domingo, 22 de julio de 2012

La maraca en la muñeca - Héctor Ranea


—¿Me parece a mí o la nena tiene un sonajero colgado de una muñeca? —dijo el pardo Tenobrio mirando para afuera del boliche.
—No, Don —le dice el gallego Seminunte con aire de dueño del bar, que al final lo era —es una maraca. Tiene colgada la maraca para sonar en el corso…
—¡Más maraca será tu abuela, ésa es la sobrina de Dora, no es un hombre disfrazado, che! ¡No jodas!
Un silencio sepulcral cubrió, llenó, inundó el Bar Tridente. Los parroquianos se ponían nervioso cuando el pardo se encabritaba y parece que verla a la sobrina de Dora lo ponía en ese temible estado. El joven Zanabria, de los dueños del campo La Flor Gastada, preguntó a su compañero de mus
—¿Siempre se pone así o es que hoy le cayó fuerte la caña? Me parece que se confundió.
—¡Sh! —chistó Antonioni, el tano de la fábrica de estufas, a la sazón compañero del joven—. No hay que hablar mucho. Se pone como una fiera salvaje cuando ve esta juventud desperdiciando su tiempo. Siempre cuenta que de joven nunca tuvo para andar paveando por ahí y que ahora que tiene un poco de tiempo y moneda para la caña, le vienen con esta juventud perdida. Es una historia larga y triste, pero mejor se la cuento en otro lado.
—¡Perdónenme si me entrometo! —gritó el pardo—. Pero acá nadie me enmienda la plana, ¿entendido? Bastante tengo con ver esta gente preparándose para ir de juerga para que encima hablen de mí a la espalda —tiró dardos para el lado del tano con los ojos inyectados en alcohol y lágrimas—. Me tendrán que disculpar si grito y lloro. Es que en mis tiempos… ¡Y éste encima —señaló al gallego— me le dice maraca a la nena!
Nadie, ni el gallego, osó contradecirlo. Se decía que el último en hacerlo había corrido peor suerte que un ñandú petiso en estampida de caballos.
—¡Ni piense eso! —gritó Tenobrio al autor—. ¿Quién vio un ñandú petiso en medio de una estampida de caballos? ¡¿Será posible que hoy los autores no sepan nada del campo?¡ Hablan de caballos y no deben haber visto ni uno de verdad. Y si lo vieron fue por la televisión.
—Perdóneme —dijo el autor, a metros de él, acodado en el estaño —sé más de campo que usted, si me permite. Soy de la pampa del Río Salado Casiseco, partido de Octubre, en la región de Asamblea, pueblo pampero si los hay. ¡Si habré visto avestruces, que allá los llamamos así! Ustedes los de la pampa serrana se creen los únicos que saben portar cuchillo.
—¡Ahijuna! —gritó la novia del cuete Velásquez, a la sazón comiendo un chorizo empanado del apetito que le abrió la boda de la amiga del alma, la morocha Clave, de los Clave del barrio de Reconquista— ¡Si ahora se desgracia el Tenobrio, vamos a tener para hablar todo el verano, chamigo (porque era correntina la moza). Eso sí, va a dejar sangre hasta dentro de las empanadas. Mejor váiganse para afuera.
Los hombres del bar la miraron con bastante falta de respeto. No les gustaba que las mujeres metieran el pico en asuntos de su exclusiva incumbencia. Pero por otro lado rogaban que no tuvieran que lamentar víctimas de que la sobrina de Dora usara las maracas en las muñecas para imitar a la Clovilda Marengo, la actriz brasileña del momento que había venido con la Escola do Samba “Os mineiros do Avril” y había dejado el tendal de hombres enamorados de sus caderas, de sus hombros, de sus mejillas, de sus ojos y, por qué no, de sus tetas; aunque también dejara el tendal de hombres con eso que el tano llamaría “lo scolo” que se curaba con unas dosis de antibióticos que el Doctor Marguette daba a los poseedores de tal vergüenza en secreto en el bar de Antonio, el más chico de los Álvear Pálas. Bar oscuro aún de noche, no como el del gallego que abría a las seis para que los paisanos se tomaran su ginebra bien temprano y no extrañaran más a la caballada que antes ataban en el aro de fierro del cordón de la vereda. En resumen, la sobrina de la Dora, Eduviges se llamaba aunque le decían para más datos comprometedores, la Edu, usaba las maracas en las muñecas, lo que no se sabía era si era portadora o no de la blenorragia, para decirlo en criollo.
