero de 2013

La mujer que cantaba - Daniel Frini


Ocurrió cuando el Mandato Celeste bendecía a Shun Zhi, el segundo emperador Quing. 
Más allá de la Gran Muralla, y antes de llegar a las tierras manchúes de los ancestros del Hijo del Cielo, en la provincia de Kansu y en el desierto de Badnjinlin vivía Xiao Chen Sying, la Estrella del Amanecer. 
Por esos años, Sying era apenas una jovencita que habitaba junto a sus padres, míseros agricultores, una franja angosta de tierra, en la orilla meridional de uno de los Lagos Misteriosos. Apenas lograban subsistir, a base del poco maíz o trigo que podían arrancarle al suelo, y de la crianza de cinco o seis cabras. Vivían en una yurta que tenía más de choza o de cueva que de casa; a incontables días de viaje de cualquiera de los Cuatro Caminos del Emperador.
La familia era inculta y temían a los espíritus de la arena; que, según decían los shunshis, no soportaban la alegría del canto de las mujeres. Entonces, Xiao Chen cantaba. Y su voz era un milagro. 
Sus canciones volaban entre las dunas altísimas; y el eco rebotaba en la arena quieta y congelada del invierno, en las paredes de piedra de las altas montañas o en la superficie queda de los lagos. El desierto devolvía las mismas y hermosísimas canciones de Xiao Chen, días o semanas después de que ella las cantase. 
Eran los primeros días del Descenso de la Escarcha del año del Gato; y un guwai, mercader venido desde Ashkhabad en viaje a Loyang en busca de seda, perdió el camino luego de atravesar las montañas Tian. Mientras afrontaba un sinfín de penurias ―el acoso de ladrones nómades que diezmaron su caravana en gentes y bienes, el desconocimiento de los dialectos de los pueblos que encontraron, la falta de mapas y las puñaladas del hambre y el frío―, llegó a los bordes del desierto y acampó a orillas de una laguna. Una noche fría y de viento escaso, un vigía lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El guwai conocía, de los labios de un viejo contador de historias, que una duna dorada en el desierto del Tenggeli sonaba como campana cuando soplaba el viento frio del norte, pero esto era diferente: era una hermosa, dulce y embriagante canción de cuna, más bella y límpida que cualquier otra que hubiesen escuchado nunca los hombres de su caravana. En un momento, la voz parecía venir de muy cerca, al oriente y todos buscaban a alguien que se acercase, cantando, desde allí. Un segundo después, la canción sonaba lejos hacia occidente y la voz se callaba de a ratos; para renacer, otra vez, llegando desde la mismísima laguna. Sin embargo, nadie le temía, puesto que algo tan maravilloso sólo podía ser regalo de dioses y no engaño de los demonios. 
La voz los visitó varias veces, de día o de noche. Les traía historias en palabras que desconocían, pero que los hacía llorar recordando las familias queridas y los sabores lejanos; o reir, pintándoles aromas de primavera y de aventuras de niños. Algunas veces, las canciones eran alegres e invitaban al baile. Otras eran suaves, casi tristes y llevaban añoranzas que dolían. Unos días después, el guwai siguió viaje.
Mediando el Despertar de los Insectos del siguiente año del Dragón, la caravana entró en la provincia de Shanxi, gobernada, entonces, por Zheng Shikai, Señor de la Guerra, antiguo súbdito de los depuestos Ming, y ahora, su más ferviente exterminador. El guwai fue detenido, acusado de espionaje. Lo que quedaba de sus mercancías y animales fueron decomisados. Los hombres comenzaron a ser torturados en busca de informes sobre el enemigo. Uno de ellos, con la esperanza de salvar su vida, contó a los hombres de Zheng que en el viaje que acababan de hacer, en un desierto que estaba hacia occidente y hacia el norte, habían escuchado cantar a una joven; y su voz era capaz de acallar el piar de los pájaros o aquietar los vapores del dragón; y que al oir sus canciones de cuna los ejércitos se dormían. El Señor de la Guerra vislumbró un arma letal y un adecuado presente para el Emperador. Todos los hombres de la caravana, incluso el guwai, fueron interrogados en busca de más precisiones; y luego asesinados. 
