domingo, 22 de julio de 2012

El amor y la araña - Héctor Ranea


Tengo unas pocas obsesiones, nada para preocuparse, creo. No me molestan las arañas, por ejemplo. Es más, dejo que habiten mi casa, siempre que hagan su tarea. Hacen sus telas entre el sillón y las rosas, en los discos que no uso, entre los libros y las plumas de pavo real y en los intersticios de mampostería que nunca faltan. A veces las veo trabajar y me da cierto grado de felicidad, si se puede llamar así. No son las únicas que trabajan, acá. No puede decirse que me deslomo, yo, pero tampoco soy un vago. Limpio mis zapatos con la crema sintética o, si faltare, con el viejo y querido betún que conservo de mis años de Facultad. Y ni hablar de planchar. Plancho todo lo que se me cruce. No tolero las arrugas y las mías, lamentablemente, no puedo hacer nada por sacarlas que, si pudiera, no necesito decirles qué haría. Así que, todos los días, plancho las sábanas, las cortinas, las alfombritas del baño después de ducharme. Eso. También me ducho todos los días y eso me obliga a sacar a las arañas que tejieron su tela entre la ducha y la canilla. No me da pena, pero me parece poco amigable destruirles su trabajo. Un amigo me dijo que no era para tanto, que en la naturaleza ocurre eso o peor. Debo confesar que alguna vez he matado arañas, hormigas, moscas, cucarachas y puse veneno para roedores y otras tareas poco edificantes de mantenimiento del orden de la casa. Porque sin orden, no existe el desarrollo, imagínense la araña tejiendo sin ton ni son, qué clase de objeto o insecto atraparía, sin ir más lejos. ¿Cómo sería un hormiguero en el que no hubiera un orden estricto? En ese sistema he sido criado y a él me someto con rigor, eso sí, sin empañarle su parte honesta, vital. Las arañas no sé si son conscientes de su libertad o si pueden comparar el tratamiento que les doy con el que recibirían en otra casa, con litros y litros de insecticida destinados sólo a eliminarlas de la faz de ese cubil. Pero que lo hagan o no, no me preocupa tanto como el de la existencia de esa araña alfa que todos temen, en el fondo. Una de esas pocas capaces de mantener a raya no sólo a las moscas sino a toda la población de arañas, incluso a los humanos. Dice mi amigo que, en contados pero bien documentados casos, estas arañas aparecen y sólo en casas “spider-friendly”, como la mía, porque en ésas es donde desarrollan cierta idea de comunidad. Eso es lo que me preocupa más, aparte de aprender a planchar de algún modo la cortina plástica del baño. Las arañas alfa a veces mandan sicarios a tratar de asesinarme, como hace tres o cuatro días, con una araña que bien pude confundir con una semilla de kiwi, a la que aplasté con el anular de la mano derecha casi sin pensarlo, ya que estaba posada sobre una página del diario que me costaba leer porque ella se movía. Estuve un par de días con el dedo inmovilizado, ya que el veneno poderosísimo, que evidentemente portaba para eliminarme, había logrado de algún modo meterse en mi dedo. Otra vez, en la comida para el gato, apareció una saltarina amarilla, una especie casi bella, que saltó, con tanta mala suerte para ella, al cristal de mis anteojos (muerden en la esclerótica) y logré neutralizarla con agua (arruiné algo de la comida del gato) y procedí a matarla según los manuales de sabiduría imprescriptible. El haberme enviado una araña tan bella me hizo sospechar que la araña alfa era macho, pero eso, según mi amigo, es imposible. Las arañas macho son esencialmente sociópatas y sólo buscan sexo sin demasiado rigor, sólo impulsados por algunas pocas moléculas de hormonas y mucha osadía. Con eso en mente, decidí que no me preocuparía del sexo de las arañas, que bastante tenía con sacar los pelos del gato de la alacena. El tercer ataque documentado de una araña es el de la viuda negra. ¿Cómo fue? Tocan el timbre. Seis de la tarde, noche cerrada. Hora poco recomendable para arañas. Ella era hermosa. Venía a venderme una suscripción a una revista de jardinería a la que alguna vez había contactado por Internet, más por compulsión que por legítimo deseo, pero ahí estaba esa bella joven ofreciéndome todo a un costo bastante accesible, con un suplemento especial dedicado a lirios, mi locura, literalmente. Y no va que tenía una muestra de rizomas de una variedad que yo no conocía, el “Viuda de la noche” que, según mostraba la foto era de un tono de azul asombrosamente profundo, de alta mar, como los ojos de esa muchacha que me miraba y me hacía que la desnudara con mis pupilas. Y el lirio tenía una pelusa de estambres rojos de ese rojo que suelen tener diferentes tipos de sangre. Un rojo que se perfumaba solo, como el escote de esa señorita que venía con las manos abiertas y palmas arriba a mi encuentro. No esperó ni siquiera que la invitase a pasar: entró como convocada por un postre irresistible y ni bien lo hizo dio una vuelta sobre sí misma, diciendo: —¡Qué hermosura de casa! ¡Y qué perfume! Se nota que usted debe saber tratar a los animales domésticos, porque estos aromas denotan un equilibrio en la energía. —Y, con cierta picardía dibujándosele en sus ojos: —¡Usted es como yo!