Tres soldados conscriptos hacen guardia
en el faro de Cabo Vírgenes. Vigilan que funcione, ponen en hora los
relojes. Gervasio, además, marca las mareas por cuenta suya. El
gauchito Villa es correntino, tiene una novia en Río Gallegos, es de
Mar del Plata. Fernando es cabo. Él dice que viene del Sur, pero ya
no hay más Sur que ése, a menos que sea chileno. Claro. Viene de
Tohuil, Tierra del Fuego. Está castigado y tiene que llevar la
bitácora, porque el Jeep que llega de Güer Aike con las
provisiones, las deja contra entrega del cuaderno y el lápiz.
Los tres soldados, cuando se quedan sin
trabajo, que es casi siempre, miran el faro de Punta Dungeness y la
guarnición que allí mantienen los chilenos. A veces los invitan a
comer un asadito, otras veces ellos los invitan pero para matear.
El viento no se sabe de dónde llega.
El medidor dirá del Sur, pero en la superficie un desprevenido diría
que llega de cualquier lado. No se ven los vientos, diría Gervasio.
Es cierto, porque la playa es de cantos rodados. El viento no levanta
cantos rodados.
Y está, claro, el mar. Gigante, negro
grisáceo, azul como las plumas negras de las gaviotas caceroleras.
Lleno de olas, no ondulado. Las olas llegan de cualquier lado, como
el viento, y en el arrastre de los cantos rodados, en eso coinciden
los chilenos, suenan a monedas de oro arrastradas dentro de bolsas de
cota de malla.
Aparte de los chilenos está el hombre
del puma. Le dicen Chul porque así dice llamarse. Habla poco y en
una lengua resbaladiza. Fernando cree que es alemán porque se crió
en Villa Belgrano y ahí está lleno de alemanes, dice convencido
porque nadie le cree.
De los chilenos, Karrill es el más
amable y el que mejor prepara el asadito. Sabe, y le enseñó a
Gervasio, cómo encontrar los mejores mejillones. Cuando hacen el
curanto en olla, los argentinos casi corren hacia el puesto, a menos
que vean las banderitas en los autos y descubran que están los
oficiales almorzando.
Chul dice que nunca tuvo un puma, pero
el gauchito Villa asegura que su choza está hecha de dos tercios de
tela encerada y un tercio con piel de puma. Xul, claro, busca oro. Él
dice que el oro de los náufragos del Sancti Spiritu, un navío
español que zarpó, dice él, de Puerto Hambre en mayo de 1665 y
pretendían llegar a las colonias de Santa Cruz pero nunca llegó.
Traía oro de la Capitanía de Valdivia que nunca llegó a ningún
lado. Villa, como hombre de mar, decía que tal vez el Capitán del
SS se las tomó para África o para la Australia. Pero Chul decía
que había que estar loco, que al cruzar el estrecho se había
abierto una vía con los conchales de la zona y no pudo navegar. Que
seguro que el capitán murió y entonces nadie sabía leer las cartas
o en las cartas no tendría cómo indicar el camino por tierra.
Chul había recorrido hasta Potrok
Aike, muchas leguas al Norte. Y si bien encontró telas antiguas,
sogas de esparto quemado y algunas evidencias de que caminaron en
dirección al territorio, no podía decir que no hubieran vuelto.
Ciertamente, algunos huesos de chulengos quemados, conchas de cholgas
y quemaderos de leña, avisaban que algo terrible había sucedido
ahí. Pero nada se podía concluir con el tema del oro.
Los chilenos eran menos ilusos. No
creían en el oro y mucho menos que el Chul estuviera en su sano
juicio. Por suerte tenían pisco y guitarras y, a veces, los mates
argentinos. Todo estaba bien hasta que llegaban las banderitas. Ahí
empezaba de nuevo la moserga del enemigo argentino o del vil chileno
o de los extranjeros que quieren que nuestra bandera sea un trapo
rojo. Los soldados reían. En eso tenían algo en común las
banderitas, decían siempre que había banderas rojas acechando, y de
los dos lados.
Así que Gervasio hablaba con Chul,
Karrill también lo invitaba al alemán a comer cuando tenían con
qué y Fernando trataba de escribir la bitácora con el lápiz poco
apretado, para poder seguir sus cuentos en el cuaderno que le robó
en Gallegos cuando lo trasladaban para el Cabo. Así no sospechaban
en el regimiento que usaba el lápiz para otra cosa.