Zheng envió al general Shen Li y a sus quinientos mejores hombres en busca de la mujer que cantaba. 
Así nació el Ejército de los Quinientos, y la Expedición. 
Suiguieron los años de la Serpiente, el Caballo y la Oveja; y los soldados iban de un desierto a otro, desgastándose y sin noticias en su búsqueda. Fueron al Taklimakan y al Kumtag, recorrieron el Lop Nor, atravesaron el Badnjinlin dos o tres veces e, incluso, llegaron hasta Zungaria. Decidieron volver hacia el sur, hacia el Mu Us y pasaron, una vez más, por el desierto en el que vivía Xiao Chen. Eran los días de la Germinación del Cereal del año del Mono y acamparon en una laguna similar a la que habían descripto los hombres del mercader. Y esa noche, la oyeron.
Los Quinientos lloraron con una canción que les hablaba de su madre anciana y rieron con otra que les contaba las aventuras de un camello loco. El único que permaneció inmutable, fue Shen Li. La voz venía desde no muy lejos al norte, cruzando la laguna. Ordenó a sus hombres que levantasen el campamento de inmediato, y encontrasen a la mujer. El ruido de los Quinientos marchando, calló la voz.
Después de un día de camino, El general ordenó un nuevo alto y el más absoluto silencio. Ahora la canción sonaba, lejana, hacia occidente. Otra vez la marcha, sin descanso y un nuevo alto que duró varios días hasta que escucharon otra canción, pero ahora desde el sur. 
Así pasó ese año, y el del Gallo, el del Lobo y el del Jabalí. Algunos de los Quinientos fueron muriendo y Shen Li los reemplazó con levas que hizo entre las gentes que encontraron a su paso. Fue otra vez el año del Gato y el orgulloso ejército se tranformó en una horda exasperada que arrasó aldeas en busca de información, primero, y por el simple saqueo, después. Cada cierto tiempo, escuhaban la voz que cantaba, cerca o lejos, a derecha o izquierda, tras las dunas o en el valle próximo. Shen Li y los suyos partían tras ella de inmediato, pero jamás la encontraron.
Hubo otro año del Gato y los Quinientos no eran más de cien, andrajosos, preocupados por llevar las riquezas de tantos años de rapiña, y no desertaban más que por el temor a la ira de su general, que era al único que le interesaba, aún, escontrar a la dueña de la hermosa voz. 
Más o menos una vez cada luna, oían cantar a Xiao Chen
Eventualmente, pasaron a la vista de las tierras que ella había habitado. Eran, ahora, un páramo con rastros apenas visibles de algún viejo asentamiento. Nadie, siquiera, miró las ruinas. 
La mujer que cantaba había sido dada en matrimonio a un hombre de la lejana Kashi en los tiempos del comienzo de la Expedición; y había muerto, hacía muchos años, al dar a luz a su primer hijo.
Cerca del amanecer de un día cercano al Solsticio de Invierno de un año del Tigre, Shen Li, casi ciego, oyó una canción que hablaba de gloriosos ejércitos con armaduras brillantes y banderas de seda, del honor del combate y la lealtad del enemigo; del filo de la espada, la punta de la lanza y la belleza de la flecha en el aire. Entonces, lloró. Vistió lo que imaginó eran sus mejores ropas de guerra y caminó hacia el sol, hacia la voz de Xiao Chen.
El Badnjinlin se tragó a los Quinientos. Nunca más, alguien supo algo de ellos.
Unos siete u ocho años después de la Segunda Guerra del Opio, un rico gentleman inglés con aspiraciones de arqueólogo, se internó en el desierto acicateado por leyendas populares, en busca de antiquísimas ciudades en ruinas que, por supuesto, no encontró. Sin embargo, a orillas de una pequeña laguna salada sus porteadores desenterraron algunos huesos de camellos. A falta de nada mejor que hacer, el caballero ordenó un alto, acampó y se dedicó durante tres días a estudiar esos huesos. Para su sorpresa, encontró dos alforjas llenas de piezas de porcelana, algunas telas raídas, una estatuilla, no más alta que un pulgar, de un Buda de oro; y dos vasos de plata impura; junto a tres esqueletos humanos que parecían de soldados. Las pocas armas y unas monedas sueltas le permitieron aventurar que esos cadáveres tenían más de doscientos años. 
La noche antes de partir, fría y de viento escaso, un porteador lo llamó para que escuchase, muy clara, una voz que cantaba. El inglés no le dio importancia.