—. Y siguió dando vueltas, haciéndome girar a mí, ya sin entendederas. De más está decir que no pude contestar sino con balbuceos y cerré la puerta, aparentemente ya tarde, porque los sicarios habían entrado. La señorita se quedó a tomar un té que ofrecí sin saber cómo decirle que se fuera, aunque con mis ojos estoy seguro de haberle dicho cientos de veces cómo la amaba. Y después, como quien no quiere la cosa, la invité a quedarse a cenar; pediría que nos enviasen comida de un restaurante que unos chinos habían inaugurado cerca, a lo que accedió. ¡Y sabía usar los palitos para comer! (Eso sí, al modo vietnamita). Reconoció que no había arrugas y vio, estoy seguro de eso, las telas de dos o tres arañas, ya que una cuarta hube de romperla para cederle un lugar en la mesa que no tenía ocupante desde que se fuera mi última esposa, que en paz descanse. Abrí una botella de vino blanco. Me gusta el Torrontés, claro. Comimos charlando de jardinería y arañas. Después, ella me pidió pasar al baño y debe haber sido ahí que me atacó su pupila: una ágil zancuda de bastante desarrollo abdominal, con unos pocos pelos verdes. Cuando Dafne (así se llamaba) salió del baño, seguramente creyó que me encontraría en coma, porque salió desnuda diciendo: —¡Espero que hayas cumplido tu tarea!,— pero, en cuanto me vio y a pesar de que aún faltaba comer el postre, cambió su actitud e improvisó esas palabras que llevan a la perdición a cualquier tipo, medio obsesivo como yo, o no: —¡No puedo más, llévame a tu cama! Ni qué decir que lo hice porque el ataque de la zancuda, en realidad, me pasó inadvertido ya que la estólida o corta de vista se arrojó al vaso de vino, muriendo casi instantáneamente. Lo recuerdo bien, porque tiré el contenido y me serví más, justo antes de la aparición de esa mujer tan hermosa y desnuda que me secó, literalmente, toda capacidad de pensar, me eliminó los neurotransmisores y me entregué a ella, creyéndome su historia de desesperación por privación de sexo durante muchos meses. Una mujer como ella, me dije luego, con cierta capacidad mental recuperada, no se hubiera metido con un tipo como yo si no formara parte de un plan superior. Y lo cierto es que tenía razón. No sé qué habrá pensado de mí, en tanto capacidad sexual y desenvolvimiento amatorio. Nunca me comparé con nadie. En el gimnasio o la pileta nunca me quedaba a mirar a mis congéneres ni nunca tuve otro amigo que el mencionado, con quien nunca hablamos de sexo por elección ya que su pulsión sexual era diferente a la mía, así que no podría compararme yo con nadie, aunque pienso que ella sería más experimentada que yo, mas lo cierto es que una cosa me llamó la atención y fue cómo, en diferentes oportunidades, sentí durante el acto (o los actos, si se extiende esa noche a las siguientes en las que se produjeron hechos similares) como si me tratara de abrazar con más de dos piernas y dos brazos, como si intentase devorarme, no sólo besarme o morderme, si bien durante esas semanas fue inútil tratar de hilvanar pensamientos: yo era una araña borracha. Es más, dejé de planchar cortinas y alfombritas. Fui dos veces con los botines sin brillar. Algunos compañeros de trabajo notaron el fallo en mi vestidura y no faltaron las cargadas, las risas. Estaba en boca de todos en la gran tienda. Un vendedor que no podía ver el nudo de la corbata en la capellada del botín era como una araña blanca flotando en un vaso de Merlot. Sacando esto, la relación con Dafne fue bellísima y sólo después tuve poder de racionalizar los diferentes ataques que había sufrido. En efecto, después de hallar la araña ahogada en Torrontés, había encontrado en la almohada de ella una de esas que yo llamo Brillosa puntuada, porque son negras brillantes casi como si fueran lustradas con betún, hechas de una queratina esmaltada a fuego y con dos manchas blancas en la parte trasera del abdomen que parecían ojos brillantes en la negrura del fondo de un lago. Cuando la vi, la aparté con un manotón enérgico pero nada violento; sin embargo, la araña se resistió y me atacó la mano. Gracias a mis reflejos, su salto la llevó a caer en un hornillo con ceras calientes que Dafne había querido para su sesión de aromaterapia. Ahí pataleó unos segundos y no pude hacer nada por ella. El siguiente ataque fue una especie de Tarántula, pero más pequeña, a las que siempre les acerco moscas que cazo, de modo que las trato bien y me caen simpáticas. Pero ésta me tiró un tarascón avieso que pegó en una de mis uñas, sin consecuencias, salvo la percusión, que la sentí durante todo el día. Ella se aturdió más, evidentemente, porque salió haciendo mutis por un zócalo. Dafne me observó cuando me tocaba el dedo golpeado y me lo pidió para mordérmelo. Ése fue un lindo comienzo para un coito profundamente amoroso. Si me lo pidieran, hubiera jurado que esos días ella me amaba. Yo también, claro, hasta el más allá la amaba, si hubiera podido. Cuando se fue, se llevó el catálogo de lirios, creo que equivocadamente, porque me tocaba a mí. Planté esos rizomas entre el segundo y el tercer ataque, para octubre comenzaron a florecer y ahí me di cuenta de todo: hasta mi amigo, que vino a visitarme después de bastante tiempo me dijo: —Si es cierto que tenía los ojos como esos pétalos, ¡hasta yo me hubiera enamorado de esa mujer, hombre! En efecto, esos lirios, que llamo Dafne de la noche, tienen todas las características que menciona el catálogo pero, además, los pétalos laterales, justo cerca de donde tienen los estambres rojo sangre, tienen dibujados los ojos de Dafne de modo que mis arañas, el gato y yo, entre octubre y el comienzo de noviembre estamos como perdidos de angustia. Las arañas pierden orientación, mi gato el sentido común y yo, para qué les voy a contar, ni las sábanas he vuelto a planchar.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

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