Llevaba escrito el cuaderno casi
completo cuando empezó a ponerse jodida la cosa. Los banderitas
venían demasiado seguido, pedían demasiadas cosas, apenas si
tomaban un mate y miraban con largavistas al otro faro. Los hicieron
tender un alambrado de siete hilos con alambre de púa por varios
kilómetros, siguiendo por la costa el pretendido límite,
continuando por él hasta pasar la barda, y luego meterse a campo
traviesa hasta alcanzar el camino de acceso, donde vinieron con un
camión a poner un guardaganado especial.
Se suponía que en todo ese perímetro,
si veían evolucionar al enemigo, lo tenían que informar, abrir
fuego y mantener la posición. Naturalmente, esto vino acompañado de
la construcción de un galpón y la llegada de siete soldados más y
un oficial. Ahí se pudrió todo.
El alemán se alejó, aunque a veces se
veía su silueta por la barda, cazando piche o mara con su escopeta
del siglo de ñaupa.
Se terminaron los asados.
El oficial dormía en un catre con
matras. El resto en camastros. Los tres del faro siguieron su rutina
en lo posible.
Una tarde de mayo, Gervasio se quedó
dormido y al levantarse salió corriendo para no perder la costa de
la bajamar, pero al pasar delante del oficial Gurruchuga no lo
saludó. Al volver de la costa, Gurruchuga lo estaba esperando con
dos de los soldados recién llegados. Le abrió ahí nomás una corte
marcial y lo condenó a 24 horas de estaca pampa. Lo ataron con
lonjas húmedas a cuatro estacas que estaban ya clavadas en el piso,
esperándolo, le pusieron una capa engrasada y ahí estuvo, sobre los
cantos rodados, con el abrigo que había salido.
Para la noche, el soldado que lo
custodiaba tenía congelado el meñique de la mano izquierda,
Gervasio estaba muerto.
Fernando y el gauchito se juramentaron
matar al oficial, pero tenían que hacerlo de modo tal que no se les
vinieran todos en contra. La pensaron bien. Lo llevaron al Gurruchuga
a recolectar cholgas e hicieron que se metiera por las grietas
profundas del lecho y como quien no quiere la cosa se fueron hacia la
costa cuando la marea comenzó a subir. El oficial se enganchó la
pierna en una grieta al tratar de correr ante los gritos de alarma de
los conscriptos y el mar lo tapó. Justicia poética, porque si ellos
sabían eso del mar fue por Gervasio, muerto de frío.
Pero la cosa no terminó ahí, porque
el cabo tuvo que reportar la muerte del oficial, que en el cuartel de
Gallegos interpretaron, por esas cosas de la radio en malas
condiciones, que había sido culpa de una maniobra chilena (las
cholgas chilenas tiene la culpa, parece, convenientemente deformada
por la radio) y enviaron un avión que descargó unas bombas en el
puesto enemigo. Claramente, al zarpar el avión de Gallegos, en Punta
Arenas detectaron movimiento y enviaron sus aviones a reacción, que
llegaron unos minutos después del desastre que provocó el Morane
Sournier en la zona y sus aviones completaron la faena destruyendo el
faro argentino.
Punta Dungeness y Cabo Vírgenes
quedaron a ciegas, sin faros y sin guarnición ni galpón. Dos
muertos, uno por bando y las radios destruidas, sin antenas, sin
energía. Lo bueno fue que el alambrado desapareció y pudo volver el
alemán.
Karrill no era el muerto así que pudo
cocinar algo de curanto en olla con las cosas del lugar. Después
cazarían un cordero, merino para más datos, y con eso tiraron un
tiempo interesante. Mientras, todos miraban de noche, enmarcados en
los fuegos de venteo de gas de Cerro Redondo, los bombardeos a las
ciudades argentinas y chilenas que estaban cerca, a las estancias con
depósitos de combustible y otras cuestiones que desde ahí no se
entendía. Parecía que la muerte de Gurruchuga había provocado la
guerra, pero en realidad la guerra ya estaba desde antes, sólo que a
los soldados no se los había informado.
Mejor así, distendidos, tomando lo que
quedaba de mate, los argentinos invitaban a los chilenos a matear y
los chilenos a las comilonas. Entre todos reconstruyeron parte de los
faros. Para cuando desenterraron los equipos de radio y pudieron
poner en marcha los equipos electrógenos, ya nadie les respondía,
ni Gallegos a los argentinos, ni Punta Arenas a los chilenos.
Chul encontró oro. En la zona de los
huesos de los hambreados aparecieron unos cuantos cadáveres de
marinos, algunos chilenos, algunos argentinos y hasta un inglés.
Algunos tenían dientes de oro.
Acerca del autor:
Héctor Ranea
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