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Daniel Frini

sábado, 10 de noviembre de 2012

Para qué tengo tus brazos – Héctor Ranea


A decir verdad, me molestan estos brazos, ni siquiera sé si tengo estos brazos. Desde que ella me dijo que tenía que irse, me sobran. Me sobran tanto que quisiera cortarlos. Lo estoy pensando, ahora, más precisamente. Si me corto el brazo izquierdo (con el derecho, es fácil aun para un zurdo) me queda cortarme el derecho, pero ahí me tropiezo con una dificultad. Podría pasar por un lugar que corten brazos, pero no conozco. Es terrible. ¿Para qué quiero los brazos que no podré usar al abrazarte? Es más, el verbo abrazar pierde sentido. Si nos encendíamos al abrazarnos, ¿qué quedaría de nosotros sin el calor? Algo así te pregunté, creo, el día que me dejaste en el andén, mirando las ruedas del tren para cortarme en dos, cosa de la que desistí porque sería doble mi dolor de no tenerte. Decía del diálogo
—¿Qué quedará sin nuestro calor?
—Amor, no sé. Esto es necesario —dijiste—. Nos acostumbraremos, supongo.
—No subas así los hombros. Parece que no te doliera.
—Es cierto, no me duelen los hombros —reíste.
—¿Me dejás en el andén y pensás en tus hombros? ¿Justo ahora que tomarás el primer tren después del 909 me dejás con esa sensación?
—Hace tiempo debimos tomar este tren nosotros dos. Pero algo te lo impidió y nunca lo supe.
—Lo que yo no sabía —le dije— tampoco lo sabrás ahora. ¿Quedará para algo el calor de mis brazos si no te abrazo?
—Eso es lo que nos separa, amor. No nos separa ningún espanto, nos queremos, nos amamos, e igual nos separamos —dijiste.
—¿Pero por qué? —dijeron mis manos, mis brazos, locos de entrar en tanto llanto.
Nadie oyó el desesperado clamor de las extremidades; ni yo, acostumbrado como estoy a escuchar tantas cosas diminutas y, sin embargo, tan aturdido estaba que dejé pasar ese momento y desde entonces ellos quieren separarse de mí.
El tren huyó con ella. Lo miré, como dije, con la perspectiva de un suicida que quisiera ser cortado, pero ni la opción sagital ni la transversa me convencieron; ya, para cuando tomé la decisión, afortunadamente, el primer tren después del 909 se había ido, como siempre, con destino a las nieblas y los paisajes desesperados. Los ideales para nuestro amor: pero ahora ella iba sola. Como un reflejo incorrecto, comencé a correr tras el tren que se perdía, probablemente, en la primera curva. No me dejaron bajar del andén.
Una actitud que rechacé enfáticamente pero ante la decisión de esos señores acepté resignarme a cortarme en dos con otro tren aunque luego reflexioné que no sería lo mismo. Era ese el tren justo y lo había perdido, como hacía tiempo había perdido el otro, pero con ella. Al menos viajamos en otro tren a la isla del paisaje de la neblina y el horizonte desesperado.
¡Caramba, si habremos discutido sobre eso! Y no llevo nada en esta situación. Me dejó, llorando un tren que en este momento no sé si existe.
Quise esperar a que regresaras. Esperé durante días y noches. Calor, escarcha, lluvia, viento norte, lo que pidas yo aguanté mientras esperaba. Iba a las paradas de las putas para tomar notas de sus epítetos y sus propuestas, fui a tomar café al bar de los taxistas para aprenderme todas las calles con sus problemas y desgracias, acústicas mal construidas y baches legendarios, pero nada sirvió para no esperarte. Nada te esperaba, todo quería que estuvieras ahí, ya, en ese instante. Sólo tu ausencia me convenció de que no estabas.
—¿Querés estar conmigo? —tu voz me decía las mil y una cosas que hubiera querido oír, a pesar de ser la del telefonito monstruoso.
—¡Claro! —exclamé casi en un grito.
—Veníte al andén, estoy por tomar el primero que salga después del 909.
—¿El 9-0-9? ¡No llego! Esperame más. ¡Que sea el segundo!
—Espero que llegues —dijiste casi sin escucharme—. Hoy te necesito más que nunca; el tren no espera: no puede esperarte.
Mis brazos se hicieron ruedas de una bicicleta gigante, mis piernas bielas de locomotoras de vapor de volcanes explosivos, me puse en la cabeza un casco de vuelo para llegar en el globo que construían mis ojos mientras crecían con estrépito rompiendo mis lentes y mis pupilas. Crecí hasta ser el globo que me llevaría a tu andén. Yo sabía todo sobre el tren, no lo perdería. Bajo ningún aspecto lo perdería. No podría perder un mero tren con todo el equipo de traslado que tenía. Sólo me faltaba un avión, entonces hice con mis brazos las alas de un avión y volé, juro que volé en el colectivo que me llevaba a la estación de donde salían los trenes que partían después del 909. Y sin embargo, lo perdí. Cuando llegué vi el furgón de cola, sonriendo casi como a sabiendas de hacer una travesura. Decía: “primero después del 9-0-9”. Miré el horario. Habías protestado que la locomotora partiese anticipada pero no pudiste evitarlo. Tu condición de conocedora de la red ferroviaria no impidió que la ciudad me jugara una mala pasada al hacer que el bus se detuviera en un lugar para que compráramos los anteojos que se necesitan para ver a la persona amada, cosa que no hice, porque te veo sin necesidad de ellos. Ahora, aunque me compre uno más que cien, tampoco la veré, porque sé que sos mi persona amada y que nunca más te veré.