Mientras, el duelo de ojos continuaba entre el autor de este cuento y el pardo Tenobrio que, no hay por qué tener empacho en comentarlo, era ceceoso, como muchos paisanos de la zona, pero no lo ocultaba evitando palabras con ce o con zeta o con ese, que quedan pocas, sino que miraba tan fijo como carancho hambriento y al que insinuaba una sonrisa lo amenazaba a punta de faca y sanseacabó.
El autor contaba que en Asamblea tenían bar de fondo y bar de matadero. En el último se producían peleas de mozos de a caballo hasta por un par de chorizos mal cortados. Pero se lo contaba al galés Jones, que estaba a su derecha, mientras que el pardo estaba a su izquierda. Entonces le tuvo que dar la espalda al chinchudo, que aprovechó para reírse
—¡Veanló, tan autorcito que se cree, huyendo la vista de un jubilado indefenso! Le podría apoyar los ojos en la nuca y lo dejo sin piernas, lo dejo. ¡Cómo me río yo de esos supuestos taitas que me amenazan y después se arrugan como par de medias sin elástico!
Para esto, la mujer del gallego Seminunte se aproximó al estaño con evidente aire de mandona, para parar la pelea de miradas.
—Mire don Endimión (era la única que se atrevía a llamarlo así, cuando en realidad se llamaba José) usted la vendrá de compadrito, y no dudo que lo sea, lo único que le pido es que no lo mate a este hombre —y señaló al autor— porque es mi amante. Además, me mancha el piso, tiene sangre bastante verde.
No se puede explicar el aire de sorpresa que invadió, llenó, colmó toda la medida del bar. Fue insostenible la angustia del gallego, que veía a su mujer rogar por la vida de un hombre que no era él, pero no con argumentos humanitarios genéricos sino con evidente connotación venérea.
Hasta el pardo Tenobrio tragó saliva haciendo más ruido que un gaznate de pollo partido al medio por la abuela Menesunda. ¡La pucha que era un delirio las cosas que le pasaron a cada uno por el melón:
Al joven Zanabria le pasó una fugaz desnudez de la mujer de Seminunte, que entrevió con sus amigos una noche de circo de los hermanos Melles, cuando la vio con el domador de perros caniches.
Al gallego Seminunte le pasó una carta breve que comenzaba: al autor de mis preferencias, que ella no le dejó seguir leyendo.
A Eduviges, que justo había entrado para recoger a Tenobrio, le pasó una sonrisa extraña que desde un tiempo a esta parte cubría el rostro de la mujer de Seminunte.
Al galés Jones le pasó una entrepierna vastísima en una noche de luna, dueña de la misma (la entrepierna, claro) esa misma mujer que ahora rogaba por la vida del autor del cuento.
Al tano le pasó por la mente una tarde en la peluquería de Sanata, cuando entró la mujer de Seminunte y le dijo algo al oído al ayudante de peluquería y salieron juntos.
A la novia del cuete Velásquez se le escapó un chiflido pero no por los labios.
Y perdón si hay olvido de otro personaje, pero al autor no le pasó más nada por la cabeza. Pagó en silencio seis cañas de durazno, dos ginebras, un café diluido, los tres vasitos de anís para los del trío “El portal”, un poco de maní, el alquiler de un mazo de naipes para el truco y otro para una partidita rápida de mus, un kilo de papas, dos de cebolla y tres tomates. Faltaba un poco de carnaza y se haría un guisito con las alverjas de la tía. Esa noche la veía venir fría, la cerveza la compraría en otro lado, claro está.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

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