—¿Por qué no llegaste? — ahora llamabas desde la tercera estación después del largo silencio del adiós que no pudimos darnos.
—Te llegué a ver, pero partiste antes. Y me morí otro poco.
—No te quiero si mueres.
—No sé qué hacer para vivir. Tengo apego por la vida acompañándote, no puedo seguirte a esa velocidad de tren que tenés.
—¿Te parece que partí antes? No tengo un horario más que para esperarte. Hoy no parto. Vení.
Fui. Llegué antes. Ella aún no me esperaba y leía la espuma en el café, los caminos de los caracoles en las plantas del andén. Las pelusas que brillan en los geranios al Sol le decían cosas, según ella, que yo no me atrevía a creer ni a refutar. Levantó la vista y sonrió cerrando un poco los ojos para hacerme vibrar de alegría. Alegría. Cuando la veía todo era alegría. Alegría en mis brazos y piernas, en toda la longitud de las piernas, desde mi sexo a los dedos, uno por uno, que me los hubiera cortado por besarle una uña y ella se hubiera cortado el pelo para verme llorar en el centro del ojo.
La vi y no dije nada. Ella me vio y no dijo nada. Me mandó un beso frunciendo sus labios. Me amaba. Pero esa vez me dijo que no quería seguir conmigo. Y yo dije que sí, porque nunca pude decirle que no. Y me dijo que me seguía amando, cosa a la que asentí, porque yo amaba a esa mujer con los ojos fruncidos, que me había mandado un beso y que partió días atrás en un tren que se marchó antes aunque ella quiso detenerlo. “Pero el tren está más allá de nuestras voluntades”, creo que dijo. O tal vez lo dejó en un mensaje en mi telefonito.
Sé que tus palabras son siempre las últimas palabras si dicen ser las últimas palabras, por eso tomé a mi vez un tren, creo que el quinto después del 9-0-9, el que llega a la laguna gigante de los pájaros. Allí vi que las garzas seguían volando como antes de que me dijeras de separarnos. Vi que los chajáes tenían que seguir desde lejos a los ñandúes y que los chimangos se comían murciélagos pensando que eran aves, seguramente porque nadie les enseñó que no vuelan por ser aves sino porque comen insectos voladores. Y me quedé todas las horas que hubiera podido estar mirándote y fue entonces que mis brazos comenzaron a cosquillearme y a pedirme que los suelte de mi prisión porque, meditaron correctamente, ella (lo decían por vos) tal vez te olvidó, pero a vos, no a nosotros. No quiere verte a vos, pero sí a nosotros. Así que todo mi cuerpo interpretó, mientras yo veía navegar dos familias de patos, que a quien vos no querías era a mí, no a todos mis órganos. Confieso que quise abordar un bote y perderme en la laguna infinita, porque tenía una tristeza que se parecía a la laguna. No sé cómo explicártelo; sé que no lo lograría. Tendría que traerte hasta acá.
Al atardecer descubrí que había pasado el último tren, que no habría otro hasta el día siguiente y nadie en el pueblo de la laguna me ofreció su certeza de que habría un día siguiente. Así que fui comiendo lo que conseguía a medida que se acercaba el día siguiente.
Y como hubo día siguiente, regresé. Te busqué en el andén. Estabas sola. Tan sola que me diste más amor. Te amé en silencio mientras estabas por ahí amándome en silencio vos también. El tren se retrasó. Nunca se retrasa. Miraste por encima de tu hombro y para atrás. Nos vimos y el Sol no frunció ninguno de tus ojos, porque estaba detrás de vos. Tragué un poco de mis certezas. Tal vez las últimas palabras no son siempre las últimas palabras que uno quiere decir. Ella me mira, me sonríe. Estamos en el andén del tren que se retrasa. Mis labios se ensanchan, mis brazos extienden el abrazo para abrazarte a los tuyos.
Cuando estamos más cerca culpo a los brazos, a mis brazos, pero vos decís
—Mentiroso —con vos dulce— ¡para qué crees que me quedé con tus brazos!
Y ahí recién caí en la cuenta de que sus brazos no eran los de ella sino los míos y que los míos no eran los míos sino los de ella. El primer tren después del 909 partió esta vez a horario y estábamos en él los dos, brazo con brazo, abrazados.

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jueves, 18 de octubre de 2012

A un vuelo del puente – Héctor Ranea


—Y dígame, Gumersindo, ¿es cierto que duele cuando le hacen la inspección?
—No le va a contestar —dijo Gutiérrez, el hijo de Gumersindo, sentado en la rodilla zurda del anciano, mirando para el interlocutor, sentado de perfil—. Tiene la garganta en mal estado. Habría que ver qué le metieron por el gaznate —dijo por lo bajo, sin que nadie se lo pregunte.
—¿Qué le metieron? ¿Se lo puede preguntar?
—Me lo dice por telekinesis —contestó el gurrumín.
—¿Será por ventrilocuismo?
—Las ventosidades son por cuenta de él, yo no hice nada —se justificó.
—¿Es el Gumersindo quien habla o es usted? —le pregunté al que parecía muñeco.
—El Gumersindo está endrogado. Me dice que la vida es un blister de Ribotril. ¿Me trae un vaso de agua?
—¿Para usted?
—¿Y para qué quiero tomar Ribotril? No me aqueja nadie / ni nada me acongoja / soy gaucho de pampa ajena / me gusta montar a pelo / ando de marzo a otubre / de diciembre hasta febrero / y los demás meses me muevo / con el sulky o la carreta / a veces me cuelgo el cuero / otras el poncho me abriga / las más me protege el agua / aunque viva entre los yuyos.
En el bar La Pampa Oriental, todos se quedaron en silencio, hasta el guitarrista florido y la alternadora del diente de oro.
—Poema que, conjeturo, es de Gumersindo —dijo el interlocutor.
—¡Qué va a ser de Gumersindo, oiga! Es un analfabeto de tiempos antiguos, de esos que ni la firma se saben. El poema es de Amaranta Peñaloza, la novia que supo ser de mi hermano.
—Habla enrevesado —le dije.
—No se crea. Mi hermano es de los nuestros. Él habla castellano, a pesar de éste —señaló a Gumersindo.
—¿Me va a decir qué le pasó, Gutiérrez?
—Ojalá. Pero no puede hablar, obvio. Le metieron algo en el gañote y le arruinaron la voz.
—¿Y usted? ¿No me dijo que usted iba a decírmelo?
—¡Está imposible, usted! ¿Por qué tengo que decirle qué me pasó?
—A usted no. ¡A él!
—Ya le dije. Le metieron algo. No tengo más datos. Tal vez quisieron sacarle una muestra de la panza de adentro, ¿vio?
—¿Y todo esto por lo de los puentes?
—Entendió todo para el lado de los tomates, Don. Él no hizo los puentes. Lo hicieron los que le dejaron la garganta a la miseria. Y encima le echaron la culpa los ingenieros. Pero él, a los puentes, se los encontró. Lo jura.
—¿Cómo dice que pasó?
—Lo de siempre. Iba con el zaino o el orejudo buscando ovejas guachas después de la tormenta. Se usa el zaino por las dudas, claro. Pero el orejudo...
—Ahorrémonos eso, vamos a lo de los puentes.
—Bueno, pasa que si después no entiende por qué fue con el zaino, no se enoje conmigo. Yo se lo quise decir.
—Dele nomás.
—Encontró un puente en medio de la pampa. Eso.
—¿Lo encontró ya hecho?
—Si lo hubiera hecho él no lo hubiera encontrado. ¿Me toma por tarado? Soy pequeño pero no tan idiota, mire. ¿Me deja hablar? El hombre —se acomodó como quien estriba— se encontró con el puente y un montoncito de pescados muertos abajo. Muertos, me dijo él, pero parece que no tanto. Y miró más para el Sur y vio otro puente, para el Norte había otro. Se paró en la montura del flete y vio que había varios más allá, lejos. Se pegó un susto flor y truco, Don. Imagínese que dos días atrás había pasado buscando un toro prófugo y no había nada. Esas cosas no pasan, ¿se imagina? Lo que le preocupaba, según me dijo, es que los puentes no unían nada, no saltaban un charco. Todo estaba tan seco que empezó a maliciarse algo malo. Yo hubiera hecho lo mismo, en su lugar.
—¿Usted no había ido con él?
—Soy su hijo, no su sombra. ¿Cómo quiere que sepa? Esto sucedió antes, mucho antes.
—Ahora sí que no te entiendo, muñeco.
—¡Más respeto! Y sea más imaginativo, por favor. Tendría que ser obligatorio que un escritor sea imaginativo y no repita cosas de otros. ¡Muñeco! ¿Sabe cuántas veces me lo han dicho?
—Es una manera de decir. No quise ofenderle, discúlpeme.
—Disculpado. Pero si sigue así el cuento nos supera, vea.
—Siga, siga. Por favor.
—El Gumersindo estaba ahí, mirando, cuando vino el que se llamaba Ingeniero Oalgoasí y le recriminó que por qué había hecho esos puentes, que no eran de su autoridad. Él no había ordenado tantos puentes para pasar la pampa.
—¿Y ahí le metieron eso en la garganta?
—No. Los que le metieron la cosa esa son los que hicieron los puentes, parece. Por lo menos, eso es lo que dice él —señaló al Gumersindo—. Lo corrieron después de que el Ingeniero Oalgoasí se fuera a buscar a un juez. Ahí nomás, para que no se le perdieran los animalitos, le hicieron la inspección de garganta, pero para mí que le mandaron un tubo hasta el otro lado ¿me explico? Y él —señaló al Gumersindo— se resintió. No es para menos. Ni siquiera le pidieron permiso. Un atentado, si me permite que le de mi opinión.
—¿Y le dijeron para dónde apuntaban los puentes?
—Cree que sí, pero se lo dijeron en una lengua pampa, parece, aunque él no la conoce. El viejo es un inculto y solo sabe de morderse la lengua o a lo sumo hervir una lengua de vaca para comérsela. Así que los otros se gastaron en dejarle el mensaje pero el Gumersindo, nada.
—¿Quiere decir que hice todo el viaje hasta acá para nada?
—Bueno, hombre, tampoco es la muerte. Lo que se dice nada nada, no. Mire esa mujer cantando un tango —señaló a la que se había callado antes.
—En primer lugar ¿quién le dijo que soy hombre? Me cuidé de no decirle nada. Y en segundo lugar ¿miró en el estómago del Gumersindo? Tal vez para eso le metieron el caño. No van a hacer todo el asunto de enchufárselo así, para hacerlo sufrir. Para mí, que quiere que le diga, se lo dejaron en la tripa —dijo el interlocutor apurado.
—¿Eso dice? Habrá que averiguarlo.
El Gumersindo se puso blanco y empezó a murmullar algo, cada vez más desesperado. Como no podía sacarse al Gutiérrez de la pierna, empezó a corcovear como el orejudo en sus días de potro. Pero por más que hacía no lo lograba. La gente aplaudía al pequeño que soportó al bravío Gumersindo y, llegado el momento, lo abarajaron y alzaron al corcel llevándolo, a pesar de sus sordos gritos, al estaño. El dueño del bar le abrió de un tajo la panza y encontró en la tripa gorda de Gumersindo un mapa detallado de los puentes. Maravillados, todos miraron al interlocutor, pero ya se había hecho repelús. El Gumersindo pataleó un poco, se calmó, lo cosieron y le pusieron la voz de la guitarrista. Por suerte, tomó todo con humor. Lo primero que dijo fue:
—Ahora manden a llamar al Ingeniero Oalgoasí —aunque lo dijo con voz demasiado sensual para ser el Gumersindo, lo importante es que ahora le creerían al gaucho y sabrían todo para qué eran esos puentes.
Cuando llegó el Ingeniero se quedaron todos de una pieza cuando leyó el mensaje como si fuera escrito para él. El hombre, con acento grave y esdrújulo alternadamente, dijo:
—Los puentes están en otro lado, unen los puntos que no son con las rutas que no llevan a parte alguna, o bien el lugar al que llevan es como el río que vadean: hoy están, mañana serán mar. O sea —concluyó el Ingeniero Oalgoasí— son puentes que tienen una misión. Sobrevolar el aire que los sostiene.
Con esta frase, hasta Gutiérrez se quedó sin palabras. Fue el momento exacto que esperaba un tapado acodado al estaño, que se había apeado de un Falcon del 74, rojo con techo de vinilo hecho jirones y se le acercó al Ingeniero.
—Me dice que otean el aire, los puentes, si no entendí mal.
—Básicamente es eso lo que me dijeron —se defendió el Ingeniero.
—Yo tengo para mí que usted nos oculta algo —dijo con gravedad el tapado—. Por lo poco que vi de esos puentes, diría que son para ayudar al vuelo del pato gordo.
Esta vez, al aire del bar no lo cortaba ni el cuchillo del Celedonio, con eso creo decir casi todo.
—¿Me está acusando de ofrecer al pato gordo una pista, diga?
—No lo digo, lo afirmo —dijo el tapado, pateando con fuerza y levantando de la alpargata diestra polvo de cien caminos.
Lloraban los pastizales, lloraron los retratos. Hasta las latas de durazno lloraron. Este sería el último día del Ingeniero. Nadie había osado jamás abrirle caminos al pato gordo. Todos sabían qué desgracias traería al pueblo. ¿Cómo dejarlo entrar? ¿En qué estaría pensando el Ingeniero?
El pueblo entero se hizo presente en el bar, presintiendo que algo grave sucedería en sus paredes.
El Gumersindo chillaba en voz grave, sin poder modular palabra abrumado por los problemas de la cantante. Fue Gutiérrez quien dio la voz de áura:
—Cómanlo —fue su comando lapidario.
Se repartieron los sesos entre los pocos que se animaron a comerlo: los zombis. De lo demás no quedó ni para el recuerdo. Cuando llegó el pato gordo, avivado del tremendo fin de su cómplice, ni hizo la escala en los puentes; siguió volando, que volando se encuentra la verdad. Aunque sea un pueblo chiquito y pobre: “La verdad, no sé si sé”, estación de tren de socrático apellido. Llegó flaco ahí el pato gordo, pero fue bien recibido.

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sábado, 22 de septiembre de 2012

Noticias de la Sagrada Ciudad de Elelín - Daniel Frini


Uno

A la sombra de un árbol al que los nativos llaman úten, tan parecido al algarrobo que crece en los valles cercanos al mar Mediterráneo; está tendido el cordobés Francisco de César, capitán del reino de España por voluntad de Carlos Habsburgo. 
Intenta reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña, mezcla de selva y desierto, imaginada por el diablo; y que tantos y tan buenos soldados se ha llevado. 
Hace apenas algo más de un año llegaron a esta parte de la América con la expedición de Sebastiano Caboto y construyeron, bajo su mando, el fuerte de Sancti Spiritu; en el lugar donde el río que el capitán general ha llamado Caracará desemboca en aquel otro que los nativos llaman Paraná. 
Cinco meses atrás, Francisco partió en expedición; y ahora está de regreso con menos de la mitad de los hombres que lo acompañaron, y lo reciben los dos torreones y las casas en ruinas, los almacenes saqueados y quemados, la empalizada caída y los bergantines desfondados y hundidos a medias, a poca distancia de las barrancas que zozobran en el río barroso. De los habitantes de la novísima colonia española han quedado sólo unas pobres osamentas, apenas cubiertas con restos podridos de ropa. Imposible saber de quiénes se trata. No hay noticias de los indios yañás que tanto ayudaron al nuevo poblado hasta hace unos meses.
En la ensoñación que deja el calor y la enfermedad, el capitán recuerda.

Dos

Son machaconas las noticias que han llegado a los españoles acerca de una fabulosa ciudad; toda de oro, plata y piedras preciosas; que está hacia el poniente. Desde las historias del grumete Francisco Fernández, que vivió con los charrúas después de que éstos matasen al almirante Juan Díaz, hace unos diez años; hasta los muy variados relatos de las muchas naciones indias —yaros, corondas, bartenes, mbeguás, timbúes— con las que se ha tenido contacto. Todos hablan de un rey blanco, de una sierra de plata, de mujeres cautivas, de las grandes riquezas que poseen los habitantes de ese país legendario, y de la excelencia de las tierras regidas por esta ciudad, capaces de cinco cosechas por año y de alimentar rebaños de ganado que se pierden en el horizonte. Ni Caboto ni César son tontos. Saben de ciudades legendarias y de nativos mentirosos; pero también saben del Cusco de Pizarro o el Tenochtitlán de Cortéz; y se desvelan con conquistar su propio imperio en las Américas.
El capitán general le encomienda encontrar la ciudad mítica para gloria de Nuestro Señor Jesucristo y del rey Don Carlos Primero de España. 
Francisco de César reúne catorce hombres debidamente pertrechados y montados, dos guías indios para que oficien de lenguaraces, cinco arcabuces, dos pasavolantes y una lombarda, medio quintal de pólvora, diez cahices de trigo, un quintal de bizcochos y una buena provisión de vino y tasajo.
Suben por el Caracará, en jornadas agobiantes, hasta donde éste nace; en la unión de los ríos Chocancharaua y Ctalamochita; y guiados por los habitantes de esos parajes, continúan bordeando este último. Algunos nativos les dicen que la ciudad está al norte, otros le señalan el sur. Malogran días y provisiones en enredos inconducentes, pero siempre vuelven al cauce que los salva de perderse de manera definitiva. 
El río los lleva hasta las montañas, después de haber recorrido más de doscientas leguas en idas y vueltas por ese laberinto sin paredes, casi tanto como ir desde la bella Lisboa hasta Barcelona. Atraviesan bañados y llanuras calcinadas, soportan lluvias bíblicas, soles a pique y vientos de arena pura que desafilan espadas; hasta que al cruzar una cañada estrecha se ven rodeados por infieles con aspecto feroz, que los desafían al grito de ¡Kom-chingôn!, que el lenguaraz traduce como “¡muerte a los invasores!”. Francisco sabe que puede acabar con ellos en un instante, pero que eso no serviría de nada a su empresa. Decide, pues, capitular; desmonta de su caballo, arroja sus armas y con las manos en alto se arrodilla delante de ellos. Da resultado. Después, los indios le dirán que se llaman henîa, que viven en cavernas; y le hablarán del cerro Cha-ampa-ki, el más alto, aquel que tiene agua-en-la-cabeza, y desde cuya cumbre puede verse, hacia donde se pone el sol, la ciudad buscada, en la que gobierna el rey blanco Lin-Lin.
Temprano en la mañana, los españoles empiezan la caminata hacia la montaña que se ve, casi azul, a lo lejos. Dos días les lleva llegar a su pie y otro más ascenderla, atravesando un espeso manto de nubes que muy pronto queda debajo de ellos. Encuentran, arriba, la laguna anunciada, pero las nubes no dejan ver el inmenso valle del otro lado, al pie del cerro. Deben hacer noche en la cima.
El día siguiente, Viernes Santo, sin una nube en el cielo, el sol sale a sus espaldas. A esa primera hora, el valle anhelado está todavía a oscuras en la sombra de la sierra; y los españoles esperan con ansias que se ilumine de a poco. Luego, los primeros rayos que sortean la montaña alumbran la maravilla.

Tres

A lo lejos, brillan las cúpulas de las torres y los techos de las casas, todos de oro y plata macizos. Divisan edificios suntuosos de piedra labrada y templos magníficos. Ven calles brillantes, un inmenso rodeo de ganado que incluye altas ovejas del Perú y sembradíos de cebada, centeno y trigo que se pierden más allá del horizonte, hasta donde no podría llegar un hombre a caballo en cinco días. Contemplan las altas murallas y los profundos fosos, los revellines amurallados, las avanzadas fortificadas que protegen el único camino de acceso y el puente levadizo que precede a la entrada, por la que bien pudiera pasar una carabela con todo su velamen desplegado. Nada que hubieran visto iguala la opulencia y majestuosidad que se les presenta, que empequeñece cualquier prodigio inca, cualquier maravilla azteca.
Antes de bajar el cerro y emprender el camino a la ciudad, se saben ricos y llenos de gloria, honra y nombradía.
Les lleva otros dos días acercarse a las murallas.
En el camino se encuentran con habitantes de la ciudad, y pasan entre ellos como si no fuesen vistos. Todos son altos, blancos, rubios, de ojos celestes; y barbados los hombres. Nadie puede distinguir su idioma, ni aún los indios que acompañan a los españoles. Ven ollas, cuchillos y hasta rejas de arado de oro. De oro son, también, los asientos en los que las bellísimas mujeres tejen espléndidas ropas de lana, más fina que la mismísima seda de Sipán. Todos visten faldellines y camisetas, y cubren sus hombros con una manta. Están engalanados con plumas de hermosos colores y colgantes y pulseras de oro con insertos de turmalinas, zafiros, rubíes, lapislázuli, ágatas y turquesas. Cada uno de ellos parece un rey.
Los españoles no ven armas de mayor tamaño que un puñal y saborean, entonces, la riqueza fácil. Más por curiosidad que por codicia, levantan del suelo dos o tres piedras de oro, del tamaño de una nuez y alguna verde como esmeralda.
Deciden acampar esa noche; y atravesar la inmensa puerta, con gran pompa, en las primeras horas del otro día. Satisfechos y sabiéndose seguros, se quedan dormidos. El profundo sueño no respeta ni los turnos de vela.

Cuatro

El capitán Francisco de César recuerda perfectamente todos y cada uno de los detalles del sueño. Recuerda la visión de la última llama del fuego que los calentó esa noche antes de cerrar los ojos. Recuerda, con sorpresa, la suavidad del recado que le sirvió de almohada, y el hombre que le habló, y cuyas palabras entendió, aunque no las conociera.
Era muy, muy viejo y casi transparente. Le dijo: “Te fue dado, Francisco, conocer la maravilla; pero no te es permitido pisar sus calles. La ciudad será siempre invisible para los que no la habitan y puede que los hombres la atraviesen sin darse cuenta. En ella no hay enfermedad ni dolor; no existen pesares ni tristezas. Hoy la ciudad será una, mañana otra, y serán dos, y serán tres; pero tu gente, los que te seguirán y los que vendrán después de tu gente no podrán, siquiera, imaginarla. La ciudad irá al sur, al norte, a los confines donde mora el sol o se quedará en este valle; siempre protegiendo a los suyos de la malicia, el terror, la codicia y la muerte. No volverás a soñarla”


Cinco

Alto el sol, y como saliendo de una resaca, los españoles abren los ojos; y ya no hay nada. Ni torres, ni edificios, ni templos, ni foso, ni muralla, ni ganado, ni campos labrados. No hay gentes, ni oro, ni plata.
Desconcertados, caminan diez y veinte veces por donde debieran estar las calles con adoquines dorados y donde ayer estaban trabajando las hermosas mujeres de ojos claros. Solo encuentran pequeños montes aislados de talas, molles y espinillos. No pueden creerlo y demoran el retorno esperando que la ciudad vuelva. Saben a ciencia cierta que estuvo allí, porque lo atestiguan los guijarros de oro y las esmeraldas que levantaran del riquísimo suelo, que ahora les ofrece sólo piedras de granito y caliza. Ya no hay riqueza ni gloria para ninguno de ellos.
Desalentados, tres días más tarde emprenden el regreso a Sancti Spiritu.


Seis

El capitán Francisco de César está tendido bajo un úten, intentando reponerse de las fiebres que dejan las aguas de esta tierra extraña. Apenas pueda, él y los seis hombres que volvieron irán camino al Perú y contarán la historia de la fantástica ciudad.
Vendrán miles a buscarla, desde el Cusco a Magallanes, y desde el mar Atlántico hasta la Capitanía de Chile, pero la ciudad ya no estará; y los buscadores volverán a sus tierras derrotados, los más felices; los menos, quedarán para siempre en los valles y ríos innombrados.
El capitán, aunque no sepa cómo lo sabe, morirá en esta tierra a la orilla izquierda del río Cauca, cerca de la mar Caribe. No le importa. Es más, lo anhela; porque él sí la vio y tiene el secreto deseo de morir, y que le permitan, por fin, entrar a la muy querida ciudad de Elelín.

Acerca del autor:
Daniel Frini